Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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En el interior el aire olía a limpio, señal de que Silent Joe, pese al encierro, no había perdido el control de su cuerpo. Precedido por un resonar de uñas contra el suelo, fue a comprobar sin prisa la identidad de los recién llegados. Cuando los vio no mostró reacción alguna, como si estuviera viviendo un momento previsto y previsible.

April lo miró con más simpatía de lo que indicaban sus palabras.

– No se puede decir que sea un perfecto perro guardián.

– Ni siquiera de defensa. Creo que la única manera de volverlo peligroso sería alzarlo en brazos y arrojárselo a alguien a la cara.

Indiferente a estos comentarios poco elogiosos, el perro dio media vuelta y adoptó sin prisa una actitud de espera, delante de la puerta de la cocina que daba al jardín. Jim fue a abrirle para que pudiera salir. Mientras el perro se paseaba fuera en busca de un lugar donde aliviarse, comprobó que dispusiera de agua fresca que beber y le echó en la escudilla una ración de alimento para perros.

Luego volvió a la salita que hacía también de comedor. April permanecía de pie, con las manos en los bolsillos de los tejanos, mirando a su alrededor. Jim trató de ganar tiempo.

– ¿Te apetece un café? Es lo único que puedo ofrecerte.

April lo miró evaluando la conveniencia de tomar un café a esa hora. Quizá incluso la capacidad de Jim para preparar un café decente.

– De acuerdo, tomemos un café.

– Creo que no tengo leche.

– Precisamente estaba pensando que sin leche sería perfecto.

Jim apreció el intento de rebajar un poco la tensión. O tal vez fuera solo una técnica periodística para poner cómoda a una probable fuente de información.

Mientras él cargaba el agua y el filtro de la máquina, April se asomó por la puerta de la cocina.

– Veo que has conseguido un buen lugar.

Jim le restó importancia con un encogimiento de hombros.

– Sólo es temporal, hasta que encuentre algo mío.

Ella lanzó un comentario, con aire casi distraído.

– Sé que ahora trabajas para Cohen Wells.

«Ya verás como pronto descubrirás qué quiere de ti el amo de la ciudad.»

Jim ni siquiera se preguntó cómo se había enterado. Ella misma acaba de decirlo poco antes: era una periodista y vivía en Flagstaff. Y poseía un buen cerebro.

– Sí, soy el piloto del Ranch y el responsable de la futura flota aérea.

– Ah, sí, ese hombre está en condiciones de comprar muchas cosas. Y a muchas personas…

Hizo este comentario con suavidad, sin subrayar las palabras. No había sarcasmo en su voz, sino cierta conmiseración.

A pesar suyo, Jim reaccionó de un modo que habría deseado evitar. Por agotamiento, por tensión, por culpa. Tuvo un arrebato que hizo que le cayeran de la mano las tazas en las que estaba sirviendo el café. Una cayó al suelo, se rompió con un ruido seco y esparció alrededor pedazos de loza y líquido hirviendo. Sofocando una maldición entre dientes, abrió el grifo y puso la mano escaldada bajo el agua corriente.

Luego se volvió y la miró, extrayendo de ese pequeño dolor la fuerza necesaria para enfrentar la discusión.

Se sorprendió al oír que alzaba la voz más de lo que habría deseado.

– De una vez por todas, April, ¿qué quieres de mí? Sé que me he portado mal contigo. Sé que me he portado mal con todos los que me rodeaban. Y decir «mal» es un eufemismo. ¿No podrías escupirme en la cara que soy una mierda que merecería morir cien veces, darme dos bofetadas y marcharte dando un portazo?

April no mostró reacción alguna. Se limitó a mirarlo fijamente un instante, sin hablarle. Jim se sorprendió al ver que asomaba una sonrisa en sus labios. Le sorprendió todavía más ver que no era de añoranza, sino solo de una melancólica ternura.

– No, Tres Hombres. No, desdichado niño que no quiere crecer. Esa época ha quedado atrás. Han pasado demasiados años desde aquel estado de ánimo. No sé cuántos puentes hemos pasado tú y yo desde entonces, pero sé cuánta agua ha pasado por debajo. Yo he cambiado, he tenido que hacerlo. En aquella época era una chiquilla, pero ahora sé en qué mujer me he convertido. Lo que no sé es en qué hombre te has convertido tú.

Jim la miró por primera vez con los ojos del hombre que habría deseado ser. Había huido de todo tan deprisa que no había logrado memorizar qué hermosa era, en todos los sentidos. Se había liberado con tal violencia de aquello que consideraba una cárcel, que no había tomado conciencia de que April no era una carcelera, sino que estaba presa en la celda junto a él.

Ella continuó con la misma voz tranquila, que era al mismo tiempo un afilado puñal.

– Te repito lo que quiero de ti: una historia. Quiero que me cuentes qué está ocurriendo en esta ciudad, qué es lo que la policía esconde con tanto esfuerzo. Quiero que me digas qué has visto. Por una vez, quiero de ti la verdad. Me la debes.

– ¿Me estás chantajeando?

April hizo un gesto elocuente con los hombros.

– ¿Por qué no? ¿Crees merecer algo mejor?

Jim cambió de tema abruptamente. Ya no podía defenderse, por lo que buscó refugio en el ataque.

Seco, imprevisto, afilado.

– ¿De quién es hijo Seymour?

Ella se quedó un instante petrificada. Luego, sin responder, salió de la cocina. Jim la siguió y le bloqueó el paso en medio de la sala. Le puso una mano sobre el hombro y la obligó a volverse. April lo rechazó con un gesto brusco, pero permaneció firme frente a él sin amenazar con marcharse. Tenía los ojos húmedos de lágrimas y una expresión de odiarse por ello.

No le dio tregua.

– ¿De quién es hijo Seymour?

– ¡Mío! -le gritó April en la cara.

Jim se acercó tanto que sintió el perfume de su aliento. Había iniciado la caza de la sinceridad y ahora no podía volver atrás sin haberla alcanzado, aun a riesgo de que lo matara. La cogió por los brazos y la sacudió.

– Ahora dime tú la verdad. ¿De quién es hijo Seymour?

Las lágrimas caían por las mejillas de April, arrastrando años de soledad, de días de lucha sin tener a nadie a quien mostrar las heridas, de noches transcurridas intentando divisar un futuro entre la niebla del presente.

– ¿De veras quieres saber de quién es hijo Seymour?

Se soltó de nuevo y lo miró con ojos de desafío, ojos azules tras el velo salado de las lágrimas. Los mismos que había regalado a su hijo.

– ¡Es mío! ¡Es mío! ¡Es mío!

De pronto se desmoronó. Se le aflojaron los hombros y la voz se tornó un soplo. Se acercó un paso y apoyó la frente sobre el pecho de él, procurando un refugio que le había sido negado durante años.

– Es mío…

Dijo estas últimas palabras ahogadas contra la tela de la camisa. Jim la rodeó con los brazos y la estrechó contra sí, notó el calor dé ese cuerpo fundido con el suyo.

Jim sintió que algo se le disolvía por dentro. No sabía qué, porque nunca lo había experimentado. Todas las preguntas encontraron en un segundo una respuesta. No segura, pero posible. Quizá, para obtener esa libertad que había perseguido al marcharse, debería haberse quedado. Y tal vez había respirado menos cada vez que había aumentado el espacio que lo rodeaba.

Permaneció atrapado en ese lugar de tiempo y añoranzas, mientras el perfume del pelo de April le devolvía recuerdos y su firme cuerpo de mujer le recordaba que era un hombre.

Cuando la apartó de sí y la besó saboreando sus lágrimas, Jim Mackenzie experimentó por primera vez en su vida la sensación de haber llegado a casa.

22

Todavía hoy lo ahogaba ese recuerdo.

Habían pasado tantos años, se había derramado tanta sangre… Sangre salida de las venas y sangre salida de las palabras, de las que matan a las personas de forma mucho más dolorosa que las armas. Todo lo que parecía haberse hecho añicos se recomponía poco a poco, por la magia y el capricho del azar. Con nuevas formas y nuevos colores, para recordar que nada puede ser igual. Ese encuentro para el que no estaba preparado, ni en ese lugar ni en ese momento, le había dejado una sensación de vacío difícil de explicar, cuando en cambio un deseo de revancha habría resultado mucho más comprensible. En el instante en que se encontraron de frente y se miraron a los ojos todo pareció tan lejano, tan inútil, tan carente de sentido… Ningún motivo para ganar, porque no había ningún motivo para combatir. La única emoción fue la nostalgia. No por lo que había sido, sino solo por lo que podía ser.

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