Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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– Es buena idea -exclamó Jukkar. Y parecía que iba a añadir algo más cuando Sombra se detuvo, extendiendo el brazo hacia su derecha para indicarles que no siguieran avanzando.

– Mirad -dijo en un susurro-, ahí en frente.

Siguieron la dirección de su mirada, pero tardaron unos instantes todavía en ver lo que les indicaba. Era un zombi desde luego, y estaba de pie al lado de una farola, entre los primeros edificios que veían después de la parcela sin urbanizar. El espectro dejaba colgar los brazos y mantenía el cuerpo ligeramente encorvado. Aunque no podían verlo con claridad, les daba la sensación de que se mecía ligeramente como lo haría una delicada flor bajo el empuje del viento nocturno.

Era, de todas formas, un momento que habían estado esperando.

– ¿No os pone la piel de gallina? -preguntó Sombra. -Me pregunto si pensarán algo ahora que… -pero no pudo terminar la frase.

– No no no, ellos ya no pensar -explicó Jukkar súbitamente excitado. -Eso es comprobado por nosotros. Partes del cerebro que todavía estimulados son esenciales, muy básicos, muy antiguos. Controlan movimiento, controlan de reacciones, de hambre. Por eso ellos persiguen a nosotros como todos animales tienen instinto de comer sus presas. Pero no pensar.

– Es fascinante -comentó Aranda. -Estoy deseando que conozca al doctor Rodríguez. Pero bueno, ahora tenemos que estar atentos; a partir de aquí todo es cuesta abajo.

– ¿Cómo lo haremos? -quiso saber Jukkar.

Era una buena pregunta. Aranda, por su parte, sabía lo que harían cuando atravesaran el río: sumergirse bajo la ciudad en la providencial red de alcantarillado. Con un poco de maña, podrían orientarse para llegar hasta Carranque con relativa seguridad. Pero hasta entonces aún tenían que recorrer algunos kilómetros.

– Esperad aquí -dijo Aranda entonces dirigiendo sus pasos hacia el zombi.

Sombra y Jukkar esperaron expectantes. Uno, porque no sabía qué demonios pensaba hacer aquel hombrecillo joven con la mirada profunda venido del corazón del Infierno Zombi, sin más armas que una pistola con casi todas las balas; el otro, porque deseaba presenciar el pequeño milagro que le había sido relatado.

– ¿Qué va a hacer? -preguntó Sombra. -Me cago en la hostia, ¡va directo hacia él!

Así era. Aranda caminaba resueltamente hacia el muerto viviente pero éste parecía no haberle visto todavía; continuaba meciéndose con aire ausente.

– Dios mío -exclamó Sombra adelantándose un par de pasos. Jukkar le cogió del chaleco para retenerlo.

– Tú espera ahora -dijo con su marcado acento extranjero.

Aranda llegó hasta donde estaba el muerto viviente y se puso a su lado. Sombra le miraba incrédulo, no había visto algo así en su vida. A veces bastaba para que un muerto te divisara desde la distancia para que empezara su lenta pero inexorable persecución. Luego, Aranda miró alrededor y pareció encontrar lo que buscaba: una puerta que no estaba cerrada y que pudo abrir con solo girar el pomo. Una vez la tuvo abierta, se acercó al espectro y lo tomó del brazo conduciéndolo hasta el interior. Parecía una escena mucho más común de lo que era en realidad, porque el zombi se movía como un borracho ayudado por un amigo, cruzando las piernas y pareciendo a punto de caer.

– Cristo -dijo Sombra.

– ¡Increíble! -añadió Jukkar, fascinado por lo que veían sus ojos.

Por fin, Aranda cerró la puerta dejando al espectro fuera de la vista. Les hizo señas con la mano para que se acercaran.

– ¿Qué cuernos? -exclamó Sombra una vez estuvieron los tres juntos otra vez. Jukkar miraba a Juan como si acabara de vomitar bolas de fuego.

– Este era mi segundo secreto -explicó Aranda encogiéndose de hombros-. Los muertos no pueden verme.

Otra vez relató la historia de Necrosum sometido en el interior del cuerpo del padre Isidro, y de cómo él había sido inoculado con el suero con resultados, por el momento, muy satisfactorios.

– Si todo va como está previsto, pronto todos podremos caminar entre los muertos.

– Pero eso es -exclamó Sombra, sin encontrar palabras para expresar la magnitud de lo que ese concepto representaba.

– ¡Su sangre! -dijo Jukkar, alborozado-. ¡Más valiosa que ningún oro! ¡Pintaremos los escudos con su sangre, in hoc signo vinces!

– Así que hay una solución después de todo -murmuró Sombra todavía asimilando la idea- tío, menos mal que no le comentaste eso a Paco. Te habría atado a la pata de su cama. Se habría comido tu cerebro, si eso pudiera hacerle tener lo que llevas dentro.

Aranda rió.

– No creo que funcione así, pero sí, probablemente lo hubiese hecho de todos modos. ¡Pero pongámonos en marcha! Queda mucho camino por delante y es mejor enfrentarse a lo que venga antes de que estemos más cansados.

A Sombra le gustaba Aranda, y siempre había simpatizado con Jukkar. Era fácil llevarse bien con el profesor porque era un hombre agradable y sencillo, y su particular forma de hablar resultaba divertida. Aranda, por su parte, tenía un carisma especial. Llevaban juntos apenas unas pocas horas, pero de alguna forma se sentía ya más cómodo con él que con la mayoría de los compañeros de la base. Con ellos resultaba complicado no estar en tensión constante, así que poco a poco, sin apenas darse cuenta, había modificado su forma de hablar y de actuar para integrarse.

Era como en los tiempos del colegio, solo que a un nivel más atroz. Pasó toda su adolescencia en un internado alejado de su hogar porque su madre padecía terribles procesos de depresión. Nunca superó lo de su padre; él era cirujano y un día tuvo que atender a un hombre que había sido disparado en el hombro. Tenía SIDA. La bala no estaba muy profunda, y creyó que podría sacarla introduciendo los dedos. Pero la bala estaba reventada y sus bordes afilados como cuchillas. Algunos médicos lo llamaban una Garra Negra, pero su padre no lo conocía: se cortó y se contagió en el acto. Murió dos años más tarde consumido y ceniciento, en el mismo hospital donde había trabajado toda su vida.

Su madre nunca volvió a ser la misma; se marchitó y se apagó como una flor que nace temprana y es sorprendida por el frío. Marcelo fue internado, y creció taciturno y afectado por una pena demasiado honda como para poder siquiera entenderla. El colegio le superó, los dos primeros años al menos; luego aprendió a manejarse, a actuar, granjeándose la amistad de las personas equivocadas -los tipos duros, los que te estampaban la cara contra la pared del pasillo cuando la testosterona armaba su particular revolución un día sí y otro también.

La vida lo condujo por callejones anónimos, de un trabajo a otro. Los años pasaban deprisa, anodinos. La vida normal murió el día que los zombis empezaron a ser cada vez más numerosos en las calles. La infección se propagaba atendiendo una clara progresión geométrica: todos los que morían volvían a la vida y se unían a las filas de los atacantes. La Policía y la Guardia Civil se vieron del todo superados; los cargadores se acababan, y las contiendas cuerpo a cuerpo acababan invariablemente con la victoria de los muertos. Las calles se llenaron de gritos, el asfalto de sangre, y el cielo de humo y fuego.

El tráfico se colapsó completamente en pocas horas y los accesos a las autovías se llenaron de vehículos; la mayoría bloqueados, algunos siniestrados. El día clave en el que Málaga cayó, Marcelo regresaba de Torremolinos. Nunca tuvo una posibilidad real de volver a la ciudad. Para entonces ya sabían de la Pandemia, por supuesto, porque todos los medios no hablaban de otra cosa desde hacía días. Las noticias se agolpaban, se desmentían, la señal de las emisiones se perdía inesperadamente y cuando volvía mostraba un ángulo torcido del suelo, sin nadie que operara ya la cámara. En las últimas dieciocho horas se dijeron cosas como "Buenos Aires no responde", "Lima ha caído" o "Río de Janeiro es pasto de las llamas" ya con cierta languidez indiferente. Incluso se habían dado casos en la ciudad en días anteriores, pero era la primera vez que los malagueños eran expulsados de sus casas, que los muertos corrían por las calles ensangrentados y enfurecidos.

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