Cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, confuso, y por unos instantes se decidió a disparar contra ellos. El dedo se movió imperceptiblemente, ajustándose al gatillo.
Encendido. Apagado.
¡Crack!
Se estremeció, sublevado por recuerdos ancestrales. Kaiser jugando en el umbral de la puerta de su cocina. Kaiser tendido en el suelo con sus patas estiradas, disfrutando del Sol tibio que se filtraba por las rendijas de la ventana. Kaiser con el cuello roto, desechado en el suelo como un harapo inservible a los pies de su padre.
¡Crack!
La pequeña estaba temblando como un pajarillo con un ala rota; Isabel lo notaba en su manita fría cogida de la suya. Entonces, sin desviar la mirada del Hombre Malo, Isabel pasó su mano libre por su cara.
Una caricia.
De todos sus logros, de todos los Trofeos que él pudiera conseguir, ése era uno que jamás había obtenido. Una simple caricia. Recordaba haber pasado su mano infantil por el pelaje anaranjado de aquel gato, y haberlo notado suave y agradable al tacto. Kaiser se había vuelto hacia él y se había restregado contra su cuerpo acuclillado, con los ojos entornados.
Entonces no lo entendió, pero ahora sí.
Había sido una caricia.
Reza bajó el rifle, invadido por sensaciones que desconocía.
– Marchaos -dijo.
Isabel ahogó una exclamación de alivio y tuvo que hacer notables esfuerzos para contener las lágrimas. Pero no dedicó ni un segundo de tiempo más de la cuenta; cogió a los niños de la mano y se dio vuelta, echando a andar carretera abajo rumbo a la playa.
Reza los vio marchar. Su Trofeo escapaba con paso rápido, iluminados por el resplandor de la luna. Pero no le importaba; era mejor así. Se llevó la mano a la mejilla imitando el gesto de Isabel, y cerró los ojos. Había conseguido otro Premio, uno secreto que nadie en el Grupo de Caza podría jamás conseguir.
Desaparecer no fue tan fácil como Aranda había imaginado. Corrían campo a través, sí, pero en la medida de las posibilidades de Jukkar que no eran muchas a decir verdad; respiraba con dificultad y más que avanzar, se bamboleaba dejando los brazos lacios a ambos lados. Juan llegó a pensar que aquel hombre había estado anclado a su silla no solo los últimos tres meses, sino desde que pudo coger un libro de medicina y leerlo.
– Ei voi… tehdä sitä… enää -decía entre intensos resoplidos. Ni Aranda ni Sombra tenían remota idea de lo que decía, pero tiraban de él y lo animaban continuamente.
– ¡Vamos, doctor! -decía Sombra.
– No puede más -dijo Aranda, preocupado. Era de noche y no podía ver su rostro de un rojo encendido, la boca abierta como si quisiese beberse todo el aire del mundo y los ojos abiertos de par en par, pero aún así sabía que el doctor estaba al borde de un colapso.
– Descansaremos, ¡al suelo!
Jukkar cayó a plomo sobre la tierra húmeda por el rocío de la noche, y allí se dio la vuelta en un último esfuerzo supremo para quedarse respirando como un pez monstruoso bajo la luz de la luna. Aranda aprovechó para otear en la distancia.
– Creo que nos hemos alejado bastante, y no parece que nos sigan -dijo.
– No sé si Paco se arriesgará a salir fuera por el doctor -comentó Sombra-. Era un paranoico de la salud, es verdad, le preocupaba que alguno de nosotros acabara convirtiéndose en una de esas cosas y nos hacíamos chequeos todas las semanas, pero creo que salir al exterior le da aún más miedo.
– Puede que todavía no sepa lo de Jukkar.
– Oh tío, es verdad. Eso sería bueno, muy bueno. Nos dará más tiempo del que necesitamos. No nos buscará aquí por la noche, y no se atreverá a sacar las linternas. La luz atraería a esos monstruos como a las polillas.
Aranda asintió.
– Por la mañana estaremos lejos, espero -dijo pensativo.
– ¿A dónde iremos?
– Vamos con mi gente, Marcelo -soltó Juan, decidiendo que era hora de sincerarse con él. A su lado, Jukkar, con la frente cubierta de sudor recobraba poco a poco el aliento.
– ¿El qué?
– Vengo de un campamento de supervivientes, en Málaga. Somos casi treinta personas, y nos va bien.
Sombra no contestó inmediatamente.
– Guau -dijo al fin-. ¿En serio?
– Sí, claro.
– ¿Por qué no lo dijiste antes?
– Porque, la confianza, hay que ganársela.
– Qué hijo de puta -dijo riendo.
Esperaron todavía un rato más hasta que Jukkar dijo estar en condiciones de continuar. En verdad se habían alejado bastante de la base aérea y de los caminantes de la autopista, y acordaron que avanzarían sin recurrir a la carrera, de forma que pudieran avanzar de forma continuada. El trozo que tenían que atravesar pasaba por el medio de un polígono industrial, y eso significaba muertos vivientes, así que de todas formas tendrían que poner toda la concentración en estar alerta.
Mientras caminaban empezando ya a acusar el frío de la noche, Aranda miraba la ametralladora que Sombra traía consigo.
– Supongo que no tengo que decir que esas cosas te salvan solo de los primeros zombis -dijo Aranda señalando el arma.
– ¿Esto?
– Los primeros disparos pueden sacarte de un apuro, pero el sonido atraerá sobre ti a todos los caminantes de un kilómetro a la redonda. Acabarás el cargador y no habrás podido librarte de ellos.
Sombra levantó el arma como si reparara en ella por primera vez.
– Ah joder, lo tendré en cuenta.
Mientras tanto el reloj marcaba las dos y cuarto de la madrugada, y a sesenta kilómetros de distancia, Isabel y los niños escapaban de la Casa del Miedo. La brisa se había convertido ahora en un racheado viento frío que traía el aroma penetrante de la marisma que quedaba no demasiado lejos, hacia el este. A medida que avanzaban hacia la ciudad, sin embargo, el olor se mezclaba paulatinamente con el desagradable tufo de las aguas estancadas del Guadalhorce. Cuando quisieron darse cuenta, tuvieron el centro comercial Decathlon a la vista.
– Nos hemos desviado -dijo Aranda- tenemos que volver a la carretera, tenemos que ir a los estudios de Canal Sur primero.
– ¿Canal Sur? -preguntó Jukkar, quien hablaba ahora por primera vez como si hubiera estado atesorando el aliento que la caminata le restaba.
– Era mi plan original -dijo Aranda-. ¿Vosotros estabais atentos a la radio?
– ¿La radio? Ah bueno, al principio sí, luego nos cansamos de escuchar ruido y decidimos utilizar las pilas para otras cosas. No teníamos tantas.
Aranda tardó un rato en contestar.
– Bueno, espero que los otros supervivientes no hayan desistido. Quiero mandar un mensaje desde los estudios, si ello es posible.
– ¿Un mensaje, qué vas a decir?
Ésa era una buena pregunta. Había estado concentrado en llegar hasta allí, quizá para convencerse al fin de que su plan era descabellado, pero no había dedicado mucho tiempo en pensar cuál sería el mensaje. No esperaba mucho de todas formas; había demasiadas incógnitas en la ecuación para que cuadrase, la electricidad, manejar el sistema, los repetidores de la señal.
Pensó por unos instantes antes de hablar.
– Quisiera decir a todo el que esté a la escucha dónde está el campamento de Carranque para que intenten llegar allí. Que usen las alcantarillas, los muertos no las usan y es una excelente manera de desplazarse de un sitio a otro. Decirles lo que hemos descubierto, también que hay esperanza. Puede que el Ejército esté a la escucha, puede que en alguna parte haya gente como Jukkar trabajando y envíen a alguien. No sé qué alcance conseguiremos, pero al menos creo que podremos cubrir Málaga. A los que estén cerca les diré que hagan señales en el aire, humo, bengalas, lo que sea. Que yo iré a ayudarles, y si todo va bien otros como yo vendrán después. Que queda esperanza.
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