Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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Él sabía demasiadas cosas y era demasiado fuerte en aquel momento, incluso para ellos.

Realmente, no había motivo para preocuparse.

Cruzó las manos detrás de la cabeza y se puso a cantar con voz ronca una canción de Toby Keith. El agente apostado más arriba se asomó por el parapeto para controlar qué estaba haciendo. Jed notó el movimiento, que delataba la sombra en el suelo, y sin siquiera volverse retiró la mano derecha de detrás de la cabeza y levantó el puño con el dedo medio estirado.

«Controla esto, capullo.»

Siguió cantando y pensando en su miserable futuro, hasta que algo le llamó la atención al otro lado del patio. Había habido como un movimiento, tan sutil que no pudo identificarlo, pero que advirtió con esa parte animal que todavía conservan los humanos.

Enseguida sucedió de nuevo.

Jed dejó de cantar y aguzó la vista.

En efecto, había algo que…

Se puso en pie y desde lo alto de su metro ochenta y tres tuvo una mejor visión del patio.

Lo que vio hizo literalmente que se le erizara el vello de los brazos.

Jed Cross era un hombre que no tenía miedo a nada. Era físicamente fuerte, muy decidido y, en algún lugar dentro de sí, mantenía oculta la duda razonable de estar loco. Sabía que era capaz de contestar con una reacción adecuada a cualquier imprevisto negativo que llegara a amenazarlo, proviniera de hombres o de animales.

Pero su sangre fría no estaba preparada para enfrentarse a lo que sucedía ante sus ojos.

Jed Cross perdió por completo el control de su cuerpo y de su negra alma.

Se aplastó contra el muro de cemento como si quisiera fundirse con él, y, mientras se ensuciaba en los pantalones, con todo el aliento que tenía en la garganta se puso a gritar.

18

Robert Beaudysin empujó la puerta de metal y pasó de mala gana de la penumbra del pasillo a la luz del patio de la prisión. Frente a él, al otro lado del terreno, había un grupo de gente alrededor de dos cuerpos tendidos en el suelo. Vio el azul de los uniformes y los chalecos de color de los paramédicos y una considerable cantidad de otros hombres de paisano. En el alboroto neurótico de las personas que iban de un lado a otro, adelante-atrás-arriba-abajo, entrevió una camilla apoyada en el suelo.

Se tomó un instante. Sacó tabaco y papel y se lió un cigarrillo. Lo encendió con la sospecha de que aquel, por un buen rato, sería el último de una serie de cigarrillos, si no serenos, al menos tranquilos. Poco antes se hallaba sentado en su despacho, enfrentándose a una de las peores crisis de su vida, juzgando que, para un investigador, cualquier otra situación del mundo sería preferible a aquella.

Ahora, sin saber qué verían sus ojos, tenía la clara sensación de estar al borde de una situación nueva que haría parecer envidiable la anterior.

Hasta ese momento había un cadáver con los huesos destrozados pero sin siquiera un cardenal en la piel, muerto de una forma imposible de catalogar con las herramientas conocidas. Dave Lombardi, encargado de realizar la autopsia, había confirmado el diagnóstico provisional anunciado en The Oak, pero con el comentario añadido de que jamás, en toda su vida, se había encontrado ante algo semejante.

Y mucho menos él.

El dictamen del médico forense significaba, en todo caso, la conclusión de su trabajo. Pero para la investigación que él llevaba, apenas representaba el comienzo de las dificultades. El cuerpo estaba inmerso en la oscuridad del más clásico de los enigmas literarios. Encerrado en un recinto cerrado por dentro, sin ningún rastro, ninguna huella, ninguna señal de violación en las cerraduras.

Nada de nada.

Habían diseccionado a lo largo y a lo ancho la vida de Caleb Kelso, en busca de algo misterioso que pudiera haber en la existencia de un hombre nacido y crecido en una pequeña ciudad de sesenta mil almas, en la cual todos se conocían y todos sabían todo de todos.

También allí el triunfo de la nada. Nada de dinero, nada de enemigos, casi nada de amigos. Y un campamento en estado de quiebra ya en parte hundido por una hipoteca y el sueño absurdo de llegar a ser algún día rico y famoso.

Pero ¿era tan absurdo ese sueño?

Y además, ¿quién no soñaba lograr lo mismo, tarde o temprano?

De pronto, el detective Robert Beaudysin sintió ternura por Caleb Kelso, por sí mismo, por todos.

Eran las ilusiones que cargaban todos a la espalda, sin darse cuenta de que llevaban un saco agujereado que se volvía más pesado a medida que el contenido iba perdiéndose por el camino. Luego, un día, reparaban en que estaba vacío y la vida había pasado.

Había visto muchas historias así, de policías y de individuos, como para permitirse todavía el lujo de sorprenderse. Había, en esa ciudad y en otras semejantes repartidas por aquel territorio, una situación de sofocada pero continua tensión. No obstante, aquella era desde siempre y todavía una tierra fronteriza: el límite entre los blancos, que vivían el presente y perseguían el futuro, y los navajos, que rechazaban ese futuro si no podían vivirlo a la luz de su pasado.

Acaso no fuera así para todos, pero sí para muchos.

Y la voz del pueblo era la voz de Dios, cualquiera fuera el color de su divina piel.

Él tenía una pizca de esa sangre en las venas, no tanta como para ser considerado un diné con todas las letras, pero sí la suficiente para comprender las problemáticas que se planteaban. Estas eran las suficientes como para requerir la atención y la cautela de todas las fuerzas policiales, del Estado o de los navajos.

Durante aquellos momentos previos, que ahora parecían muy lejanos, mientras se hallaba sumido en esas reflexiones, había entrado un agente en su despacho. Era un muchacho joven, con el aspecto sano del que hace un trabajo que le gusta y que actuaba con el entusiasmo que solo podía ser fruto de su poca experiencia.

Abrió la puerta con decisión, sin llamar.

El detective alzó la cabeza de los informes que estaba estudiando.

– Cole, te perdono esta entrada intempestiva solo si me traes una buena noticia.

– Discúlpeme, detective. Hay una pequeña novedad.

– En una situación como esta, hasta una pequeña novedad puede considerarse un gran resultado.

El agente Cole dejó sobre el escritorio una hoja con una anotación. Beaudysin posó los ojos en el pequeño rectángulo de papel amarillo y vio un nombre y un número de teléfono.

– No sé si lo será. Pero según los registros telefónicos la última llamada que se hizo desde la casa de ese tal Kelso, el día de su muerte, poco antes de que la compañía le cortara el servicio, fue a este número. Y este es el nombre al que corresponde.

– ¿Y quién es esta…?

Miró el nombre, escrito apresuradamente en lápiz con letra angulosa.

– ¿… Charyl Stewart?

El agente Cole se encogió de hombros.

– Pues por lo visto es una prostituta. Lo hemos comprobado. La señorita Stewart vive en Scottsdale y, según parece, Caleb Kelso la veía a menudo. Y por lo que sabemos, parece que era algo más que un simple cliente. Bill Freihart, un amigo de la víctima al que hemos entrevistado, nos ha dicho que estaba enamorado de ella.

Robert Beaudysin deseó, por uno de esos milagros que en la realidad no suceden nunca, que en verdad fuera todo así de simple: una miserable y banal historia de pasión, celos y violencia, fueran cuales fuesen los detalles.

Sin embargo, en su interior algo hizo morir esa esperanza incluso antes de nacer. Debido a esa sensación, no puso en marcha ninguna estrategia. Se limitó a coger el teléfono y marcar el número. Del otro extremo emergió una voz de mujer. Ni curiosa ni amable. Solo resignada.

– Diga.

– ¿La señorita Charyl Stewart?

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