Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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Abrió otro documento. A medida que avanzaba en la lectura se sentía cada vez más inquieto. Era la copia de una confesión completa de Colbert Gibson, que admitía haberse apropiado de manera fraudulenta, y para uso personal, de fondos del First Flag Savings Bank.

Hasta donde él sabía, Colbert Gibson era en aquel momento el alcalde de Flagstaff, pero la fecha del documento se remontaba a una época en que todavía desempeñaba el cargo de director del banco. Alan comprendió por qué su padre había apoyado en aquel entonces la elección para el cargo de alcalde de una persona manifiestamente deshonesta. Ese hombre estaba por entero en sus manos. Bastaría con hacer público ese documento para mandarlo a la cárcel. Y Gibson haría todo lo que su padre le pidiera con tal de evitarlo.

El tercer archivo en que posó los ojos era el certificado de un cuantioso préstamo personal otorgado en privado por Cohen Wells, un par de años atrás, a una persona a la que Alan no conocía, un tal David Lombardi.

Alan no sabía qué hacer. Y sobre todo no sabía qué conclusiones sacar de lo que acababa de leer. Era consciente de que en el mundo de los negocios, para no ser devorado, hacía falta en cierto modo estar dispuesto a devorar. Sin embargo, no era más que una metáfora popular. La cosa cambiaba mucho cuando uno se encontraba frente a los restos de gente hecha pedazos.

Apagó el ordenador y con ayuda de las muletas se levantó del sillón. Decidió dejar el dispositivo de memoria en su lugar. Sin duda su padre lo vería al llegar a casa y lo pondría donde solía guardarlo. Si Alan lo quitaba y lo guardaba en un cañón, podía pensar que había leído lo que contenía. Y eso era algo que Alan quería evitar como fuera.

Salió del estudio y con la misma lentitud regresó a la sala.

Se sentó en un sofá y con el mando a distancia cerró las cortinas para resguardarse de la luz del crepúsculo.

Shirley se presentó de repente cuando se disponía a encender el televisor.

– Ha llamado John, el vigilante de la entrada. Estaba muy alterado. Hay una visita para usted.

– ¿Una visita para mí? ¿Quién?

– En el primer momento ha creído que era una broma. Pero cuando se ha dado cuenta de que era realmente ella, por poco se desmaya.

– Entiendo, Shirley. ¿Pero quieres decirme quién es?

Alan sentía que le latían las sienes. Esperaba no oír ese nombre. Pero Shirley lo dijo.

– Swan Gillespie.

Solo dos palabras, que se perdieron en las cortinas de la habitación pero rebotaron en la mente de Alan como un disparo entre las montañas. Su primer impulso fue negarse. Advertir a John o a quien fuese que se hallara en la caseta de la entrada que no le permitieran entrar ni ese día ni nunca.

O por lo menos hasta que volvieran a crecerle las piernas.

Pero ese impulso se apagó enseguida. No podía escapar toda la vida. El espectro de Swan seguiría presentándosele durante mucho tiempo, si no tenía el coraje de enfrentarlo y borrarlo para siempre de su imaginación.

Ahora.

– Dile que la haga pasar.

Antes de que Shirley tuviera tiempo de salir de la sala, la detuvo. Le señaló el sillón en el que había apoyado las muletas.

– Y esconde esos malditos trastos.

El teniente Alan Wells se había enfrentado a la muerte y mientras lo hacía había visto morir a otros hombres. Había esperado, tendido sobre la arena, mientras sentía que la sangre y la vida lo abandonaban, a que acudieran en su ayuda, sin saber si gritar para que llegaran deprisa o rezar para que no lo hicieran nunca.

Pero el tiempo que pasó esperando que entrara Swan Gillespie fue uno de los más difíciles de su vida. Demasiados recuerdos, demasiadas palabras no dichas, demasiada ira contenida, demasiado dolor expulsado a la fuerza hacia la nada para hacerse la ilusión de que no existía.

Pero todo se borró cuando se abrió la puerta y la vio frente a él.

Swan Gillespie era una de esas personas que poseían el don de transformar en un acontecimiento su entrada en un lugar. Al contrario de lo que suele suceder con los seres humanos, en ella el todo superaba el valor específico de los componentes separados. Era una cara, un cuerpo, una mirada, una voz, pero combinados por el azar con el mismo afortunado esmero que crea las obras de arte.

En el pasado, cada vez que la tenía delante se daba cuenta de que, por muchos esfuerzos que hiciera, no lograba nunca que quedara grabada en su mente tan hermosa como en realidad era.

– Hola, Swan.

– Hola, Alan.

Avanzó dos pasos en la estancia.

Vestía un simple par de pantalones y una camisa deportiva, que llevaba por fuera. Encima, un chaleco de abrigo, sin mangas. En la mano sostenía un gorro y un par de gafas oscuras. Cuando se dio cuenta de que aún las llevaba consigo, se las mostró a Alan, incómoda.

– Disculpa. Tendría que haberlas dejado en el coche, pero estos objetos se han convertido en parte de mi profesión. A veces tener una cara famosa puede resultar un fastidio.

Alan lo sabía bien. Entendía lo que ella quería decir. De un modo trágico y extraño, ambos eran una perfecta antítesis. Ella se había hecho famosa por sus piernas, y él, porque ya no las tenía.

– ¿Cómo estás?

Había en el aire la herrumbre del tiempo transcurrido y las cosas ocurridas y esa pérdida de confianza que llega, entre dos personas que han creído amarse, apenas un instante después de que sus vidas se separan.

– Bien.

Swan señaló la sala.

– Qué bonito lugar. Está distinto de como lo recordaba.

– Pues sí. Mi madre, antes de irse con su nuevo marido, hizo un buen trabajo. Justamente se casó con el arquitecto que reformó la casa. En estos momentos debe de andar por algún lugar del mundo.

Decidió adoptar un tono ligero para evitar dar más explicaciones.

– No creo que las anécdotas arquitectónicas de mi familia sean importantes. Tú lo eres mucho más. A estas alturas tengo que felicitarte. No dejo de leer en los periódicos comentarios sobre tus éxitos. Flagstaff debe de haberte recibido de manera triunfal.

Swan le restó importancia con un vago gesto de la mano y miró hacia el suelo.

– Ah, eso. No es como crees. Como dicen los sabios o los hombres banales, no es oro todo lo que reluce. Cuando estaba aquí no veía la hora de irme. Pero he descubierto que el mundo es igual en todas partes. El único lugar que cambia de veras es el sitio donde has nacido. Tal vez no habría que regresar nunca.

Cuando alzó los ojos y lo miró, Alan vio una pena que se arrastraba durante años. En ocasiones el presente puede ser un pésimo lugar, si conserva los residuos de un pasado difícil de olvidar.

– Te preguntarás por qué he venido hoy.

Alan intentó sonreír.

– Supongo que para pasar a saludar a un viejo amigo sería una buena explicación.

Con un movimiento fluido y natural, Swan se sentó en el sofá y dejó el gorro y las gafas en el sillón de al lado.

– Sí, en efecto he venido a ver cómo estabas. Pero también a decirte algunas cosas. Debería haberlo hecho hace mucho tiempo, y aún más después de lo que te ha pasado. Pero, como sabes, el valor nunca ha sido mi fuerte.

– Sin embargo, para llegar adonde has llegado has necesitado tenerlo.

– No era valor. Era joven, y también yo creí tenerlo, durante un tiempo. Después entendí qué era en realidad.

Alan aguardó en silencio que continuara. En ese momento experimentaba por ella la misma compasión que por sí mismo.

– Era desesperación.

Swan lo miró con una expresión por la que él, en otros tiempos, habría dado la vida por verle una sola vez.

– Así, sin valor, logré llegar a ser solo una persona famosa. Tú, en cambio, eres un héroe.

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