Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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– ¡Es esto! -dijo.

– ¡Hostia! -soltó Sombra. -Hoy todo sale bien.

Examinaron la máquina en apariencia simple. Sombra localizó la alimentación de combustible.

– Esto es lo que tenía que fallar -dijo con cierta amargura. -Está más seco que el cerebro de esos zombis.

– Creo que cuando se fue la luz, esta cosa estuvo funcionando hasta el final -dijo Aranda.

– ¿Crees que podríamos sacar combustible de los coches de ahí fuera? -preguntó Sombra.

Jukkar, que había estado dando vueltas por la sala aprovechando los momentos en los que la llama del mechero estaba encendida, los llamó desde uno de los laterales.

– ¡Eso no será necesario! -exclamó. -¡Mirad! -y cuando fueron hasta él se encontraron con unos estantes llenos de garrafas de combustible; el líquido oscuro brillaba tras el plástico a la luz de la llama.

Llenaron el depósito completamente usando cinco garrafas de diez litros, y después no supieron qué más hacer. Fue Jukkar quien trasteando con un pequeño panel de mandos, consiguió arrancar la máquina. Ésta crepitó y vibró terriblemente, protestando tras tres meses de completa inactividad. El olor a quemado impregnó el aire casi al instante y por un momento pensaron que algo iba mal; pero luego la máquina descendió a un ritmo más suave y el olor pasó. Después de unos instantes, las bombillas del techo empezaron a arrojar una luz tenue, anaranjada, hasta que su intensidad fue creciendo poco a poco. La luz había vuelto.

– ¡Magnífico! -aplaudió Jukkar. Aranda y Sombra también sonreían con los dientes resplandeciendo en la suave tiniebla dorada de la estancia.

Pero entonces les llegó el sonido nítido y espeluznante de un alarido, tan estridente y desgarrado que les heló la sangre en las venas; luego sobrevino un segundo, que se impuso al primero como si llegase de algún punto más cercano. Sombra dio un respingo, mientras los gritos se prolongaban en la distancia.

– Parece que hemos despertado a algunos colegas -dijo, sin apartar la vista del pasillo de entrada.

– Ahora es importante mantener la calma -pidió Aranda. -No son tan duros, pero juegan con la ventaja psicológica del terror. Así es como te cogen. Recordad que somos tres, estamos armados y tenemos una carta especial.

Asintieron y se dispusieron a abandonar los túneles de mantenimiento. Antes de salir al exterior, Aranda tomó el palo de la fregona y lo sopesó con ambas manos. Era de madera y probablemente contase con algunos años a su espalda a juzgar por las manchas oscuras en el mango; pero eso le gustó, porque las de plástico si bien eran más livianas, no eran tan resistentes.

– ¿En serio vas a usar eso? -preguntó Sombra.

– ¿Por qué no? -contestó Aranda, retirando el mocho. -No irán a por mí, así que puedo retenerlos con esto y puedo empujarlos.

Sombra se encogió de hombros, pero sostuvo su fusil ametrallador con ambas manos como para asegurarse de que al menos, contaran con un arma de verdad.

La sala con la gran claraboya en el techo estaba iluminada por las pequeñas luces de emergencia que se distribuían irregularmente por las paredes, cerca del techo. Eran en extremo tenues, pero suficientes para apartar las sombras de casi todos los rincones. La caja de plástico que las recubría tenía tonos verdosos que contagiaban la luz, tintándola; eso daba a la sala una apariencia fantasmagórica que les provocó una extraña sensación de desánimo.

En ese momento escucharon un atronador retumbar en el piso de arriba. Los cristales cimbrearon en sus guías, y Jukkar dejó escapar una exclamación de sorpresa en finlandés que nadie más entendió. Miraron el techo, instintivamente, pues el sonido parecía venir de algún lugar sobre sus cabezas.

– Eso ha sonado como si hubiesen derribado una estantería entera -comentó Sombra.

Pero continuaron avanzando, si bien más despacio de lo que lo habían hecho hasta ese momento. Cada esquina y cada puerta entreabierta suscitaban mil inquietudes, y de tanto en cuando les llegaba el sonido de algo que parecía una silla arrastrando sus patas por el suelo, o un cimbreo metálico, o un gruñido ronco, breve pero intenso. Aunque era Sombra quien llevaba el arma, Jukkar se pegaba tanto a la espalda de Aranda que parecía querer encaramarse sobre él.

Anduvieron todavía un buen rato perdidos, intentando encontrar el estudio de la emisora. Una de las estancias contenía varias cámaras de un tamaño gigantesco, cubiertas por lonas de tela. Sus cabezas móviles enfocando el suelo les hacía parecer ingenios mecánicos dormitando en la penumbra. Finalmente, en mitad de un corredor encontraron una puerta que decía escuetamente: ESTUDIO A. Dentro, encontraron una pequeña sala de espera iluminada por unos neones en el techo.

– ¡Es esto! -exclamó Aranda, mirando a través del cristal que había en una de las paredes. Allí vieron dos habitaciones comunicadas a su vez por un panel de vidrio de media altura. Se trataba de la tradicional estructura de emisora de radio; en una de las salas predominaba una mesa grande llena de micrófonos -conectados a un aparato central- y en la otra había una consola enorme llena de controles, varios micrófonos que colgaban de un gancho móvil, y una mesa adicional con varias pantallas planas emplazadas a lo largo de una estructura metálica.

– Es esto, tío -repitió Sombra, con las palmas de ambas manos apoyadas en la vidriera.

Entraron en la habitación que olía a cerrado, y se sintieron a la vez abrumados y excitados por la cantidad de controles y ordenadores que tenían delante. Cuatro torres de PC se encontraban bajo la mesa con las pantallas y una quinta parecía controlar el panel principal.

– Parece complicado que te cagas -dijo Sombra.

– Encendedlo todo, a ver qué pasa -dijo Aranda.

Pusieron en marcha los ordenadores, que cobraron vida con el característico ruido del ventilador y un par de pitidos. Las pantallas se encendieron casi en el mismo momento resplandeciendo brevemente y mostrando información del sistema operativo. Jukkar conectó también la mesa de mezclas. Varias luces se encendieron parpadeantes, hasta que se estabilizaron con un reconfortante color verde.

A medida que los ordenadores arrancaban sin incidencias, la sonrisa de los tres hombres se fue acentuando; una inesperada sensación de triunfo se abría camino en sus corazones y se encontraron echándose los brazos al cuello y dándose palmadas en los hombros y las espaldas. Juan había tenido serias dudas sobre conseguir su propósito, pero empezaba a pensar que quizá, contra todo pronóstico, todo fuera a funcionar. Mientras los aparatos completaban el arranque, Sombra localizó otro interruptor cerca de la pared, y al pulsarlo, los micrófonos crepitaron brevemente. Los engranajes giraban.

Pero justo cuando saboreaban ya las mieles del triunfo, las pantallas volvieron a parpadear y regresaron con un fundido suave, mostrando una caja de diálogo donde se leía: Nombre de Usuario y debajo Contraseña.

– No puede ser -susurró Aranda, con la vista fija en el pequeño cursor parpadeante. ¿Así era como acababa todo? El súmmum de la tecnología humana, un compendio de conocimientos que eran individualmente grandes logros en sí mismos, les cerraba las puertas de la comunicación elemental: la transmisión de un simple mensaje.

– Pero es terrible -comentó Jukkar, pasándose una mano por la barbilla donde empezaba a despuntar una incipiente barba.

Aranda cogió el teclado con ambas manos y se lo acercó, escribiendo algunos caracteres y pulsando Intro. El ordenador respondió inmediatamente.

NOMBRE DE USUARIO O CONTRASEÑA INCORRECTOS.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sombra leyendo las terminales.

Juan, con el ratón en la mano, pulsaba en los botones de Aceptar y Cancelar alternativamente mientras la consola repetía con sorna el mismo mensaje, una y otra vez.

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