Pero Alba caminó despacio hacia una de las pilas y tocó la superficie de las cajas de madera amontonadas. Estaban cubiertas, al menos en parte, por un gran plástico transparente.
– Es esto, Gaby -dijo de pronto.
Gabriel se acercó hasta ella lleno de curiosidad. Las cajas eran bastas y tenían las asperezas propias de la madera sin pulir, que despuntaban en todas direcciones. En todas ellas se había adherido una señal triangular de color naranja que decía: EXPLOSIVES l. l. A
– ¿Explosivos? -preguntó todavía sin comprender.
– ¡Así es como lo hizo él, Gaby! Así es como lo destruyó todo.
– Chulita , no tengo ni idea de qué hablas -protestó el muchacho mientras contaba las cajas. Había al menos seis, colocadas sobre unos bancos de madera para que no tocasen el suelo. Esperaba que su hermana no pretendiera involucrarlos en nada que tuviera que ver con explosiones; una vez vio una película de la Segunda Guerra Mundial en la que una terrible explosión cercenaba la pierna de un hombre. La pierna salía despedida por el aire, bamboleante, hasta caer en el suelo varios metros más allá. La imagen le persiguió en sueños durante meses.
– El Hombre Malo, Gaby -dijo Alba en voz baja, como si se debatiera entre ensoñaciones- así es como lo hizo, ¡abre una caja!
Todavía dubitativo, Gabriel intentó mover la caja superior, que aunque parecía pesada se desplazó sin mucho esfuerzo. El ruido de la fricción le sorprendió, y su mente conjuró una imagen fugaz en la que una explosión súbita y terrible los lanzaba, a través del sótano, convertidos en una fina lluvia de partículas de sangre. Sin embargo no ocurrió nada, y después de una profunda inhalación, tomó la caja con ambos manos y la depositó en el suelo con un cuidado exquisito.
Fue Alba quien se agachó con gesto decidido y retiró la tapa revelando varias hileras de objetos pequeños con forma de huevo. Gabriel no los reconoció inmediatamente.
– ¿Qué son? -preguntó-, ¿bombas?
Eran frías al tacto y en uno de los lados tenía una palanca. La visión de la anilla de seguridad le hizo comprender de qué se trataba.
– ¡Son granadas! ¡Granadas de mano! -exclamó de pronto. Las había visto ser lanzadas, explotar, rodar por concurridas calles llenas de vehículos destrozados, siempre confinadas en el universo maravilloso del celuloide, pero nunca pensó que tendría una en las manos. Sentía el metal frío en los dedos, consciente de su poder destructor que le provocaba un miedo casi reverencial. Alba, por su parte, recogió los brazos alrededor del pecho como si las palabras de Gabriel hubieran terminado por confirmar lo que ya sabía.
– ¡¿Qué vamos a hacer con esto!? -exclamó, pasando una mano por entre sus cabellos-, ¿estás loca? Estás como una cabra.
– El Hombre Malo hizo explotar el edificio, Gaby -dijo Alba, intentando explicar lo que había visto hacía ya algunos días.
– ¿Quieres que explotemos éste edificio con granadas? -preguntó Gabriel, sintiendo un pulso repentino en las sienes.
– No.
– ¿De qué edificio hablas, entonces?
– ¡El edificio de donde se llevaron a la chica prisionera!
– ¡Oh! -exclamó Gabriel- ¿y destruyó un edificio entero? ¡Vaya! No me extraña con este arsenal.
Sopesó la granada en las manos; parecía pesar medio kilo más o menos. Alba se acercó a él, despacio, y puso su mano sobre la suya.
– Haremos lo mismo, ¡tírala, Gaby! -dijo de pronto.
Gabriel quiso decir algo pero la boca se le había secado. Instintivamente, cerró la mano alrededor de la granada, como protegiéndola.
– ¿Ti-tirarla? ¡¿a dónde?!
– ¡Por la ventana! -explicó Alba, súbitamente excitada. -¡Por donde hemos entrado! ¡Tírala contra el muro de fuera!
Gabriel miró la granada en su mano. La anilla de seguridad. El código de producto inscrito en relieve con caracteres altos y delgados, sensible bajo sus dedos. La palanca que iniciaba el percutor. La pierna del hombre que volaba por el aire mostrando un infierno de sangre y hueso mientras evolucionaba en medio del humo negro hasta caer en el suelo.
– Pero Alba -murmuró, casi sin proponérselo.
– ¡Tírala, Gaby!
Y Gaby avanzó con las piernas convertidas en bloques de cemento, hasta el ventanuco. Le temblaban las manos, pero consiguió tirar de la anilla que se liberó con un pequeño click apenas audible. En ese mismo instante, sintió la presión de la palanca contra su mano, y por su cabeza pasaron imágenes fulgurantes de cuando papá y mamá vivían, y su padre bebía cerveza Shandy a escondidas y mamá le regañaba porque era una barbaridad lo que esas cosas engordaban. Una barbaridad.
La anilla… ya está… está quitada…
Y lanzó la granada por el ventanuco. El proyectil salió despedido, describiendo una órbita elíptica hasta desaparecer entre la vegetación.
– ¡Agáchate! -exclamó Gabriel corriendo hacia ella.
Alba chilló.
* * *
Theodor se sirvió otro vaso, esta vez de Bourbon con una medida de agua, y lo apuró de un trago. La garganta protestó con una deliciosa sensación de quemazón, y entonces abrió la boca para dejar que el aire aliviara el sabor intenso. Sentía también un placentero hormigueo en la base de los testículos, y cierta flojera en piernas y brazos. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que estuvo con una mujer y casi había olvidado esas sensaciones. Era justo lo que venía necesitando tras pasar varios meses jugando a soldados con tres hombres más, un poco de compañía femenina. Se sentía, en suma, otra vez vivo, joven y satisfecho.
Se volvió para reunirse con Reza, quien miraba las llamas en el hogar con ambas manos entrelazadas a su espalda. Un caso curioso, Reza, pensó; no parecía mostrar interés alguno por el bello sexo.
– ¿Tardarán mucho? -preguntó sin volverse, al escuchar que los pasos de Theodor se acercaban.
– Ah, quién sabe -comentó Theodor, respondiendo en alemán.
– Creo que Dustin tiene alguna idea de dónde buscarles, pero ya sabes, llevará un tiempo. Bluma y Guido llevan días fuera buscando supervivientes. Pero no basta con encontrar un agujero cualquiera, ¡debe haber mujeres hermosas también! -añadió soltando una risa grave y hueca.
– ¿Recuerdas aquellos hombres que encontramos hace unas semanas? Qué enfermos estaban, daba auténtico asco verlos tan sucios, y con esas ropas rasgadas, creo que la gente exagera estas situaciones.
– Sí.
– Hicimos bien en aliviar su pesar.
Reza se encogió de hombros. Para él, había sido indiferente. Solo era un grupo de desnutridos e indefensos hombres que se oponían obcecadamente a la muerte, alargando sus días de existencia incluso cuando su salud degeneraba cada día. Les disparó uno a uno como quien apaga el interruptor de una lámpara. Encendido. Apagado. Como aquellos dos chicos que se ocultaban en un barril.
– Tendrías que probar la señorita, ya me entiendes -comentó Theodor, mirándole con suspicacia.
– No me interesa -contestó Reza sin apartar la vista del fuego. Se concentraba en el Premio. Su Premio. Quería ver las caras de sus compañeros cuando alzasen sus copas hacia él, reconociéndole como ganador absoluto. Él no era hombre de muchas palabras, pero estaba seguro de que Dustin les hablaría de la eficiencia magistral con la que se habían infiltrado en el campamento, cómo habían capturado a la mujer en un tiempo récord, y cómo se las había ingeniado para destruir el campamento que se habían trabajado, imposibilitando por completo la posibilidad de que alguien les siguiera.
– Pero Reza -exclamó Theodor con el firme propósito de jugar alrededor del concepto del hombre que rechaza los placeres de la carne. -¿Quizá tendríamos que organizar un nuevo juego para buscarte un hombre?
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