– ¿Solos? -preguntó Isabel, atónita.
– Sí -dijo Gabriel.
– ¡Y con un perro anti-zombies! -explicó Alba, abriendo mucho los brazos.
– Es difícil de explicar -continuó Gabriel. -Pero ahora tenemos que irnos, ese hombre puede volver en cualquier momento.
– Esos bastardos -dijo Isabel, apretando los dientes y sintiendo que un torrente de odio se abría paso en sus entrañas contaminándolo todo.
– Vámonos -pidió Alba.
Isabel saltó de la cama poniéndose en pie. Al principio experimentó un ligero mareo: llevaba desde esa mañana sin probar bocado y había estado sometida a grandes tensiones. Pero después sacudió la cabeza y se centró en la tarea que tenía por delante. No quería venganza, solo escapar de allí y volver con Moses, volver a casa.
– Volvamos al sótano, creo que será lo mejor -dijo Gabriel. Y salieron por la puerta al pasillo. Antes de abandonar la estancia, Isabel dedicó una última mirada a la lujosa cama equipada con un precioso dosel de cuento de hadas. La cama que la perseguiría en pesadillas en todos los años que le quedaban por vivir. La cama donde con seguridad habría muerto de no ser por aquellos niños.
Se fue, y cerró la puerta tras de sí.
* * *
Theodor, aprovechando la maleza y los setos del jardín, se movía con extraordinario sigilo buscando alguna pista que le permitiera disparar. Ahora sabía que definitivamente, había algo o alguien moviéndose de un lado a otro; había vuelto a sentir la fricción de las ramas, solo brevemente a algunos metros a su derecha. Sin embargo no se atrevió a disparar; podría tratarse de una conocida técnica de distracción para que él revelara su posición.
Algo no le cuadraba, no obstante. Si habían atacado el muro desde fuera, ¿por qué habían acudido antes los zombis? Si había alguien esperando fuera, ¿no habrían atacado los espectros antes a éstos?, y por último, si se trataba de un ataque ¿por qué no intentaban entrar por la puerta principal ahora que habían conseguido desviar la atención hacia la brecha? Sin embargo no perdía de vista el sendero de entrada, e incluso la verja, distante, y allí no se movía nada.
De tanto en cuando, Reza disparaba vigilando el hueco en el muro. Tendrían que asegurarse de que no quedaba ningún espectro en la zona. Sabían que había grupos en algunas de las casas cercanas, los veían pasar detrás de las ventanas sumidos en la oscuridad de las habitaciones, pero los dejaron allí por si algún día querían arrastrar algún espécimen a casa. Había tanta diversión en un cuerpo vivo que no puede morir.
Frssss.
Se giró con rapidez alertado de nuevo por aquel siniestro sonido. Escuchó, intentando captar cualquier pista que le permitiera descubrir qué estaba pasando. A poca distancia, Reza se había acercado a la brecha intentando obtener una visión más amplia de la carretera y el exterior de la casa. Lo que vio no le gustó demasiado: dos docenas de zombis avanzaban por la carretera en dirección a la casa, tropezando unos con otros con su desgarbado andar. La luna dibujaba sombras alargadas debajo de ellos, y perfilaba sus siniestras formas.
Se volvió para informar a Theodor, pero no estaba a la vista.
Theodor tenía otros problemas. Había avanzado con extrema cautela, lamentando que el suelo estuviera sembrado de césped porque esa circunstancia le impedía seguir cualquier rastro de huellas. Y justo cuando estaba ya a punto de regresar a la casa con el plan de espiar desde las ventanas del piso de arriba, se encontró cara a cara con lo que había estado buscando. Era un perro, pero uno enorme, con el lomo ligeramente encorvado y las patas adelantadas en actitud amenazante. En las sombras de la noche su pelaje era oscuro, y sus dientes parecían refulgir con luz propia. Gruñía, como el viejo motor de un coche al ralentí.
Theodor se quedó inmóvil, sin atreverse aún a desplazar los brazos para apuntarle con el rifle. Acto seguido bajó la vista al suelo, para mostrar que no representaba una amenaza; nunca había visto a un animal atacar sin motivos, así que empezó a mover la mano muy despacio, como a cámara lenta, mientras evitaba cruzar su mirada. Consiguió colocar la mano en el rifle, y ya estaba girándolo hacia él cuando sin poder evitarlo, lo miró a los ojos.
Un breve instante, pero fue suficiente.
El perro se abalanzó sobre él con una rapidez sobrenatural y lo derribó hacia atrás. El rifle se disparó, pero la bala salió despedida y se incrustó en el tronco de un árbol que crecía a veinte metros dejando un agujero limpio y profundo. Cuando consiguió agarrarle la cabeza, sintió su aliento fétido y caliente en la cara; sus fauces buscaban su carne, sacudiéndose en el aire. Lo veía todo como fotografías estáticas en rápida sucesión, como una película a la que le faltaran fotogramas. No le dio tiempo a ser consciente de ello, pero su cuerpo exudaba feromonas y adrenalina que abofeteaban el hocico del animal y lo excitaban de forma salvaje.
Por fin, el animal hizo presa en su brazo. Los dientes se hundieron en la carne, desgarrando los tejidos y liberando la sangre que manó abundante. El sabor fue como una descarga eléctrica; ciego por la excitación y el líquido cálido que inundaba su boca, apretó las mandíbulas con tremenda fuerza haciendo crujir el hueso. Theodor gritó, súbitamente recorrido por una oleada de dolor lacerante. Cuando el perro sacudió su enorme cabeza con una violencia frenética el umbral del dolor ascendió a cotas que nunca había conocido. Se sintió transportado, empujado a una bruma blanca que le impedía incluso escuchar. La carne se desgarró resbalando limpiamente del hueso, y un fino chorro de sangre brotó de la herida con una potencia inesperada, manchando los arbustos y el césped con un ruido opaco.
El animal sacudió nuevamente la cabeza y perdió la presa, pero el brazo quedó colgando por un jirón de carne, con el hueso a la vista. La mano, inerte y bamboleante, era un pingajo aberrante. Theodor gritaba, en un tono tan agudo que casi parecía el de una mujer, y empezó a sacudirse como si estuviera siendo golpeado por furiosos rayos. El perro resbaló hacia atrás alcanzado por los embates, y su presa reculó tan rápido como pudo utilizando los codos.
Otra vez su atacante dirigió sus fauces hacia delante, ciego de excitación y mordiendo con saña en la zona que tenía más próxima: la entrepierna. Los dientes se hundieron en la tela del pantalón y más allá, ejerciendo una fuerte presión que hizo brotar la sangre rápidamente. Theodor se vio lanzado a las simas más profundas del suplicio y cayó hacia atrás, con la boca abierta pero muda, incapaz de proferir ya ningún sonido más.
Reza apareció entonces atraído por los gritos. Se encontró la brutal escena de bruces y no lo dudó un instante.
– Perro asqueroso -dijo mientras disparaba.
La bala le alcanzó en mitad de la cabeza y la desplazó como si la hubieran golpeado con un mazo perforando su cerebro animal de punta a punta. Su cuerpo se sacudió con un espasmo terrible y se desmadejó, cayendo contra el suelo con las patas extendidas. Así se quedó, inmóvil y muerto, con la boca enorme manchada de sangre.
Reza se acercó a Theodor, y vio el brazo desgarrado que colgaba hacia atrás. La entrepierna era lo peor. Una mancha oscura crecía en el pantalón con una rapidez inusitada. Chasqueó la lengua.
– Ayúdame -pidió Theodor, mirándole con ojos desorbitados. Respiraba por la boca dando bocanadas rápidas y cortas, como las de una parturienta alumbrando un hijo. Su pecho subía y bajaba al ritmo de su respiración.
Reza miró brevemente alrededor, para asegurarse que no había nadie más cerca.
– No hay nada que hacer, Theo, ya lo sabes -dijo al fin.
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