Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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Los había decepcionado en todo. Por lo menos les debía eso a los dos.

Tan absorto se hallaba en estos pensamientos que pasó la bifurcación, a la izquierda, que llevaba al campamento. Frenó con bastante brusquedad y por el espejo retrovisor vio que la cabeza de Silent Joe asomaba por la luneta. Le llegó a los oídos un molesto chirrido de uñas sobre la superficie de metal. Se detuvo para dar paso a un gran vehículo con remolque que bajaba hacia Flagstaff. Mientras trazaba la curva para coger el camino de tierra, Charyl dejó escapar una sonrisa irónica.

– ¿Conduces los helicópteros de la misma manera?

– Discúlpame. Estaba distraído.

A Charyl no le costó justificar el estado de ánimo de Jim. En cambio, el hocico del perro se asomó por el cristal de atrás, en actitud de reproche mudo pero evidente.

Prosiguieron rumbo a la casa, en silencio. Cada uno iba sumido en sus propios pensamientos, con el ruido dé las ruedas sobre la grava de fondo. Cuando divisaron el gran roble que había dado nombre a la propiedad, Jim vio que en el terreno delantero de la construcción principal había un coche aparcado.

Detuvo el Ram al otro lado, bajo el roble, junto a la red metálica que delimitaba la vieja caseta de Silent Joe. Abrió la puerta y bajó de la camioneta. Al ver esos lugares familiares, el perro empezó a dar algunas muestras de impaciencia. Jim fue a la parte de atrás y bajó la portezuela que le permitiría bajar.

Tras un salto tan desarticulado como su andar habitual, Silent Joe aterrizó y se encaminó directo al que antaño debía de haber sido su árbol preferido.

Mientras el perro se reencontraba con su hábitat, Jim echó una mirada a su alrededor.

La casa estaba como la recordaba, pero la sensación de abandono resultaba todavía más evidente después de la muerte del propietario. El poco tiempo pasado parecía haberlo desteñido todo, como sucede con los recuerdos carentes de importancia. Cada objeto estaba cubierto con un imaginario velo de polvo, que en la percepción de Jim daba un alma dolorida hasta a los objetos inanimados.

Se acercó al coche detenido, una camioneta Volvo de color gris. En el parabrisas había un adhesivo que la identificaba sin lugar a dudas como propiedad del First Flag Savings Bank. Buscó algún rastró del ocupante, pero no había nadie cerca. El único indicio del paso de seres humanos eran las cintas amarillas de la policía que sellaban la vivienda y el laboratorio, por ser la escena de un crimen. Y sobre el camino la huella de una ambulancia que había transportado el cuerpo descoyuntado de un amigo suyo.

Oyó que detrás de él la grava crujía bajo las botas de Charyl. Poco después la tuvo a su lado. Entretanto el sol se había ocultado, atenuando los tonos de verde y reemplazando las sombras con una luz monótona y gris.

– ¿Aquí vivía Caleb?

– Sí. Como ves, el lugar donde se alojaba refleja a la perfección la descripción que nos han dado.

La muchacha dio otros dos pasos inseguros hacia la casa. Quién sabía lo que estaría pensando. Tal vez no tenía ni idea de cuál era la situación económica real de Caleb Kelso y el estado en el que vivía. Y ahora que lo comprobaba en persona, quizá no pudiera siquiera definir lo que experimentaba.

Jim fue al Ram para dejarla sola, porque eso era lo que debía hacer. Charyl Stewart llevaba sobre los hombros una vida llena de promesas y esperanzas perdidas a lo largo del camino. Su sendero personal hacia el infierno no tenía siquiera el privilegio de estar pavimentado de buenas intenciones. Rogó, por ella, que Caleb fuera un recuerdo al que aferrarse y no el enésimo dolor por una oportunidad desvanecida.

Permanecieron así, en silencio e inmóviles. Un hombre medio blanco y medio indígena, una prostituta y un perro. Los tres, en cierto modo, pertenecían a aquel lugar y por el mismo motivo ese sitio les pertenecía. Gracias a la presencia, que aún flotaba en el aire, de un loco chalado que como tal los amaba.

Dispusieron de unos segundos más antes de que, del ángulo izquierdo de la casa, saliera un hombre vestido con un terno gris. Al verlos se quedó perplejo un instante. Luego avanzó hacia ellos, con el paso apresurado de unas piernas demasiado cortas para un torso demasiado largo. Jim lo reconoció. Lo había entrevisto el día de su visita a Cohen Wells, en el banco. Era el empleado que se hallaba en un despacho detrás de la recepción. Cuando Jim preguntó por el presidente, apenas alzó los ojos, perdidos tras unas gruesas gafas de miope, y su mirada le taladró la espalda hasta que alcanzó la escalera.

Jim vio con sorpresa que era casi tan alto como él. De lejos, la desproporción del cuerpo lo hacía parecer mucho más bajo.

– Buenos días, señor. Soy Zachary Van Piese, del First Flag Savings Bank. ¿Puedo preguntarle el motivo de su presencia aquí?

Visto que el juego de Zachary era la oficialidad, Jim decidió mantenerse en el mismo terreno.

– Buenos días también para usted. Yo soy Jim Mackenzie, responsable de la flota aérea del Cielo Alto Mountain Ranch. En esta casa vivía uno de mis mejores amigos. ¿Puedo preguntarle el motivo de la suya?

Se quitó las gafas y miró fijamente a los ojos del hombre, con la máxima dureza de que era capaz. Vio con claridad cómo aparecería cierta incomodidad en el semblante del empleado.

– ¿El señor Mackenzie? Pues claro… Discúlpeme usted, no lo había reconocido.

Los hombros del señor Van Piese se relajaron. El matiz agudo de su voz se perdió en algún lugar de la garganta y volvió a hablar como un ser humano común.

– Soy el perito inmobiliario del First, y he venido a tasar la propiedad. El señor Kelso tenía una hipoteca con nosotros y el banco es, por lo tanto, un acreedor privilegiado. Después de su deceso, en ausencia de herederos, no hay duda de que este lugar se revenderá. Dado el monto de la deuda, se puede decir que este terreno es ya propiedad del banco.

«De Cohen Wells, querrás decir. Su poder en la ciudad se vuelve cada día mayor.»

– Es por eso que me ha preocupado ver que llegaban ustedes.

El primer impulso de Jim habría sido el de coger por la chaqueta a aquel usurero por cuenta ajena y enviarlo a patadas en el culo por toda la ruta 66 hasta Oatman. En cambio, se le acercó y bajó apenas la voz, en tono confidencial. Rogó por los dos que no tuviera mal aliento.

– Señor Van Piese, la joven que me acompaña es la prometida de Caleb Kelso. Por diversos motivos se encontraba lejos el día en que murió y no ha podido asistir a las exequias. Me ha pedido el favor personal de acompañarla aquí, donde vivía su novio. Creo que desearía quedarse unos instantes a solas.

El semblante de Van Piese se distendió en señal de comprensión. Llevaba impreso el falso pesar de algunos empresarios de pompas fúnebres.

– Comprendo. Pues claro, no hay ningún problema. De todos modos ya había terminado mis pesquisas para la peritación.

Cuando alzaron la mirada, Charyl ya no se encontraba a la vista. Probablemente había doblado la esquina de la casa y en aquel momento estaba mirando la montaña de la parte posterior o subiendo hacia el laboratorio.

«La caja fuerte de la familia.»

Jim volvió a pensar en el escondite disimulado bajo la trampilla y su contenido. Por desgracia, aquel sitio, lo mismo que el resto de la casa, todavía se hallaba clausurado. Entrar era ilegal. Violar los sellos de la policía podía acarrear consecuencias poco agradables. No sabía aún qué iba a hacer, pero desde luego no permitiría que las cosas de su abuelo pasaran a ser propiedad de ningún banco.

En aquel momento sucedió.

Precedido por un largo gemido, Silent Joe corrió hacia el Ram, se irguió sobre las patas traseras y apoyó las delanteras en la puerta cerrada. Empezó a arañar el metal, frenético, como si quisiera cavar un agujero para entrar en la camioneta. Mientras se acercaba a él corriendo, Jim oía el ruido de las uñas sobre la chapa y veía dibujarse los surcos en la pintura de la carrocería.

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