Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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– ¿Y bien…?

– No sé qué decir, Bob. Esto es increíble.

– ¿Te refieres al perro?

– Sí. La misma reacción que el otro día, en el aparcamiento. Saltó a la parte trasera de la camioneta, poseído por un auténtico terror. Después se puso a aullar, y te aseguro que era un lamento como para helarte la sangre en las venas. Poco después empezó a gritar la chica. Lo demás ya lo sabes.

– ¿Qué crees tú?

– ¿Yo? ¿Qué quieres que piense? Me parece todo de lo más absurdo. ¿La chica murió de la misma forma que los otros dos?

– Idéntica. Todos los huesos hechos añicos, como si la hubieran puesto bajo una prensa.

– Desde que la oí gritar hasta que llegué donde estaba, debieron de transcurrir a lo sumo treinta segundos. ¿Qué puede haber reducido así a una persona y desaparecer en la nada en tan poco tiempo?

– No lo sé. Y encima esa maldita tormenta ha borrado cualquier huella que hubiera.

Robert traicionó cierta vacilación. Jim tuvo la impresión de que su amigo le escondía algo, pero no consideró conveniente insistir. Lo único que deseaba era salir de allí, respirar aire fresco, alejarse mil kilómetros de aquella ciudad y olvidar todo lo sucedido en los últimos días.

Pero con el terror de que de un momento a otro Silent Joe se echara a aullar de nuevo.

Cuando llegaron al final del pasillo se encontraron ante una puerta de metal. Una luz verdosa caía atenuada de unas pequeñas ventanas situadas en lo alto. Hacía calor y olía a cemento húmedo.

Robert se detuvo ante la puerta. El policía era él, así que Jim se adaptó a su papel.

– Dime qué debo hacer.

– ¿Y cómo podría decirte qué hacer, si soy yo quien necesita que alguien me lo diga?

Robert abrió la puerta. Fuera, el temporal había dejado charcos que reflejaban un cielo azul, recién lavado, listo para el ocaso. Jim no se había dado cuenta de cuánto rato había transcurrido desde su entrada en el edificio.

– Ve a tu casa, emborráchate y duerme unas horas. Es lo que haría yo, si pudiera.

– Hasta luego, Robert. Buenas noches. Te lo deseo de veras.

El detective hizo apenas un movimiento con la cabeza para dar a entender que le había entendido.

– Vigila a tu perro.

Dijo por segunda vez estas palabras que, a la luz de los hechos, sonaban más a amenaza que a consejo. Después desapareció tras el leve chirrido de la puerta.

Jim volvió a hallarse solo en el aparcamiento reservado a los coches del personal y a los vehículos de servicio. En una de las últimas filas asomaba el techo de su camioneta.

Se dirigió hacia allí al tiempo que buscaba las llaves en el bolsillo.

Cuando vio que su presencia en la Central se prolongaría mucho, pidió a un agente de la Unidad Canina que llevara a Silent Joe a la cabaña de Beal Road. Jim no tenía ni idea del estado en que lo encontraría. En general, sus ataques de pánico no dejaban secuelas. Su comportamiento volvía a ser el de siempre, indolente y adaptable, dócil y autosuficiente. Pero aquel no era un momento de certezas, y menos con un animal tan impredecible.

Cuando llegó a la camioneta tuvo que rodearla para alcanzar el lado del conductor. Pasó sin mirar al lado de la puerta arañada por el pánico de Silent Joe, como si al no fijarse en ese detalle pudiera también evitar pensar en todo lo que sucedía.

Antes de subir sacó el móvil del bolsillo y marcó el número del Ranch.

La voz de barítono de Bill Freihart respondió al segundo timbrazo.

– Cielo Alto Mountain Ranch. ¿En qué puedo servirle?

– Hola, Bill. Soy Jim. Necesito hablar con Charlie. ¿Por casualidad anda por ahí?

– Tienes suerte. Ha salido hace un segundo. Todavía debe de estar aquí fuera.

Jim aguardó, oyó cómo se acercaba el ruido de pasos de botas sobre el suelo de madera. Poco después surgió en el aparato, seca como siempre, la voz de su viejo bidà’í.

– Sí.

– Charlie, soy Jim. Te necesito para un trabajo. ¿Podrás llegar a la ciudad para el anochecer?

– No hay problema.

– Bien. Entonces nos vemos a eso de las diez en mi casa. Beal Road 29, en la esquina de Fort Valley.

– De acuerdo.

El viejo cortó la comunicación. Había dicho «de acuerdo», y por lo tanto a las diez en punto estaría esperando ante la puerta de su cabaña. Jim cerró el móvil, dudando si hacía bien en involucrar a Charlie en sus planes. Sin embargo, como lo conocía perfectamente, llegó a la conclusión de que el viejo se sentiría muy mal si no le pidiera que lo acompañara.

Subió al Ram, puso en marcha el motor y salió lentamente del aparcamiento. A la misma velocidad recorrió el trayecto hasta su casa.

Se tomó el tiempo que nunca había querido tomarse en la vida. Condujo despacio, mientras repasaba en su mente, una por una, todas las cosas que habían ocurrido en el transcurso de aquellas pocas horas. Aunque no por ello logró arriesgar una hipótesis sobre su vida futura.

Cuando llegó a la cabaña, apoyada en la puerta de su Honda, lo esperaba April Thompson.

Las horas pasadas respondiendo las preguntas de la policía le parecieron de pronto una realidad preferible a esa. Todavía no había digerido el encuentro del día anterior. No estaba preparado para enfrentarse con ella otra vez, ni para sufrir otra noche de insomnio. El nuevo homicidio había marcado una pausa. Era algo terrible por el modo en que había ocurrido, e inquietante por todos los interrogantes que añadía a los ya planteados. Pero se trataba de un hecho del cual él era un simple testigo, solo un hombre que había visto y que podía contar lo que sabía, pero dejando a otros la tarea de entender. Todo el resto era su prisión. Hacia donde se volviera se encontraba ante un muro, y cada muro llevaba escrito un nombre.

Alan, Swan, Cohen Wells, Caleb Kelso, Charles Begay y Richard Tenachee.

April.

Seymour…

Esta vez no era posible volver la cabeza hacia otro lado, no era posible fingir que no había pasado nada. Como la pobre Charyl Stewart, había intentado despistar a los perros, pero toda persona deja tras de sí un rastro imborrable. Cualquiera que sea el fantasma del que se huya, no hay modo de eludirlo: siempre se encontrará esperando justo en el lugar donde uno se consideraba a salvo.

Detuvo la camioneta detrás del Honda y se apeó. Ella se acercó caminando con indolencia, como si le costara dar esos pasos, por la distancia y por el destino al que la llevarían.

– Hola, Jim.

April interpretó la expresión y el silencio de Jim como una reacción de sorpresa por su presencia.

– Soy periodista y soy de Flagstaff. Si quieres, puedes admitir que tengo una pizca de cerebro. ¿De veras creías que no iba a descubrir dónde te metías?

Jim intentó hablar con firmeza sin mostrarse grosero.

– ¿Qué puedo hacer por ti?

– ¿Qué puede querer una periodista? Una historia.

– ¿Qué historia?

– Una verdadera. Quiero que me digas qué está pasando.

A Jim le costó no echarse a reír.

– ¿Quieres qué…? También yo necesitaría que alguien me lo dijera.

April captó la amargura y el cansancio en su voz. Le concedió un instante de silencio. Volvió la cabeza para mirar hacia la entrada de la pequeña cabaña.

– ¿Hay alguna contraindicación a que me invites a pasar?

Jim no consiguió encontrar una excusa plausible. Habría bastado con decirle que estaba cansado, habría bastado con decirle que necesitaba estar solo, habría bastado con…

Habría bastado con decirle la verdad. Que hallarse entre cuatro paredes con ella le daba miedo.

– No, ninguna. Ven, tengo que ver cómo está mi perro.

Recorrieron el breve sendero de acceso, unas losas de cemento entre dos franjas de hierba. Jim abrió la puerta y se hizo a un lado para ceder el paso a April.

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