Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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– No ha quedado nada de la aldea.

– Los hogan no se hacen para durar. Aquí hada tiene esa característica.

Continuó sobrevolando la zona, mientras Klowsky hacía fotografías.

– Ésa es la síntesis de los hechos, según los reconstruyeron las autoridades de la época. Ha quedado un solo punto oscuro.

Hizo una pausa, como si reflexionara en lo que iba a decir.

– Los cuerpos de Eldero y su hija, Thalena, no se encontraron entre los cadáveres de Flat Fields. Y nunca más se oyó hablar de ellos.

13

Jim se hallaba solo en el aparcamiento para el personal.

A su regreso del paseo de reconocimiento de Flat Fields había encontrado a Charlie y al perro que lo esperaban al lado de la pista de aterrizaje, como si no se hubieran movido en ningún momento. Cuando lo vio bajar del helicóptero, Silent Joe manifestó su alegría con unos vagos movimientos del rabo, lo cual, según sus parámetros de festejos, equivalía a una especie de canino Carnaval de Río.

Una vez hubieron regresado todos al campamento, el grupo se separó. Swan y Whitaker fueron a su bungalow, y Klowsky monopolizó a Charlie para hacerle unas preguntas. Por la manera en que le entusiasmaba la novedad de todo aquello, Jim pensó que su pobre bidà’í no se lo quitaría de encima con facilidad. Pero luego sonrió para sí al imaginar la cara del guionista ante las seguras respuestas monosilábicas del viejo. Tras un breve informe a Bill sobre tiempos de vuelo e intercambiar algunas ideas sobre su trabajo en el Ranch, Jim se encaminó a recuperar el coche para volver a la ciudad.

Infinidad de pensamientos se agolpaban en su cabeza.

Cuando posó la mano sobre el picaporte del Ram, Silent Joe se sentó en el suelo y lo miró con el aire aburrido de un noble inglés que espera que el chófer le abra la puerta. Jim abrió con gesto exagerado la puerta del coche que, por orden de Wells, le había asignado un empleado del banco. Había muchos otros vehículos disponibles, pero él había elegido esa camioneta pensando en la nueva presencia en su vida de un compañero de cuatro patas.

Apenas lo vio, Silent Joe lo declaró de su agrado con una generosa meada a los neumáticos posteriores. Resultaba evidente que lo juzgaba un ascenso de categoría con respecto a la vieja y desconchada camioneta de Caleb. Aun así, su complacencia por viajar en un medio de transporte no había cambiado. Tardó menos de un segundo en saltar por el lado del chófer y acomodarse en el asiento del acompañante.

– Veo que no consideras ni de lejos la posibilidad de ir en la parte de atrás, como los demás perros.

Firme en su puesto, Silent Joe estornudó.

Jim dedujo que, en la lengua de su gestualidad, eso quería decir «no».

La voz de Swan, que llegó inesperadamente desde un lugar cercano, lo sorprendió.

– ¿Te has convertido en el indígena que habla con los animales?

Al volver la cabeza se la encontró a su lado, en el sendero que descendía del campo al aparcamiento. Contempló cómo avanzaba con calma los pocos pasos que los separaban. Parecía creer que el mundo entero se rendía a su presencia. Jim señaló con la cabeza a Silent Joe y le explicó la situación. -Para hablar con este perro primero hace falta pedir una cita a su abogado…

Swan sonrió con modestia, como mujer, no como actriz. Jim se sintió incómodo. Después de su enorme éxito, no esperaba que se comportara con tanta naturalidad, y sobre todo no esperaba compartir con ella unos minutos a solas.

– ¿Tu prometido te permite salir a pasear sin compañía?

Swan hizo un gesto vago que denotaba rutina.

– Ah, Simon está pegado al teléfono y al ordenador, controlando los datos que llegan de Los Ángeles. Tardará por lo menos una hora.

Bajó apenas la voz y lo miró a los ojos.

– No te gusta, ¿verdad?

– En la lengua navajo el término «nocivo» no se usa casi nunca. En general solemos reemplazarlo con la definición «no me cae bien».

– No es mala persona. Lo que ocurre es que vive en un mundo difícil y ha tenido que aprender a adaptarse. Ya sabes que hay juegos en los que hay que volverse duro.

– ¿Y tú? ¿Cuánto te has endurecido para poder jugar?

Jim la interrumpió para provocarla. No le gustaba ese hombre, y menos aún que ella se lo presentara bajo una luz favorable.

Swan sonrió de nuevo. Jim entendió que la sonrisa era para él, pero que la melancolía que contenía la reservaba para sí misma.

– Tal vez demasiado y tal vez no lo suficiente.

Después cambió de tema y de tono. Huyó del mundo de lo que es y se permitió una visita al mundo de lo posible. Quizá solo para ver si de vez en cuando ambas cosas podían coincidir.

– Andaba caminando por el Ranch y te he visto salir de la Club House. Te he seguido. Quería hablar contigo, a solas.

Por su parte, Jim no tenía el menor deseo de hacerlo. Encontrarse con ella y con Alan en el mismo día era algo que probablemente superaba sus fuerzas. Juntos representaban el cien por cien de su sensación de culpa. No disminuiría en nada ni aunque la compartiera con ella.

Por instinto, para salir del apuro, le hizo la misma pregunta que una tarde de muchos años atrás.

– ¿Cómo está tu madre?

– Ah, ella está bien. Todavía tiene la lavandería. He tratado de convencerla para que venga a vivir conmigo. He tratado de convencerla de que deje de trabajar. Pero no hay forma…

Sin darse cuenta, había respondido casi con las mismas palabras.

– Conozco esa clase de gente. Mi abuelo pertenecía a la misma categoría.

– Charlie me lo ha contado. Lo lamento mucho.

Jim sintió que dentro de sí algo se convertía en piedra.

– Así es la vida. Siempre termina del mismo modo, incluso para los nativos.

«La única certeza es un gran pájaro blanco. Pero Richard Tenachee tenía dos certezas. La muerte y la ausencia de su nieto.»

Swan comprendió, por el silencio de Jim, que estaba viendo fantasmas. Aprovechó para hablarle de los suyos.

– Me he enterado de que Alan ha vuelto a casa.

Jim se limitó a hacer un breve movimiento afirmativo con la cabeza. Ahora todo su cuerpo le parecía de piedra.

– ¿Cómo está?

Swan lo miró un segundo a los ojos. Luego, una vez más, Jim vio a otra persona que volvía la cabeza hacia otro lado.

Y se preguntó por qué los dos no hicieron lo mismo tantos años atrás.

No hab í a mucho tr á fico aquel d í a. Era una tarde de verano y el calor manten í a a la gente lejos de los coches y de la calle, confinada a la sombra de las p é rgolas y al fresco de los bares, Jim se hallaba completamente solo en Kingman Street, una peque ñ a calle bajo el Lowell Observatory. Estaba apoyado en el muro color arena de una construcci ó n baja. Se hab í a colocado bajo el cono de sombra de un alero, oculto a la vista por una furgoneta roja. Mientras esperaba all í , pensaba en lo que acababa de ocurrir. Hasta hac í a media hora se encontraba todav í a en el despacho de Cohen Wells, y las palabras de ese hombre a ú n zumbaban en sus o í dos, junto con las ideas confusas que rebotaban en su cabeza.

Despu é s, Swan sali ó de la lavander í a de su madre. Iba con la cabeza gacha, pensativa. Gir ó de golpe. Jim not ó un ligero velo de sudor en su cara y percibi ó el vago olor a detergente del lavado en seco que desprend í a su ropa.

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