Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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Silent Joe se levantó de su camastro agitando con pereza el rabo. Jim no se hizo ilusiones sobre la solidaridad del animal. Sabía que no lo motivaba una demostración de afecto, sino la prosaica esperanza de un tentempié nocturno no programado.

Abrió la puerta para que entrara.

Encendió la luz y le echó en la escudilla un poco de comida para perros que había comprado en el supermercado.

Mientras Silent Joe terminaba de comer, Jim se vistió y poco después él y el perro salieron a la calle con las primeras luces del alba. Una ráfaga de viento fresco lo convenció de levantarse las solapas de la cazadora. Caminó en medio de los chalets dormidos, las manos en los bolsillos a la espera de que la tenue luz del horizonte se convirtiera en el azul que conocía y amaba.

Ese azul por el que había volado muchas horas, sin lograr nunca formar parte de él ni siquiera por un minuto.

Silent Joe marchaba a su lado, sin ansias de independencia ni de exploración. Como si oyera, como si entendiera. Se mantenía junto a esa figura de hombre envuelta por la mortecina luz de unos pocos faroles, siguiéndolo en la búsqueda de un lugar que no estaba en ninguna parte porque no existía dentro de él.

Al final de la calle se alzaba una casa, a la derecha, con un banco en el frente. Jim se sentó sobre la madera húmeda, y Silent Joe se acurrucó en el suelo a su lado.

La noche anterior, en el Ranch, también se quedó solo. Apenas Swan se fue corriendo, tras dejarle unas pocas lágrimas tibias en la camisa y el eco de sus sollozos, Charlie salió de pronto de detrás de la valla que delimitaba el aparcamiento y apareció a su lado. Jim se preguntó qué habría visto y qué habría oído. Y qué sabía, de lo que había visto y oído.

Por sus palabras, probablemente todo.

– Esa mujer siente una pena que no es capaz de superar pero sí de transmitir a los demás. Ya lo ha hecho y lo seguirá haciendo.

– La pena es de ella y también mía. La culpa no es nunca de uno solo.

– Lo sé, Tres Hombres. Pero tu verdadera culpa es no querer escuchar ni siquiera a uno de los hombres que hay en ti.

Charlie hizo una pausa. Buscó los ojos de Jim, sin encontrarlos. Luego cambió por completo de tema, como si lo que había dicho fuera ya suficiente para reflexionar.

– Tu abuelo no tenía dinero, pero poseía cosas preciosas que ahora te pertenecen.

– ¿Como cuáles?

– Sus muñecas kachina. Y otras esencias que ignoro.

Las «esencias» eran para él las pocas cosas que valía la pena poseer. Las que podían completar el alma de un individuo. En general carecían de todo valor para los demás seres humanos, salvo para algunos, como Charlie Begay y Richard Tenachee.

Abrió la puerta de la camioneta y trató de no transmitir ansiedad en su voz.

– ¿Y dónde están?

– No lo sé. Solo me ha dicho que te contara que existen. Y que están en la caja fuerte de la familia. Me ha dicho que tú lo entenderías…

Se fue sin explicar nada más. Como de costumbre, cuando consideraba que había hablado lo suficiente.

Jim se apoyó en el banco y estiró los brazos sobre el respaldo.

Un cardenal de pecho rojo brincó en la punta de una rama. Era un pájaro del desierto pero no resultaba difícil encontrarlo en la ciudad, en ocasiones. Desde pequeño, durante sus excursiones entre enebros y arbustos de ocotillo y salvia silvestre, jugaba con Charlie a distinguirlos de los Pyrrhuloxia, que tenían en la cabeza un penacho muy parecido. Charlie le había enseñado mucho, y esos conocimientos le daban ventaja sobre los niños de otras partes del mundo. Cuando miraba los dibujos animados del Coyote, sabía que el Correcaminos existía de veras, y cómo era. No necesitaba imaginar la pradera, porque vivía allí. No necesitaba jugar a los indígenas, porque él era un indígena.

Había vivido así mucho tiempo, hasta que comprendió que ser un navajo o un hopi o un hualapai no constituía una ventaja, sino solo ser depositario de una larga herencia de vejaciones.

Y de una vida sin futuro restringida a los confines de una reserva.

A partir de ese momento dejó de ser niño, sin dejar de ser egoísta.

«Tú lo entenderías…»

Jim sabía que el abuelo poseía una importante colección de muñecas hopi, muy antiguas y valiosas. Las guardaba en un lugar que él desconocía. A veces, cuando se celebraba alguna ceremonia en Window Rock, las sacaba y las exponía en una vitrina en la sala del Consejo. Jim las había visto de cerca algunas veces, todas juntas, aunque no se le permitía tocarlas. Esas figuras de colores formaban un pequeño ejército que simbolizaba y evocaba unas supersticiones y una cultura representadas y modeladas a lo largo del tiempo por manos de personas desaparecidas hacía años. El abuelo señalaba las muñecas con un dedo y explicaba: Mudhead, Bear, Navajo, Eototo, Eagle. Cada pequeña estatua encerraba una historia, cada color, un sentimiento, y cada cara, un presagio y un agradecimiento.

«Tú lo entenderías…»

Sin embargo, una vez más, Jim no entendía…

Todo lo que poseía se hallaba escondido en un lugar desconocido que no sabía encontrar. Y lo buscaba desde hacía mucho, sin siquiera intuir de qué se trataba. Richard Teñachee se había ido y ya no podía enseñarle nada, y las kachina que vendían en las tiendas provenían en su mayoría de Taiwan o de China.

Se quedó sentado pensando sin entender hasta que surgió el sol y reemplazó con sombras la oscuridad entre los árboles. El mundo se había despertado, pero Jim no tenía ganas de formar parte de él. Se levantó del banco y volvió a su casa, seguido por Silent Joe, que se había adoptado al silencio y a la calma como si compartiera su estado de ánimo. Llegó y abrió la puerta del chalet justo a tiempo de oír sonar el teléfono. Había dejado el móvil cargándose al lado de una lámpara, sobre un mueble cerca de la puerta de entrada. Lo cogió y activó la comunicación.

– ¿Jim?

– Sí.

– Soy Robert. ¿Te he despertado?

La voz de Beaudysin sonaba cansada. Probablemente también había pasado la noche pensando, sin entender.

– No. Ya sabes que los indígenas duermen con un solo ojo.

Robert no se rió de la broma.

– Temo que tendrás que soportarme una vez más.

– No hay problema. ¿Qué debo hacer?

– Venir a firmar la declaración. Y también quiero hablar un poco contigo. Tal vez recuerdes algo más.

Jim trató de mitigar su frustración, pensando que quizá con ello aplacara también la suya propia.

– ¿Necesito un abogado?

– No. Por el momento considero que lo que necesitas es un buen psiquiatra. Cuando te haga falta un abogado te darás cuenta.

– ¿Por qué?

– Porque me oirás leyéndote tus derechos.

Había tensión y cansancio en sus palabras. Jim comprendió que el detective había optado por bromear para exorcizarlos.

– ¿A qué hora debo ir?

– Esta mañana ofrecemos una conferencia de prensa. Calculo que a las diez habrá terminado. A las diez y media sería perfecto.

– Vale. Allí estaré.

Dejó el teléfono y fue a darse una ducha. El perro lo siguió intrigado hasta el cuarto de baño, pero cuando se dio cuenta de sus propósitos se retiró horrorizado. Después Jim se vistió y aguardó dando vueltas por la casa, con el televisor sintonizado en la MTV, simulando escuchar la música mientras comía un bocado.

Luego salió hacia la comisaría de policía.

Mientras atravesaba lentamente Flagstaff rumbo a Sawmill Road, miraba a su alrededor. Algo había cambiado, algo permanecía igual. Los jóvenes con los que se cruzaba por la calle al volante de sus coches eran niños cuando él se había marchado. Los jóvenes que asistían a la universidad en sus tiempos andaban ahora dispersos por el mundo, poblándolo de hijos y ocupados en trabajos y divorcios. Alguno ya no estaba, y de algún otro quedaba menos todavía…

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