Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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– No entiendo qué quiere usted decir.

Jed Cross se levantó de la silla.

– No entenderías para qué te sirve la polla ni aunque te lo explicara una estrella porno. Sácame de esta jaula o de lo contrario dentro de pocos días habrá más gente haciéndote compañía aquí dentro.

Una pausa.

– Y date una ducha, cerdo grasiento.

Jed Cross, aprisionado por sus esposas y su locura, se dio media vuelta y se dirigió a la salida.

Mientras lo veía desaparecer al otro lado de la puerta, seguido por el guardia, el único pensamiento que ocupaba la mente de Thomas Rittenhour, abogado de Phoenix, era la esperanza de que durante el período de detención ese psicópata cometiera una enorme capullada y que un policía destinado a convertirse en santo le metiera un proyectil en esa cabeza corrompida que llevaba sobre los hombros.

Y cuando oyera comentar el caso, sabía bien qué diría:

«Que en paz descanse su alma. ¿Me das un cigarrillo?»

17

Jed Cross entró parpadeando al patio bañado por el sol.

Miró un momento alrededor, y luego cogió un último cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo encendió. No parecía preocupado. Sabía que su amenaza al abogado antes de salir del locutorio inquietaría en grado sumo a alguien de muy arriba, allá en la ciudad. Pronto llegarían la buena comida y todas las atenciones que podía desear un prisionero.

Jed se hallaba al corriente de cómo marchaban las cosas, pero era necesario que también ellos lo tuvieran presente. Y si tenían alguna duda, él estaba siempre allí, listo para refrescarles la memoria.

«Personas que no desean darse a conocer…»

Jed sabía de quiénes se trataba, gente que le provocaba ganas de vomitar. Sujetos que circulaban entre los comunes mortales con la nariz levantada como si todo les oliera mal, como si el mundo no estuviera a su altura. Que trataban a todos como a seres inferiores solo porque no conducían un Porsche o un Jaguar, no vivían en ricas mansiones y no enviaban a sus hijos a colegios de renombre.

Luego, cuando se presentaba la necesidad, la gente como él se volvía conveniente, incluso valiosa. Cuando no indispensable para resolver esos pequeños problemas que surgían a menudo en el curso de los negocios. El modo en que se resolvieran no parecía importar demasiado, siempre que se consiguiera un resultado positivo.

Nadie quería participar, nadie quería ver, nadie quería ni tan siquiera saber.

El mal olor bajo sus narices les impedía meterse en los aspectos más arriesgados de los negocios, los menos oficiales, los que se llevaban a cabo en la oscuridad y con medios no solo desleales sino directamente ilegales.

Jed conocía su papel, sabía cuál era la música que sonaba, y estaba dispuesto a bailar. Aceptaba sin pestañear la altanería con que lo trataban pese a los dólares que les reportaba. Pero cuando se hallaba en dificultades exigía el consuelo de no estar solo en la pista, aunque en aquel momento fuera él quien se encontraba bajo los reflectores. Quería dinero y aplausos y nada le importaba no compartirlos.

Como ahora.

Tiró el cigarrillo y lo aplastó con la suela de los botines.

Mientras avanzaba por la tierra apisonada del patio le volvió a la mente lo que había dicho Rittenhour acerca de su primo Caleb.

Casi se echó a reír.

Conque ese desgraciado al fin había estirado la pata… No le importaba mucho, en el fondo. Ya desde niños, Caleb había sido siempre un apocado, y él, cada vez que se presentaba la ocasión, lo sometía a su voluntad, con un pretexto u otro. En una ocasión, en secundaria, lo sorprendió en el parque que rodeaba el Lowell Observatory, besando a Laura Lee Merrin, una muchacha del colegio a la cual él había cortejado y que en más de una ocasión había demostrado preferir al primo.

Lo cogió de un brazo y le pegó entre los gritos de aquella putita hasta que se quedó inmóvil en el suelo, con la cara sucia de la sangre que le salía de la nariz. Después, al crecer, ya no se frecuentaban tanto. Jed detestaba la dedicación de Caleb a los estudios y toda esa obsesión suya por las asignaturas científicas, la física en primer lugar. Por otro lado, tampoco las familias se llevaban bien. Su padre, y en particular su madre, no conseguían soportar a ese estúpido de Jonathan Kelso que había llegado de fuera y había comprado The Oak para montar allí un campamento. Al final, sin ningún entusiasmo por parte de los parientes, se casó con Mary, sobrina de ellos.

Caleb no era más que un pobre soñador que alimentaba proyectos audaces, superiores a sus fuerzas, tanto en el trabajo como en el amor.

Jed se enteró de que el imbécil se había enamorado de una tal Charyl que trabajaba de puta en Scottsdale, y esto le resultó más ridículo aún que la obsesión por sus investigaciones con los rayos. Se imaginaba a Caleb de rodillas, ofreciendo un anillo a una muchacha desnuda a gatas sobre una cama, mientras un cliente con la cara congestionada la montaba por detrás.

Jed y sus amigos se rieron hasta las lágrimas cuando les contó esta ocurrencia.

Después, una vez que fue a Phoenix, se acordó del asunto de su primo y la furcia y logró, buscando en internet, localizar a la muchacha. Cuando la vio se quedó impresionado. En verdad era muy guapa, y pensó que en el fondo a Caleb no debía de irle tan mal, si podía permitirse una joven así. Arregló una cita con ella y se la folló sin decirle nada, gozando del polvo y del malvado placer del incógnito. Superpuso como en un fundido cinematográfico la cara de ella con la de Caleb Kelso, muerto y rígido en algún lugar de la ciudad de Flagstaff, quizá fulminado por su propio sueño.

Y él, fuera poco o mucho lo que Caleb había dejado, era el único heredero.

Meneó la cabeza, gesto que, en lo que a él concernía, era el único servicio fúnebre que podía dedicar al primo, junto con un «pobre gilipollas» a modo de sermón.

Avanzó por el patio soleado. Del otro lado, el muro de seguridad proyectaba una sombra tranquilizadora.

Por encima de él había un agente de pie en la torre que delimitaba el patio del lado izquierdo. A causa del contraluz no alcanzaba a verle la cara, pero contra el cielo azul se dibujaba su silueta armada con una escopeta recortada. Se dirigió hacia la parte opuesta de la explanada, donde el espacio estaba protegido del sol. Llegó hasta donde se proyectaba sobre el terreno la sombra del guardián y su ridícula escopeta. Con una sonrisa, apoyó adrede un pie en la parte que correspondía a la cabeza, pensando qué placer sentiría si pudiera hacérselo realmente a él.

Alcanzó el muro y se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en el cemento desnudo, para disfrutar de la sensación de frescura a través del tejido liviano de la camisa.

Se puso a reflexionar.

Toda aquella historia no tenía sentido.

No mucho, al menos.

Después de lo ocurrido en la mina de carbón, borró las huellas y limpió con esmero el interior de la camioneta. A continuación quemó las prendas que llevaba en aquel momento. Antes de enterrarlo, lavó con gasolina el cuerpo del chaval para hacer desaparecer todo rastro de residuos fisiológicos, aun sabiendo que, pese a la excitación, se había asegurado de no dejar ninguno.

No habría complicaciones de huellas digitales, ADN y todas esas otras mierdas de C.S.I. de la policía científica.

En cuanto al material encontrado en su ordenador, no había problema. Eran apenas unas pocas fotos, que á lo sumo podrían dejarlo mal en el juicio pero que no constituían en sí mismas una prueba determinante.

Quedaba solo el testimonio de ese viejo que decía haberlo visto, pero a Rittenhour, o a quien fuese, no le costaría hacerlo callar. Al volver a pensar en la figura hinchada y sudada del hombre sentado en el locutorio, Jed hizo un gesto de fastidio. Ese tío no parecía ni siquiera capaz de sacar su polla de los pantalones, y mucho menos de librar a un hombre de la cárcel. Pues bien, si esa caricatura de abogado no actuaba como era debido, sus influyentes amigos deberían moverse y abrir sus carteras lo que hiciera falta para pagar a todos los malditos cerebros del sudoeste, con sus togas, sus argumentos capciosos y su palabrería.

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