Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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– Calma, jovencito. No querrás que el prisionero se haga daño y su abogado presente cargos contra la policía. Aunque admito que un poco de dinero no me vendría mal en estos momentos.

El guardia no respondió. Dio otro empujón al prisionero, esta vez sin gran convicción.

Jed volvió a mirar al frente y sonrió de nuevo.

Prosiguieron junto a una larga sucesión de puertas cerradas hasta que, donde finalizaba el pasillo, llegaron a una de metal pintada de verde. Por una pequeña abertura de la parte superior se entreveía, deformada por el cristal, la sala que había al otro lado.

– Entra.

Jed empujó el batiente y pasó a una amplia estancia, iluminada por la luz que entraba por ventanas protegidas con barrotes que se abrían sobre el lado izquierdo. Los únicos muebles eran unas mesas de metal con tapa de metacrilato verde agua y unas pocas sillas del mismo material.

A una de las mesas se hallaba sentado un hombre. Jed se sorprendió. Esperaba encontrarse con el viejo Theodore Felder, pero en cambio vio una cara totalmente desconocida. Llevaba en la cabeza un sombrero claro con una cinta marrón y vestía un arrugado terno de lino castaño claro, bastante liviano para la estación. Debajo, una camisa a rayas, de cuello gastado, y una corbata floja. La chaqueta abierta permitía ver un par de tirantes de un rojo oscuro. El individuo, bastante grueso, estaba sudado; un ridículo par de gafas de metal daban a sus ojos el aspecto de unos calcetines vistos por la portezuela de una lavadora. El conjunto transmitía a Jed Cross una sensación de suciedad que le costaba soportar. Él era un maniático de la limpieza, que en verano se daba hasta tres o cuatro duchas al día. La gente grasienta y mugrienta como ese tío le daba literalmente asco, por muy profesional que fuera.

Se acercó a la mesa, al tiempo que el agente que lo había acompañado se detenía junto a la puerta para asegurar la privacidad del abogado con su cliente.

– Y tú ¿quién coño eres?

El hombre de los ojos como calcetines no se puso de pie ni le tendió la mano.

– Buenos días, señor Cross. Me llamo Thomas Rittenhour y soy abogado.

El prisionero lo miró un instante con expresión sarcástica. Después tendió hacia el letrado las manos sujetas por las esposas.

– ¿Buenos días, ha dicho? ¿Lo son para usted?

El abogado Rittenhour hizo como que no había oído.

– Siéntese, por favor.

Como podía, con las manos impedidas, colocó una silla frente a la mesa y se sentó.

– ¿Qué le ha pasado al viejo Theo?

– Por el momento el señor Felder está ocupado y no puede ocuparse del caso.

Rittenhour no añadió que, cuando se enteró de los cargos, y aunque estaba acostumbrado a tratar con gente de la peor calaña, Felder, horrorizado, se había negado terminantemente a aceptar el caso.

Y por cierto que tampoco él, de no haberse excedido últimamente con las apuestas…

– Unas personas me han solicitado que me encargara de su defensa. Personas que, como es lógico, no desean darse a conocer. Comprende usted lo que quiero decir, ¿verdad?

– No me importa una mierda quiénes sean. Lo único que quiero es salir de aquí lo más deprisa posible.

– Lo intentaremos. Pero antes debo darle una mala noticia.

– Suéltela.

– Ha muerto su primo Caleb.

– Que su alma descanse en paz. Por fin ese gilipollas ha dejado de perseguir sueños y tormentas. ¿Me da un cigarrillo?

Thomas Rittenhour, abogado de Phoenix, no era un novato y tampoco un santo, pero no pudo evitar asombrarse.

«Que su alma descanse en paz. ¿Me da un cigarrillo?»

Esa sucesión de frases permanecería mucho tiempo en su cabeza, pues eran los términos perfectos con que la sordidez compone sus guiones.

Sacó del bolsillo una cajetilla de Marlboro y la dejó sobre la mesa. Esperó a que su cliente cogiera un cigarrillo y luego se lo encendió con el Zippo. Mientras Jed Cross se inclinaba hacia la llama, Thomas Rittenhour, aunque sin motivo alguno, tuvo la certeza de que ese tipo estaba loco.

Trató de no pensar en ello y decidió de mala gana cumplir con el trabajo por el que le pagaban.

– Bien, pues, hablemos del caso.

– Ya era hora.

– Señor Cross, está usted acusado de estupro y homicidio contra…

Abrió una carpeta que tenía delante, sobre la mesa, y revisó un documento que contenía las acusaciones.

– …Johnson Nez, un niño navajo de once años. Encontraron el cuerpo enterrado en las cercanías de la mina de carbón, a unas decenas de kilómetros al oeste de Flagstaff. ¿Qué puede decir al respecto?

Rittenhour tenía dos hijos, un varón y una niña, más o menos de la edad de la víctima. Solo pensar que a sus hijos pudiera ocurrirles algo semejante, aparecía en su mente una sombra oscura.

– No he sido yo.

«Pues claro que has sido tú, grandísimo hijoputa. Y de no ser por la situación económica en que me encuentro te entregaría con gran placer a manos del verdugo.»

Thomas Rittenhour se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo que había sacado del bolsillo. Con el mismo pañuelo, que conservaba muestras de operaciones similares, se enjugó de la frente un ligero velo de sudor.

– Por desgracia hay un testigo. Un viejo que estaba apacentando unas ovejas por allí cerca lo vio recoger al niño que hacía autoestop y dirigirse hacia Leupp. Afirma que, alrededor de una hora después, lo vio regresar y que en el vehículo iba usted solo.

Jed alzó la cabeza y lanzó al cielo raso una bocanada de humo.

– ¿Pero ese viejo cabrón me ha visto a mí, o simplemente una camioneta como la mía? Le aclaro que por estos lugares hay infinidad de vehículos del mismo modelo y color.

El abogado Rittenhour comprendió de inmediato adónde quería ir a parar Cross.

– Puede que así sea. Pero no creo que haya dos del mismo color y con la misma matrícula de Arizona.

– Capulladas. Usted sabe tan bien como yo que una persona de edad no es fiable en estas cuestiones. Pudo haber visto cualquier cosa.

– Hay otro problema. O más de uno.

– Y ¿cuáles son?

– Durante la inspección efectuada en su casa, se encontraron en su ordenador muchos archivos y registros de sitios de internet referidos a pedofilia y pornografía con menores. Además, carga usted con un par de acusaciones por abuso.

Jed Cross se encogió de hombros como si todo aquello no le concerniera.

– Sólo acusaciones, no hay ninguna condena. Eso cuenta.

Apuntó al hombre con la colilla del cigarrillo. Luego lo dejó caer al suelo y lo aplastó con el pie.

– Si es usted un abogado que vale algo más que esta colilla, no le costará acabar una a una con todas estas capulladas.

«El problema no es si lo logro o no. El verdadero problema radica en si de veras quiero intentarlo.»

Como todos los abogados, Thomas Rittenhour era jugador de póquer, pero esta vez el farol le salió muy mal. Ese pensamiento le pasó por la mente de manera tan evidente que se ruborizó.

Jed Cross se inclinó hacia él. Percibió su mal aliento y su maldad que se filtraban a través de los dientes grisáceos por el alcohol y el tabaco.

– Escúchame bien, abogado. Me importa una mierda lo que pienses de mí. Ocúpate solo de sacarme de aquí y después vete a tomar por culo junto con los de tu especie. Y di a esos… ¿cómo los has llamado?

Permaneció un momento absorto, fingiendo buscar en la memoria unas palabras que recordaba perfectamente.

– Ah, sí. Ve a decirles a esas «personas que no desean darse a conocer» que, si sigo demasiado tiempo a la sombra, mi voluntad podría tambalear. Como sabes, la voluntad, la memoria y la boca están directamente relacionadas. No quisiera verme obligado a irme de la lengua y «dar a conocer» cosas que les pondrán esposas en las muñecas como en un truco de David Copperfield.

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