Luego su sonrisa, capaz de hacer olvidar cualquier sudor y el olor de cualquier detergente.
– Santo cielo, Jim. ¿ Quieres que me d é un infarto?
– Disc ú lpame.
– A veces olvidas qu é silenciosos sab é is ser los ind í genas.
Jim, inc ó modo, no supo responder a la broma. No sab í a qu é decir, as í que solt ó lo primero que acudi ó a su mente.
– ¿ C ó mo est á tu madre?
Por la expresi ó n de ella, comprendi ó que hab í a tocado un tema delicado. La cara de Swan se endureci ó y una peque ñ a llama rebelde se encendi ó en sus ojos.
– Ah, ella est á bien. Tiene la lavander í a. Su mundo empieza ah í y no va m á s all á de la punta de una plancha. He tratado de hacerle comprender que para m í es distinto. Pero no hay forma…
Jim entendi ó que hab í a sido una conversaci ó n mucho m á s ardiente que aquella tarde de verano. La en é sima, hasta donde é l sab í a.
– ¿ Quieres hablar?
Se detuvo de pronto frente a é l. Hablaba con é l como si todav í a estuviera discutiendo con la madre.
– ¿ Y qu é puedo decir que no le haya dicho ya miles de veces?
Dio media vuelta y continu ó caminando.
– Hace meses que intento convencerla de que para mi vida deseo algo distinto. Que no puedo soportar la idea de vivir siempre aqu í . Un marido, hijos, una piscina de pl á stico en el patio de atr á s y barbacoa los domingos. Y llegar a los cuarenta a ñ os con la sensaci ó n de estar muerta desde por lo menos diez.
– Si te casas con Alan no tendr á s esos problemas.
– Ah, s í que los tendr é . ¿ Crees que cambiar í a algo? Saldr é de una jaula solo para meterme en otra. Ser é ú nicamente y siempre la mujer de Alan Wells, que a su vez ser á solo y siempre el hijo de Cohen Wells.
Una pausa. Un segundo, un siglo.
– Y adem á s tendr é que seguir viviendo en esta ciudad. Y no creo que pueda seguir haci é ndolo.
– Pero ¿ lo amas?
Swan lo mir ó como si no entendiera el idioma en que se lo hab í a preguntado. Luego le dio una respuesta que era en realidad otra pregunta. Y val í a para ambas.
– Tengo veintitr é s a ñ os. Seg ú n t ú , ¿ qu é puedo saber del amor?
Despu é s dej ó de lado ese par é ntesis para volver a su determinaci ó n.
– Yo s é que puedo lograrlo, Jim. Puedo llegar a ser alguien. Lo siento. S é que tengo la capacidad. Y quiero irme de aqu í para demostrarlo.
Jim la comprend í a. Era la misma ansia que sent í a agitarse en su interior. Y aquel d í a Cohen Wells, tal vez, hab í a encontrado la soluci ó n.
Para ambos.
– ¿ Cu á nto necesitas para poder marcharte?
Swan respondi ó sin vacilaciones, como si hubiera hecho muchas veces esa cuenta.
– Diez mil d ó lares.
– Es la misma cifra que necesito yo.
– ¿ Para hacer qu é ?
– El sue ñ o de ser piloto y la licencia para pilotar helic ó pteros cuestan veinte mil d ó lares. Tengo diez mil. Para reunirlos he tardado a ñ os, y a este paso tardar é una vida para conseguir el resto.
– Puedes pedir un pr é stamo.
– ¿ Qui é n crees que prestar í a diez mil d ó lares a un hombre medio blanco y medio navajo que no tiene nada que ofrecer como garant í a? Lo mismo dar í a escribir una carta a Pap á Noel.
Hizo una pausa. Se mir ó las All Stars a ñ osas que llevaba en los pies.
Dijo las palabras siguientes del mismo modo como un d í a Judas dio un beso:
– Si de veras te interesa ese dinero, lo has encontrado. Es tuyo.
– ¿ Es una broma?
– No, no es ninguna broma. Acabo de salir del despacho del padre de Alan.
Swan guard ó silencio.
– Me ha hecho una propuesta.
– ¿ Cu á l?
– Ah, una aut é ntica ruindad. Pero la ha valorado en veinte mil d ó lares.
Ella lo apremi ó .
– ¿ Cu á l?
– É l no soporta que Alan haya decidido casarse contigo. Se lo ha dicho esta misma ma ñ ana. Han re ñ ido. Wells dice que, si lo hace, nunca recibir á de é l un solo c é ntimo m á s.
– ¿ Y qu é tiene eso que ver contigo y conmigo?
– Espera. Wells me ha dicho muchas cosas. Que me ha observado durante todos estos a ñ os y que sabe que tengo é xito con las mujeres. Entonces le he preguntado qu é esperaba de m í …
– ¿ Y qu é te ha dicho?
Swan se lo pregunt ó con el tono de quien imagina la respuesta pero en el fondo le cuesta creerla.
– Quiere que yo seduzca a la muchacha que le est á quitando a su hijo. Que la quite de en medio, de una forma u otra. Y eso, para é l, vale veinte mil d ó lares.
Jim ya hab í a lanzado el caballo al galope, y daba la impresi ó n de que se hab í a desbocado. Continu ó de un tir ó n, sin poder detenerse.
– Nosotros dos nos parecemos demasiado para poder mantener una relaci ó n. Tenemos demasiada hambre para conformarnos con la realidad que nos rodea. La ú nica manera de hacer realidad mis proyectos es compartir ese dinero contigo.
No a ñ adi ó lo m á s importante: que, adem á s del dinero, tambi é n compartir í an lo que vieran en el espejo al d í a siguiente.
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