Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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Iba bajando por Country Club Drive. Me detuve en el sem á foro y vi la camioneta de Jim frente al Whispering Wings Motel. Y justo cuando pasaba los vi salir de una habitaci ó n.

Y ¿ qu é hiciste?

Alan la mir ó . En sus ojos se ve í a el final de un sue ñ o. Y la certeza de que durante mucho tiempo ning ú n otro podr í a reemplazarlo.

No s é qu é hice. Detuve el coche y no tuve fuerzas para reaccionar. Ni siquiera los vi marcharse. Tal vez mor í en ese mismo momento. Tal vez ahora est á s hablando con mi fantasma.

« Y t ú est á s hablando con el m í o » , pens ó ella.

April sinti ó que su peque ñ o mundo de muchacha se derrumbaba definitivamente. No estaba segura de poseer la fuerza para retirar los escombros y en su lugar reconstruirse como mujer. Se sent ó a la mesa frente a Alan. É l le cogi ó una mano y la sostuvo en la suya. Í ntegro, destrozado, dolorido, amigo.

Dej ó que las l á grimas corrieran libremente por sus mejillas, sin ninguna verg ü enza.

¿ Jim est á al tanto de tus planes?

No. Pensaba hablarle ma ñ ana. Pero esto cambia por completo las cosas. Ahora todo es mucho m á s dif í cil.

¿ Qu é vas a hacer?

No lo s é . De veras no lo s é .

Despu é s de aquella noche, April vio a Jim Mackenzie Una vez m á s. El tiempo justo para intuir que le hab í a permitido destrozarle la vida.

Despu é s, durante diez a ñ os, nunca m á s.

El sonido del teléfono llegó a través de la habitación como un salvavidas para sacarla de esos pensamientos. Cogió el móvil y activó la comunicación.

Oyó la voz entusiasmada de Seymour, su hijo. Nueve años de incontenible y perenne entusiasmo.

– Hola, mamá. Hoy ha ocurrido una cosa fantástica.

– Que se sumará a la cosa fantástica que ocurrió ayer, supongo.

– Ah, no, esta es mucho más fantástica. Carel ha terminado el bote y mañana irá a Lake Powell a probarlo. ¿Podemos ir también nosotros?

Un instante de silencio antes de lanzar la estocada final.

– Por favor, te lo suplico, mamá. Te lo ruego, te lo ruego, te lo ruego con azúcar.

Una vieja broma entre ellos, de cuando Seymour era más pequeño. Ahora ya había crecido, pero se la sacaba de la manga como un verdadero tahúr cuando quería enternecerla.

April se echó a reír, como de costumbre en tales ocasiones. Respondió sin demasiada convicción:

– Mañana por la mañana tengo que trabajar.

– Vale, no hay problema. Te acompaño. Te espero en el coche, como la otra vez, y después vamos al lago. Carel, con el remolque del bote, tardará más que nosotros. Quizá lleguemos al mismo tiempo.

– Vale. Lo hablaremos esta noche.

Su tono denotaba que diría que sí. Y Seymour lo captó de inmediato.

– Gracias, gracias, gracias con azúcar, mamá.

– Eres un pícaro sin remedio, pero te quiero.

– Yo también. Eres la número uno.

Cortó la comunicación y se quedó mirando la pequeña pantalla del teléfono como si en ella se reflejara la cara sonriente de su hijo.

Carel Thorens era un vecino que en el garaje de su chalet había empezado a montar un pequeño bote que había comprado por partes. Seymour había participado activamente en la construcción de la embarcación, bautizada The Lost Ark, y el momento de botarla había llegado al fin.

El rostro de Carel se superpuso al de su hijo.

Era el único propietario de Coconino Real Estate, vivía solo, no tenía problemas de dinero, adoraba a Seymour y estaba enamorado de ella. Además, no carecía de atractivos. Era el prototipo del sólido muchacho estadounidense sin vicios ni altibajos, del cual no cabía esperar sorpresas desagradables. Para April habría sido la persona ideal en que apoyarse y descargar por fin todas sus preocupaciones.

A veces lo hacía. Con una leve sensación de culpa, pero lo hacía. Encomendaba la casa a su cuidado cuando se iban de vacaciones. Le dejaba a Seymour cuando le resultaba imposible atenderlo… para alegría tanto de Carel como del niño. Eso la tranquilizaba un poco y le permitía no preguntarse demasiadas veces si no era un comportamiento incorrecto por su parte aprovecharse de los sentimientos de aquel joven, que hasta el momento no le había pedido ni propuesto nada.

Esperaba ese instante conteniendo el aliento. No tanto porque ignorara con qué palabras Carel le confesaría que la amaba, sino porque ignoraba con cuáles le respondería ella. Más de una vez se había dicho que ese hombre sería la elección adecuada. Se lo había repetido cada día, hasta dos días atrás.

Después sucedió algo que no esperaba.

Una persona a la que creía que no volvería a ver nunca había regresado por sorpresa a su vida. Cuando se la encontró frente a frente, en la casa de Caleb, sintió que la recorría un fuego de arriba abajo, como una llamarada, y rogó a todos los santos del Paraíso que por fuera no se trasluciera la conmoción que la invadía.

Volvieron a su mente las palabras y el tono preocupado de Corinna.

«¿Estamos hablando de ese Jim Mackenzie?»

Ahora puso los brazos sobre la superficie del escritorio y apoyó en ellos la cara, contenta de estar sola.

Sí, era precisamente de ese Jim Mackenzie del que estaban hablando.

Jim Mackenzie, el hombre pérfido de los ojos de dos colores.

Jim Mackenzie, que de un solo plumazo había traicionado a ella y a su mejor amigo.

Jim Mackenzie, que se había ido de Flagstaff sin siquiera mirar atrás.

Jim Mackenzie, el padre de su hijo.

15

La noche pasó sin novedades.

Jim dio vueltas y vueltas en la cama hasta que decidió que no era un buen lugar. Después del encuentro con Swan lo había invadido a traición un hondo malestar. No solía hacer balances, pero desde su llegada a Flagstaff se había visto obligado a hacer más de uno. Había vivido toda la vida pensando que carecía de conciencia, y de golpe había descubierto que sí poseía una. Se levantó sin encender la luz, y fue descalzo del dormitorio a la cocina. Gracias a las buenas recomendaciones de Cohen Wells había conseguido alquilar a un precio razonable ese apartamento de dos habitaciones en Comfi Cottages, sobre Beal Road. Cuando llegaron, Silent Joe bajó de la camioneta y con su andar de dibujos animados olfateó, exploró, consideró, meó. Y al final, aceptó.

Había heredado la colchoneta de los vecinos de los Sánchez, que Jim colocó junto a la puerta posterior de la cocina, que daba al pequeño jardín de atrás. La última ojeada que le había lanzado el perro parecía significar que todos esos cambios de casa no representaban la máxima de sus aspiraciones. Que no era gitano, como podía dar a entender su aspecto. Sin embargo, se permitió la concesión de un bostezo y se preparó para la noche.

Cuando Jim se acercó al frigorífico y lo abrió, la luz desolada que salía de la puerta fotografió su realidad. Un hombre de físico atlético, pelo largo y ojos de dos colores, con ojeras. Solo como un perro y con un perro en una casa ajena. El interior del frigorífico presentaba la misma desolación que Jim sentía por dentro en aquel momento. Cogió una botella de agua y bebió un largo sorbo.

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