Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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Y descubrió que estaba abierta: el pomo giró sin ofrecer resistencia. Con exquisito cuidado volvió a girarlo en sentido contrario y regresó junto a Alba que le esperaba todavía junto a las granadas.

– ¡Está abierta! -dijo.

Pero en ese momento escucharon un ruido fuerte, como el de un petardo. El sonido se propagó por el sótano, retumbante. Los niños dieron un respingo; parecía venir directamente del otro lado del ventanuco. Alba se acercó a su hermano y lo abrazó.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Gabriel, en voz baja. -Parecía… ¿podría ser un disparo?

Entonces hubo un par de disparos más, y Alba se apretó a él aún con más fuerza. Gabriel le levantó la cabeza para que lo mirara. Las lágrimas asomaban en sus ojos, y su boca estaba curvada por un puchero.

– Alba ¿viste algo de esto? -preguntó con un susurro.

Alba negó vigorosamente con la cabeza.

– Vale. Espera aquí, voy a mirar.

– ¡No! -pidió Alba.

– Solo voy a mirar por la ventana.

Gabriel se acercó con prudencia al ventanuco y lo vio inmediatamente, a pocos metros de donde él estaba. Era un hombre arrodillado en el suelo, con un fusil en las manos. Disparaba contra una brecha que se había abierto en el muro, por donde -ahora lo veía- intentaban cruzar los monstruos; pero le daba la espalda de manera que Gabriel retrocedió rápidamente hacia atrás con el temor de ser descubierto.

– Hay un hombre ahí -le dijo al oído, preso de la excitación-. Y la granada ha roto el muro ¡está disparando contra los monstruos!

– ¿Un hombre? -preguntó Alba, con los ojos iluminados.

– Sí.

– Pues, ¡vamos a ayudar a la chica, Gaby!

– Pero, ¿cómo?

– Si el Hombre Malo está fuera, nosotros podemos subir.

Gabriel tragó el exceso de saliva que se había formado en su boca. Se daba cuenta de que finalmente, había un motivo para la peripecia de la granada, como parecía haberlo para todo lo demás. De nuevo se sintió como una marioneta, un títere en manos de algún destino que se le escapaba y sintió miedo; un miedo que le agarraba el pecho como una garra invisible y tiraba de él como si colgara de una soga. Sin embargo, vio un atisbo de determinación en los ojos de su hermana y eso le infundió renovados ánimos.

– Bueno, de acuerdo -accedió Gabriel.

Abrieron la puerta y se encontraron en una especie de salón diáfano bajo unas escaleras que ascendían al piso de arriba. Una luz trémula y dorada hacía cimbrear las sombras en un lado de la habitación que no podían ver, pero ambos supieron que se trataba de una chimenea. En frente de ellos se encontraba la puerta principal, abierta de par en par. La luz de la luna, de un azul brillante, bañaba toda la entrada.

– ¡Arriba, Gaby! -dijo Alba, señalando las escaleras.

Subieron rápidamente sin hacer ruido, y descubrieron un largo pasillo sumido en penumbras, flanqueado por puertas. La única luz disponible llegaba de una ventana ubicada al final del corredor.

– ¿Dónde está la chica? -susurró Gabriel, pero Alba no lo sabía. El muchacho hizo un cálculo, basándose en lo que la pequeña le había dicho cuando estaban en el jardín. Ésa es la ventana, Gaby. Se orientó, y probó una de las puertas.

En el exterior se escucharon dos disparos más. Amortiguados por la estructura de la casa, sin embargo, sonaron más bien como las campanadas de un reloj apremiante que repiquetea un réquiem por los difuntos.

* * *

Isabel vagaba por las tinieblas de sus recuerdos cuando la puerta se abrió con un chasquido. Atada a la cama dio un respingo y cerró las piernas de forma instintiva, recorrida por un calambre de pánico. Levantó la cabeza, y lo que vio era con toda probabilidad, lo último que hubiera esperado ver en un lugar como aquel.

Eran dos niños. Él parecía mayor, quizá doce años, pero ella no tendría más de nueve. Parecían asustados y desaliñados, y sus ropas estaban manchadas como si acabasen de sobrevivir a un terremoto. Ella llevaba un chándal en cuya parte delantera había bordado un pequeño gatito, y tenía una expresión desconcertante, dulce y triste a un mismo tiempo. Se quedó mirándolos sin decir nada, intentando encontrar una explicación para lo que veía. Si se trataba de prisioneros como ella, no sabía si podría soportarlo; gritaría hasta morir antes que ver a una niña como aquella sufrir algún daño.

Sin embargo, no entró nadie más en la habitación tras ellos.

– Desátala, Gaby, desátala -dijo la pequeña.

Gabriel estaba confuso. La mujer estaba atada a la cama con los brazos extendidos por encima de su cabeza, pero su cuerpo estaba desnudo. A la luz de la luna éste parecía brillar con luz propia; tan blanco era. El pantalón colgaba de uno de sus pies como una complicada madeja de telas. Ella flexionó sus piernas en un vano intento de cubrirse, y él leyó su miedo en su rostro de hermosas facciones. La coleta colgaba a un lado, por encima del brazo.

– S-sí -dijo, y se acercó a ella, dubitativo. -Voy a desatarla -explicó, señalando la cuerda.

– ¿Quiénes sois? -preguntó Isabel, mientras Gabriel empezaba a trastear con los nudos.

– Yo me llamo Alba -dijo la niña, acercándose al pie de la cama. -Y mi hermano se llama Gaby.

– Gabriel -corrigió el muchacho.

– Pero, ¿de dónde habéis salido? -preguntó Isabel, todavía perpleja.

– ¡Hemos venido a salvarte! -anunció la niña, y cuando una sonrisa iluminó su rostro infantil Isabel no pudo más y rompió a llorar. Gabriel se detuvo, sin saber qué hacer. A salvarte. A salvarte. Quiso parar para no asustarlos, pero no pudo; las lágrimas caían como manantiales por sus mejillas escocidas, pero al mismo tiempo, sentía que con cada una de ellas se liberaba las miserias contenidas en su interior, como el agua de un río que arrastra la porquería acumulada en tiempos de sequía.

Alba se acercó a ella y le puso una mano en la cara conmovida por su llanto. Era pequeña y caliente, e Isabel la apretó contra su brazo agradecida. Poco a poco, recuperó el control y consiguió contener el llanto; y mientras Gabriel se afanaba por soltar el nudo, cerró los ojos y disfrutó del tacto de su mano, del cariño que le transmitía, de su inocencia. No había desconfianza porque se trataba de niños, precisamente. No había visto ninguno en los tres meses que habían transcurrido desde que explotó la Pandemia Zombi, y aunque en ocasiones había pensado en ello, en el fondo de su corazón nunca esperó volver a verlos. En ocasiones, cuando yacía en la cama con Moses a su lado sí acariciaba la idea de tenerlos, aunque el mundo que la rodeaba le aterraba, y miraba al futuro con ojos soñadores, esperanzada con la vacuna que el doctor Rodríguez había desarrollado. Al menos agradecía que no hubiese niños que hubiesen vuelto a la vida como los adultos, porque éstos no resisten el coma zombi previo al proceso de resurrección. Nunca había tenido que enfrentarse a un espectro directamente, pero no creía haber podido sobrevivir si su vida hubiese dependido de tener que acabar con un niño. Zombi o no.

– Ya está -dijo Gabriel al cabo de un rato, soltando finalmente la última ligadura. Las cuerdas le habían dejado unas marcas profundas en la piel, y al liberar las manos, Isabel sintió un hormigueo en los dedos a medida que la sangre volvía a circular por ellos.

Tan pronto estuvo liberada se incorporó y recuperó su intimidad, ajustándose la camisa y subiéndose la ropa interior y el pantalón. Un gesto pequeño y cotidiano, pero que en esos momentos agradeció sobremanera.

– Pero -dijo entonces, secándose las lágrimas con la manga-, ¿de dónde salís vosotros?

– Hemos venido de muy lejos, para salvarte -dijo Gabriel mientras Alba, a su lado, asentía con vehemencia.

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