"Las primeras veinticuatro horas fueron cruciales por la lluvia radiactiva, que se extendió y fue arrastrada por el viento más de doscientos treinta kilómetros hacia el oeste, con una franja de veinte kilómetros. Ya sabemos los síntomas que produce esto, sed intensa, vómitos, fiebre… también manchas en la piel debidas a las hemorragias subcutáneas. Por último diarreas, pérdida de cabello y hemorragias intestinales. Y después la muerte. Lo perdimos todo.
– Eso es horrible -dijo Aranda con un hilo de voz. Su imaginación conjuró rápidamente zombis iridiscentes, brillando con una trémula aura blanquecina por efecto de la radiación, en las calles de un Madrid contaminado.
– Sí lo fue -contestó Romero. -Así que una parte permaneció en Barcelona con la misión de expandirse hacia el oeste, y otra acometimos el Plan hacia el sur. En dos meses instalamos bases en Alicante, Murcia y Granada. En Valencia fracasamos, esa ciudad está completamente muerta. Desde aquí hemos sacado bastantes supervivientes de Jaén y Almería, y el Plan marcaba hacer vuelos de reconocimiento en Málaga y Córdoba en unos veinte días. Lamentablemente nuestros recursos son escasos, y en cada operación perdemos hombres.
– De cualquier forma teniente, es maravilloso escuchar que hay cosas en marcha a pesar de las malas noticias.
– Lo que usted nos ha contado hoy lo cambiaría todo ¿se da cuenta? -preguntó Romero, recuperando su ritmo lento.
– Me doy perfecta cuenta, por eso vine aquí tan pronto como tuve oportunidad. No es oro todo lo que reluce sin embargo, nuestro médico dice que existe la posibilidad de que Necrosum pueda acabar minando nuestro organismo, como parece que le está pasando al sacerdote. Sin embargo, no contamos con medios para hacer exámenes fiables.
– Entiendo, sin embargo es lo único bueno que he oído en todo este tiempo. Hay científicos en todo el mundo trabajando las veinticuatro horas, y lo único que han obtenido es el porqué, pero no cómo frenarlo.
– ¡Ellos averiguada porqué! -exclamó Jukkar, pero estaba demasiado alejado del micrófono para que el teniente Romero pudiera oírlo.
– ¿Y cómo está el resto del mundo, teniente? -preguntó Aranda vivamente interesado en todo lo que Romero estaba aportando.
– Todo está igual por lo que sabemos, con la notable excepción de los países nórdicos, el frío no les sienta bien a los muertos: se vuelven lentos y se congelan durante las noches. Las nevadas los dejan aletargados, tiesos como postes de electricidad. Pero cuando la temperatura aumenta, vuelven a la carga. Sin embargo, hasta el lugar más maravilloso del mundo deja de serlo cuando la gente se entera de su existencia. En los Estados Unidos, tan pronto observaron el fenómeno, la gente emigró masivamente al norte. Alaska, Canadá, se volvieron lugares masificados y hay serios problemas para abastecer a la población. Miles mueren diariamente. Han cerrado las fronteras, pero no pueden contener a la gente que arrastra sus pertenencias y familias. Por lo que hemos oído, hubo grandes matanzas de civiles.
– Siento oír eso -dijo Aranda, pensativo.
– De cualquier forma, ahora lo importante es sacarles a ustedes de allí.
Sombra escuchaba la historia con los ojos y la boca abiertos. Era como un serial radiofónico, el argumento delirante de una de esas películas catastrofistas que Hollywood producía con regularidad. La sensación que tenía era, por tanto, de estar inmerso en una historia surrealista que empezaba a escapársele. Su mundo era simple y pequeño, y así era como quería que fuera. Nunca había salido de España, nunca había pensado qué ocurriría en otras partes del mundo. Una cosa era vivir la propia experiencia personal, el día a día, y otra aprender que todo el planeta sufría los mismos problemas.
Estaba arañando la superficie de ese nuevo concepto que se abría en su mente cuando escuchó un ruido sordo. Se giró por instinto para encontrarse con la puerta de entrada que habían cerrado tras de sí. Un nuevo golpe la sacudió, y la hoja tembló en los goznes.
Levantó una mano para apoyarla sobre el hombro de Aranda, que seguía hablando animadamente con el teniente Romero.
– Juan -dijo. -Están… ¿Alguien está llamando a la puerta?
Aranda se giró para mirarle.
¡BUM, BUM!
El sonido era ahora más intenso. La puerta cimbreaba como si al otro lado, se estuviera levantando un temporal.
– No llaman a la puerta, Marcelo -dijo Juan con la boca repentinamente seca. Sombra buscó sus ojos.
No es alguien llamando a la puerta. No es el vigilante, que viene a ver qué coño pasa. El vigilante pasea quizá por Calle Larios con un coágulo negro e hinchado bajo la lengua y el andar lento y azaroso de la vida más allá de la muerte. Son ellos, esas cosas, los zombis. La luz los despertó, y la radio los ha traído hasta aquí.
– ¿Hola? -preguntó el teniente a través de los altavoces.
– Eh… teniente… -dijo Aranda, dubitativo- creo que tenemos compañía.
– ¿A qué se refiere? Oh,¿se refiere a…?
¡BUM, BUM!
– No se retire, por favor -dijo Aranda, incorporándose de la silla.
Sombra preparó la ametralladora que llevaba colgada en su hombro, olvidada hasta ese momento, pero Juan levantó una mano en el acto indicándole que esperara.
¡BUM!
– ¡Marcelo! -dijo Jukkar. -¡Dispara través de la puerta!
– Pero -balbuceó Sombra-. ¿Y si…?
– ¡Dispara, Marcelo! -pidió Aranda.
– ¿Y si no son zombis? -gimió Sombra, pasando la mirada de uno a otro.
Aranda pestañeó. Así es como perdimos, así es como los zombis ganan la batalla.
– ¡Por el amor de Dios, Marcelo, son zombis!
¡BUM, BUM!
Sombra apretó el gatillo y una ráfaga de disparos voló en dirección a la puerta. Dos de ellos arrancaron la madera alrededor de los agujeros que las balas dejaron en la puerta, y otros dos fueron a parar a la pared donde una pequeña nube de yeso salió despedida al instante. Hubo un momento de intensa expectación durante el cual nadie dijo ni hizo nada, arropados por la estática que surgía de la emisora de radio. Por fin, la puerta volvió a sacudirse.
¡BUM, BUM!
– ¡Dispara más arriba, intenta calcular un disparo a la cabeza!
Pero ya no hubo tiempo para más. De pronto, la puerta se abrió violentamente, incapaz de resistir los formidables envites de los muertos. Eran al menos tres, dos hombres y una mujer; y tan pronto el paso estuvo libre se lanzaron hacia el interior. Sombra reaccionó en el acto apretando de nuevo el gatillo y dejando que la ametralladora escupiera una tormenta de balas. El sonido fue poderoso y terrible, y Jukkar, sin poder evitarlo, agachó la cabeza entre los hombros.
Las balas impactaron en los muertos, arrancando trozos de ropa y descarnándolos. Una fina lluvia de sangre brotó de cada una de las heridas. Se agitaron como sometidos a un baile demencial, sacudiendo los brazos alocadamente sin poder avanzar pero sin detenerse. La mandíbula de uno de ellos saltó por los aires, dejando expuesta una lengua atroz que se agitaba como un extraño gusano, tumefacto y violáceo. Otro perdió la mano, primero cuatro de los cinco dedos, después la palma entera desgarrada por los proyectiles que volaban zumbando por el aire.
Cuando la ráfaga cesó después de unos interminables segundos, Aranda se fijó en las caras de los zombis que parecían luchar por mantenerse en pie. La sangre los cubría casi completamente, y sus piernas resbalaban en el plasma inmundo y oscuro que se había creado en el suelo. El olor a hierro y óxido los abofeteó, espantoso, cerrándoles la garganta.
Dios mío. Dios mío, mira eso, están confusos, casi sorprendidos. ¿Qué pensarán, sentirán dolor? ¿Experimentarán también ellos el miedo al olvido eterno, a la muerte tras la muerte?
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