Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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– Adelante.

La puerta se abrió y Jim se halló frente a un escritorio muy ordenado y frente a un hombre que necesitaba el orden como el aire que respiraba.

Robert le señaló la silla situada frente a él.

– Pasa, Jim. Siéntate.

– Es increíble cuántas sillas hay en una central de policía.

Robert esbozó una sonrisa y despidió al agente.

– Puedes retirarte, Cole. Apenas estén listos los informes, házmelos llegar de inmediato.

– Muy bien, detective.

El joven salió y cerró silencioso la puerta tras de sí. Quedó el malestar que Jim ya había sentido la noche en que habló con su amigo en la casa de Caleb. Ese malestar que solo pueden causar las cosas desconocidas.

– ¿Qué ocurre?

Robert lo miró como sin verlo.

– Hay un problema, Jim. Un verdadero y grandísimo problema…

Se recobró y volvió a la cuestión que los ocupaba. O al menos se impuso hacerlo.

– Pero vayamos a lo nuestro. Hablemos de aquella noche en la casa de Caleb. ¿Lo has pensado? ¿Hay algo más que puedas añadir a lo que ha me has contado?

– No. Nada de nada. Todo lo que recuerdo ya te lo he dicho.

El detective cogió del escritorio una libreta de apuntes. Jim no recordaba, cuando habló con él aquella noche, haberlo visto apuntar nada. Tal vez lo había hecho luego, obedeciendo a un esquema de trabajo.

– Me has dicho que el perro estaba aterrorizado cuando encontraste el cuerpo de Caleb.

– Sí. Completamente aterrorizado. Es extraño…

Jim se interrumpió de golpe, y el detective lo apremió.

– ¿Qué es lo extraño?

– Nada. No tiene ninguna importancia.

– Deja que decida yo si tiene importancia o no.

Jim pronunció las palabras con una expresión incrédula, como si lo que iba a decir fuera algo totalmente ridículo.

– Ha sucedido hace un par de horas, en el aparcamiento. De repente el perro volvió a mostrarse aterrorizado, exactamente de la misma forma. Empezó a temblar como una hoja y saltó al coche como un rayo. Mientras te esperaba he salido un par de veces a comprobar cómo estaba. Se ha calmado, pero no hay manera de hacerlo bajar.

El detective Robert Beaudysin miraba a Jim y guardaba silencio. Daba la impresión de sopesar las palabras que acababa de oír, sin saber exactamente cómo interpretarlas ni dónde ubicarlas. Había una tensión extraña en el aire, impropia de los seres humanos. Jim la percibió y trató de vencerla.

Restó importancia al asunto con un movimiento de hombros y sonrió.

– Lo más probable es que ese animal necesite el psiquiatra que tú aconsejaste para mí.

Robert no respondió a la ocurrencia, sino que prolongó un poco más el silencio. Cuando habló, pareció que era porque había tomado ya una decisión.

– Jim, no sé por qué te estoy diciendo esto. Tal vez porque te conozco, tal vez porque eres un tío reservado y lo que sabes nunca se ha filtrado a los periódicos.

Hizo una pausa que conllevaba una pizca de realismo autocompasivo.

– O tal vez solo sea porque en este momento eres mi única alternativa. La única y pequeña cosa con que cuento, por muy increíble que pueda parecer.

Se levantó del escritorio y fue a coger un vaso de agua de la máquina que había en un rincón. Habló por encima del murmullo de las burbujas, mientras se hallaba de espaldas, como si no mirar a la cara a su interlocutor sirviera de algún modo para eludir la responsabilidad de su confesión.

A los dos.

– Hay otro muerto igual.

Jim se movió incómodo en la silla.

– ¿Qué significa «hay otro muerto igual»?

– Exactamente lo que he dicho. Hemos encontrado a otra persona asesinada de manera idéntica que Caleb.

Jim guardó silencio. No se sentía del todo seguro de querer oír el resto.

– Y esta vez el hecho es todavía más complejo. Caleb estaba en su casa, en un laboratorio cerrado por dentro, sin ninguna señal de violencia. Un bonito problema, me dirás. Y es cierto. Sin embargo, existe siempre la sospecha, por muy vaga que sea, de una posibilidad que no se haya considerado, algo tan sutil que escape a muchos análisis, aunque no a todos. Como sucede a menudo.

Hizo una pausa para beber un sorbo de agua del vaso de plástico.

– Este nuevo caso es peor. ¿Conoces a Jed Cross?

– ¿Quién? ¿El primo de Caleb? ¿Esa inmundicia?

– El mismo. Estaba en la cárcel. Arrestado por sospechoso del homicidio y la violación de un niño navajo. En realidad las sospechas eran una certeza que ni siquiera el abogado del diablo habría logrado demoler. El muerto es él.

Esperó un segundo para que Jim pudiera asimilar los desconcertantes datos.

– Fue asesinado en el patio de la cárcel, durante la hora del recreo. Estaba solo, con un agente que lo vigilaba desde lo alto del muro. Nadie llorará por él, salvo la persona encargada de descubrir quién lo dejó seco…

Hizo una mueca para indicar que esa persona era la misma que el detective Robert Beaudysin veía cada vez que se miraba al espejo.

– Pero lo más extraño es lo absurdo de la situación. Un hombre solo, bajo vigilancia en el patio de una cárcel, uno de los lugares más seguros del mundo.

– Y ¿qué ha pasado?

– Opacidad total. Oyeron unos gritos y un disparo, y cuando llegaron, vieron a Jed Cross tendido en el suelo, con un disparo de escopeta en pleno pecho. Pero no fue el balazo lo que lo mató. Tenía destrozados todos los huesos. Exactamente como Caleb.

Jim alzó las cejas.

– ¿Qué dijo el agente?

– No estaba en condiciones de decir nada. Se cayó del muro y se rompió una pierna, y se encuentra en estado de choque. Parece que algo lo aterró tanto que no hace más que desvariar. Por ahora le han dado sedantes. Ya veremos cuando decidan despertarlo. Pero por lo que me ha contado el guardia que lo socorrió primero, no alimento muchas esperanzas en ese sentido.

Robert volvió a sentarse al escritorio, como si hubiera agotado al mismo tiempo los argumentos y la fuerza de sus piernas para sostenerlo.

Jim lo miró, sin entender qué esperaba de él el detective.

– ¿Y qué tengo que ver yo en todo esto?

– Tú, nada. El que tiene que ver es tu perro.

– ¿Silent Joe? ¿Quieres decir que mi perro ha matado a esas dos personas? ¿Acaso te has vuelto loco?

Jim lo miró como si, al cabo de tantas dudas, en definitiva fuera Robert quien en realidad necesitaba un psiquiatra.

– No te digo que él los haya matado. Solo me limito a interpretar lo que tú acabas de confirmarme. Cuando hallaste a Caleb, Silent Joe estaba presente y algo lo había aterrorizado a muerte. Ahora, al ocurrir este otro homicidio, le ha sucedido de nuevo…

Se inclinó hacia él por encima del borde del escritorio, como si quisiera dar mayor peso a sus palabras. O para transmitir a su viejo amigo parte de la gravedad de lo que decía.

– Jed Cross fue asesinado en el mismo momento en que Silent Joe, en el aparcamiento, se quedó aterrorizado. Minuto más, minuto menos. Y ocurrió a poco más de cien metros de donde te encontrabas tú con tu perro.

Jim reflexionó. Sabía muy bien que un hombre que está a punto de ahogarse se aferra por instinto a cualquier cosa, con tal de sobrevivir. Pero las conclusiones a las que había llegado Robert eran como mínimo pintorescas. No pudo evitar devolverle una expresión perpleja.

– ¿Me estás pidiendo que recorra el pueblo con el perro, y en cuanto vea que se aterra te llame?

El detective Beaudysin alzó un poco la voz. Parecía exasperado por la situación en que se encontraba y enfadado por lo que la desesperación le había llevado a decir.

¿Con quién estaba enfadado? Jim prefería no saberlo.

– Ni siquiera yo sé qué te estoy pidiendo. Sé muy bien que he dicho en tu presencia cosas que ante otros no confesaría ni bajo tortura. Pero este es el único elemento que tienen en común los dos homicidios, aparte del parentesco entre Caleb y Jed.

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