Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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– Ya. Sé perfectamente quién era.

Joder, con la cara tan deformada y la conmoción del momento no lo había reconocido. Era un mal sujeto, arrestado por estupro y homicidio de un menor. Un asunto del que hablaban todos, en aquel lugar. Un psicópata maníaco que se había ensuciado con uno de los delitos más abyectos que puede ser capaz de cometer un ser humano. No podía sentir piedad por aquel individuo despreciable. Por un motivo que no lograba explicarse, sabía que la causa de la muerte no era el disparo de escopeta que le había destrozado el pecho. No obstante, lo que lo había matado, fuera lo que fuese, parecía dotado de un letal sentido de justicia.

– ¿Hay alguna huella, alguna señal, algo que pueda ayudarnos a comprender qué fue lo que ocurrió en realidad?

– Lo único extraño es eso.

El agente, que con toda seguridad en aquel momento soñaba con la jubilación como con la Tierra Prometida, señaló con la mano a su izquierda.

El detective volvió la cabeza en esa dirección, pero en un primer instante no consiguió identificar aquello a lo que se refería el agente. Cuando por fin pudo verlo, le costó creerlo.

En la tierra había huellas de pies que partían del lado opuesto del patio en dirección al muro. Robert Beaudysin se acercó y se agachó para observarlas. Parecía que no hubiera pasado el tiempo. Generaciones de hombres rojos lo observaban. Como tantas veces antes de él, un hombre con sangre indígena en las venas se agachaba sobre la tierra para observar unas huellas.

«Solo puedo decirte que el perro estaba aterrorizado.»

Volvieron a su mente las palabras de Jim Mackenzie, mientras sentía que los pelos de los brazos y la nuca se le erizaban electrizados. Se encontraba allí, bajo el sol de la tarde, en plena civilización, y sin embargo no conseguía eludir una sensación de frío que llegaba directamente del oscuro arcano que desde siempre asustaba a todos los seres humanos.

Lo que tenía delante eran las huellas de las pisadas de un hombre adulto, descalzo. Huellas claras, precisas, de contornos bien definidos. Solo que en lugar de ser cóncavas y estar hundidas en la tierra, sobresalían. En la óptica invertida del contrasentido, destacaban absurdamente en relieve, hacia arriba, como si alguien hubiera caminado por aquel patio de tierra apisonada desde la parte sepulta del mundo.

19

Jim esperó más de una hora y media antes de poder ver a Robert aquella mañana.

Después de que se marcharan April y Seymour, entró en la comisaría de policía y se dirigió a la muchacha de paisano sentada en la recepción. Le ofreció gafas, no ojos. Recibió a cambio una cortés pero distraída eficacia, lo máximo que Jim podía agradecer en aquel momento. Tras una rápida consulta telefónica, la muchacha le indicó que tomara asiento y aguardara en la sala de espera. Enseguida iría alguien a atenderlo.

Permaneció solo todo el rato, sentado en una silla de plástico. Aquella espera encerraba en cierto sentido algo de milagroso, por ser justo lo que necesitaba su estupor. Una pausa tan ansiada como agua en el desierto, para detenerse un instante a rehacer cuentas que se obstinaban en arrojar resultados erróneos.

En pocas horas, su vida se había trastornado. Experimentaba la sensación sofocante de gesticular bajo el agua, en la más profunda oscuridad, sin el consuelo de poder seguir las burbujas para emerger a la superficie. El regreso a su pueblo natal había desintegrado todo lo que durante años había considerado certezas. Hay enfrentamientos que la vida no promete evitar, sino, a lo sumo, postergar. Así, las personas que habían formado parte de su vida pasada llegaban ahora una a una a reclamar su lugar en el presente.

El encuentro con April lo había perturbado y, cuando menos se lo esperaba, lo enfrentaba a la figura desconocida de la inquietud. El encuentro con Alan lo había hecho sentirse un cobarde sin perdón. El encuentro con Swan le había confirmado que todos estaban solos en sus disfraces y en sus noches insomnes.

Pero el encuentro con Seymour le había dejado una angustia que parecía la suma de todas las malas sensaciones que jamás había experimentado en su vida.

Lo embargó la certeza de haber atravesado su existencia a tientas, sin comprender nada de lo que sucedía en torno a él, tan seguro de su interpretación como para excluir de la manera más absoluta que podía haber otras, no solo más probables sino más posibles.

Jim Mackenzie había estudiado, había viajado, pilotaba helicópteros.

¿Tirar de una palanca y subir a lo alto era en verdad una pasión, o solo un modo más actual de huir?

Si temía la respuesta, la pregunta le causaba verdadero terror.

Tan inmerso se hallaba en sus pensamientos que casi no se dio cuenta de la agitación que de repente conmocionó la tranquilidad de la comisaría. Con un trasfondo de agentes alterados, la figura de Robert Beaudysin surgió en el umbral. Tenía una arruga de enfado en la frente, y la cara de alguien que acaba de ver algo que ningún ser humano debería ver jamás.

Jim se dispuso a levantarse de la silla, pero el detective lo atajó con un ademán.

– Discúlpame, Jim. Tenemos problemas. Espérame aquí, por favor. Apenas esté libre te atenderé.

Jim no tuvo tiempo siquiera para completar el gesto de aceptación antes de que Robert desapareciera. Se preguntó qué piedra habría caído en el agua de ese estanque capaz de provocar semejante revolución.

Volvió a apoyarse en el respaldo de la silla de plástico, preparándose para una larga espera. Una media hora después, un agente uniformado entró en la sala acompañado por una guapa muchacha rubia.

– Por favor, señorita Stewart, si desea aguardar aquí… El detective le pide disculpas, pero ha surgido una emergencia. La atenderá lo antes posible.

La muchacha rubia se sentó en una de las sillas de su izquierda y dejó el bolso en la de al lado. Cruzó las piernas, con una expresión en la cara de resignada espera, como todos los que se hallaban, antes o después, en aquella habitación. Jim la miró distraído y recibió a cambia la misma mirada vaga. Era una mujer que en otros tiempos le hubiera llamado la atención, así como él habría hecho cualquier cosa por atraer la suya. Pero ahora ya no había manos que perder ni puntos que ganar. Todo había cambiado de forma tan rápida, inesperada, que los juegos de antaño revelaban lo que en efecto eran: inútiles y frustrantes tentativas de prolongar la adolescencia.

Volvió a su mente la cara de Seymour.

Los rasgos y los ojos eran sin la menor duda los de April.

Pero ese color de piel y ese pelo, tan lustroso y negro…

Cuando le preguntó la edad del hijo, ella eludió tanto la pregunta como la mirada.

Permaneció aún largo rato sentado en la silla, en compañía de la muchacha rubia, sus nublados pensamientos y sus preguntas sin respuesta. De vez en cuando se levantaba y salía solo para ir a ver que Silent Joe, en la camioneta, no tuviera problemas. Pese a sus invitaciones, cada vez que le abría la puerta el perro se negaba a bajar del Ram.

Al volver a entrar tras una de esas misiones humanitarias vio que lo aguardaba en el umbral de la puerta de cristal de entrada un joven que vestía el uniforme oscuro de la policía de Flagstaff.

– ¿El señor Jim Mackenzie?

– El mismo.

– Soy el agente Cole. Si desea usted acompañarme, lo llevaré con el detective.

Jim siguió al chaval por varios pasillos, camino del ascensor. Se cruzó con hombres con esposas sujetas a la cintura y vio unos rayos de sol entre las persianas, hasta que se encontró ante los vidrios esmerilados de la puerta de un despacho. Del otro lado llegaba una fresca sensación de penumbra. Se quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo de la camisa. El agente hizo ademán de abrir el picaporte, pero luego lo pensó mejor y golpeó un par de veces con los nudillos en el marco de madera.

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