– Por… Dios, ayú… dame… -contestó Theodor, haciendo un esfuerzo hercúleo con cada sílaba.
– Si sólo fuera el brazo podría hacer un torniquete. Usaría una brasa para cauterizarlo. Duele, pero vivirías. Pero esa herida de ahí abajo, jamás podríamos contenerla.
– No, no, espera.
Entonces sacó una pistola del cinturón y le apuntó a la cabeza.
– No temas, no volverás de la muerte. Adiós, Theo.
– ¡NO!
El disparo crujió en mitad de la noche y la afanosa respiración se detuvo. Reza guardó de nuevo la pistola y preparó el fusil. En su cabeza, Theodor se desvaneció completamente; ahora era sólo algo fastidioso que tendría que contar a los demás cuando volvieran. Encendido. Apagado. Su cabeza estaba ocupada ya por otros asuntos urgentes: Los perros no tiran granadas. El Juego no había acabado.
* * *
– Entramos por aquí -explicó Gabriel, señalando el ventanuco.
Isabel examinó el ventanuco con cierta fascinación; apenas un tragaluz que podría haber pasado por insignificante y que ellos habían usado para adentrarse en aquel sótano umbroso que habría hecho temblar a cualquier niño que hubiera conocido, incluso antes de que el mundo se llenase de zombis. Midió a Alba con la mirada, y aunque menuda y delgada, se le antojó grande y heroica.
– Pero el Hombre Malo estaba allí -apuntó la niña.
Gabriel echó un vistazo a través de la ventana, pero el jardín estaba ahora vacío, la brecha tan solitaria como lo había estado al principio, y el ruido de los disparos había cesado.
– Parece que se ha ido -dijo Gabriel, inquieto por no saber dónde se encontraba ahora. Si abría la puerta de repente no tendrían ninguna oportunidad. No había manera de que pudieran salir por el tragaluz a tiempo; y si lo utilizaban para escabullirse hacia el jardín en ese momento, ¿quién decía que no estaría esperándoles tras el muro? Podrían encontrárselo de bruces en cualquier momento, ¿y entonces, se los llevaría a una habitación y los desnudaría también? Pero al llegar a ese punto se sintió asqueado y se esforzó por apartar aquellas imágenes de su mente.
– Sois muy valientes, chicos -dijo Isabel, todavía siguiendo su propia línea de pensamientos. -Pero, ¿no hay nadie con vosotros, vuestros padres, alguien?
– Nuestros padres murieron -dijo Alba rápidamente, con total naturalidad. La ausencia de inflexión en la voz le sorprendió, pero al mismo tiempo se sintió aliviada; demostraba muy a las claras que la pequeña había superado la pérdida.
– Está bien -dijo Isabel con suavidad. -Ahora vamos a salir de aquí, ¿de acuerdo?
La pequeña asintió vigorosamente.
Se acercó entonces al ventanuco junto al muchacho, y echó un vistazo fuera.
– Nosotros abrimos ese agujero en el muro -comentó Gabriel, siempre en voz baja.
– ¿En serio? No está muy lejos, ¿crees que podríamos simplemente correr hasta allí?
– Puede ser -respondió Gabriel, encogiéndose de hombros- pero, no sé dónde está ese hombre.
– ¿Cuál de ellos era? -preguntó Isabel. -¿El calvo, o el de pelo blanco?
Gabriel pestañeó.
– ¿Dos hombres? -preguntó, frunciendo el ceño. -Creía que había solo uno.
Isabel iba a añadir que no solo eran dos, sino que pronto serían más. El doble, al menos. Pero luego pensó que el comentario, con probabilidad, solo serviría para insuflar temor en los niños, y eso no podía conducir a nada bueno. Eran extraordinariamente valientes, quizá incluso más que ella misma, pero lo que necesitaban ahora era un poco de positivismo. Lo sentía en sus entrañas, y lo veía en sus caras.
– Creo que podremos hacerlo, ¿eh? No parece que haya nadie cerca.
Gabriel asintió con reservas, intentando vislumbrar algo entre los árboles y más allá del muro. Si de algo se alegraba, al menos, era de que el Hombre Malo
¿los Hombres Malos?
había acabado con los muertos vivientes que debían pulular alrededor de la casa, entre las villas carretera abajo.
– Si llegamos hasta el muro solo tenemos que ir hacia la izquierda -explicó Gabriel- para volver al campo, allí podremos perdernos, será difícil encontrarnos.
– No -dijo Alba entonces. -Tenemos que ir hacia la playa, Gaby.
– ¿Hacia la playa? -preguntó Gabriel, sin comprender. Su pregunta sonó repentinamente aguda.
– ¿Para qué?
– Porque… yo la vi. La trajo el Hombre Malo por la playa en unas motos que pueden ir por el agua. Y por allí tenemos que volver, Gaby. Ella quiere volver.
– ¡Alba! -protestó Gabriel, olvidando por un momento hablar en voz baja -Dijimos que ibas a contármelo todo.
– Esperad -pidió Isabel, un tanto confusa. -¿Dónde estamos ahora?
– Cerca de Marbella, creo -apuntó Gabriel. -Al menos, deberíamos estar cerca, andamos muchos días desde Calahonda.
Isabel experimentó una súbita sensación de pánico. ¡Marbella! En un mundo de carreteras colapsadas y lleno de muertos vivientes, eso era tanto como decir la otra parte del mundo. De pronto se sintió muy lejos de casa, separada por unos interminables sesenta kilómetros del lugar donde estaban sus amigos y, sobre todo, Moses. Las preguntas acechaban su mente consciente en todo momento, ¿cómo la secuestraron, por qué nadie lo impidió?, y si alguien lo intentó, ¿seguiría vivo? Recordaba que el Escuadrón había partido esa mañana hacia el puerto, y ellos eran los únicos que podían usar las armas con garantías. Pero intentaba mantener esos angustiosos interrogantes apartados; no quería, todavía, enfrentarse a ellos. Solo quería regresar.
– Motos de agua -dijo Isabel entonces. -Eso podría funcionar, si conseguimos llegar hasta Málaga es cosa hecha, una vez allí usaremos las alcantarillas para llegar a Carranque.
– ¡Puag! -soltó Alba, arrugando la nariz.
– ¿Hay más gente allí? -preguntó Gabriel, esperanzado.
Isabel suspiró, velada por la amargura.
– Seguro que sí.
Decidieron entonces utilizar la ventana para salir. Si el Hombre Malo no estaba allí, entonces probablemente había vuelto a la casa. Era posible que decidiera subir a comprobar si la prisionera seguía en su sitio, y entonces… entonces la buscarían sin ninguna duda. Si habían ido a por ella hasta Málaga, revolverían cielo y tierra hasta dar con ella. Y los niños, si esos monstruos los localizaban solo Dios sabía lo que serían capaces de hacer.
Otra vez extendió Gabriel su camisa para evitar cortes con los cristales dentados. Isabel pasó primero con cierta dificultad saliendo a la oscuridad de la noche; el aire era ya frío, aunque ella lo agradeció. Miró alrededor buscando intranquila a alguno de sus captores, pero los arbustos permanecían serenos y los árboles silenciosos, inmóviles, testigos mudos de todo aquél trasiego. Después, ayudó a la pequeña a pasar. Era tan liviana que consiguió tirar de ella a través del tragaluz como quien saca una espada de su vaina. Por último, Gabriel emergió entre ellas con una agilidad notable.
– ¡Vamos! -dijo Alba.
– Sssh -pidió Isabel, llevándose un dedo a los labios.
– Esperad -dijo Gabriel, recuperando la camisa y volviéndosela a poner. -Voy a ver si veo algo por ese lado.
Isabel iba a decir algo, pero el niño ya había empezado a avanzar hacia la esquina de la casa pegado al muro. Allí, espió la parte frontal asomando ligeramente la cabeza pero no vio nada fuera de lugar, el camino de entrada seguía tan solitario como cuando lo vislumbró por primera vez, y los setos y arbustos reflejaban en sus lozanas hojas verdes el fulgurante resplandor de la luna.
Sin embargo, cuando se preparaba ya para regresar, creyó ver una forma agazapada entre la vegetación. Al principio se sobresaltó, creyéndose observado por ojos atentos, pero la forma estaba inmóvil y silenciosa. Se animó a acercarse, movido más por la curiosidad que la prudencia.
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