Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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De pronto, el barco tembló y se escuchó griterío arriba. La ansiedad se apoderó de nosotros. Uno de los invitados abrió la primera caja que le quedaba a mano y sacó un Kalashnikov. El arma estaba sin acabar de montar y, además, no teníamos munición, por lo que de nada nos iba a servir. En cualquier caso, repartimos unos cuantos para utilizarlos como garrotes. De un momento a otro, por la escalera de caracol que descendía a nuestro nivel, esperábamos ver aparecer a los piratas javaneses, o somalíes, o a saber de qué parte de aquel océano sin ley… Pero ¿podrás creerlo, Martina?, el único que se presentó, sonriente, envuelto en un albornoz y fumando un cigarrillo, fue Hugo. Para comunicarnos, con enorme alegría, el siguiente parte de guerra: «Hemos hundido dos embarcaciones y el resto han puesto proa en polvorosa. ¿Lo celebramos con un martini?»Subimos a cubierta. Desde las bordas, nuestros marineros seguían ametrallando sin piedad a los náufragos. «Es más humanitario rematarlos que abandonarlos a los tiburones», me dijo Doris, al observar mi escandalizada expresión. «¡No lamentes su suerte!», añadió. «¿Acaso no pretendían asaltarnos, hacernos prisioneros y a las mujeres vendernos como esclavas sexuales?»

Tuya, siempre

Dalia

Nota: Supongo que se deberá al nerviosismo producido por el frustrado ataque, pero Hugo, confundiéndome con su primera mujer, se ha equivocado de nombre y por dos veces me ha llamado Azucena. A la tercera, ya furiosa, se lo hice notar y, ¿sabes qué me contestó el muy…? «Al fin y al cabo, las dos tenéis nombre de flor.» ¿Por qué los hombres tienen que ser tan… ya sabes?

57. Bolscan, 13 de abril de 1992

Los días se le hacían tan largos a Ernesto Buj que de cada uno de ellos llegaba a tener una conciencia individual, conciencia individual, lo que le permitía al mismo tiempo odiarlos genéricamente y atribuirles una condición particular de penitencia o castigo.

Desde que había comenzado la cuenta atrás de su forzado retiro, el ex inspector no podía soportar esos mismos amaneceres que antes, cuando era hombre, un policía, tanto le gustaba recibir sobre el asfalto, de camino a su despacho en Jefatura o como broche de una madrugada de acción.

Ahora, jubilado, moviéndose con pesadez de un lado a otro de la mitad de su cama, tardaba en levantarse y desayunaba demasiado, bollos, churros, confituras, en la pequeña cocina de su casa, cuyos catorce metros cuadrados seguían oliendo a los platos cocinados para la comida y la cena del día anterior.

¿Y qué hacer durante toda la jornada? Al principio, el Hipopótamo había rondado la manzana de Jefatura y regresado a la barra de El Lince para hacerse el encontradizo y compartir con algún colega un café y un rato de conversación, pero los otros inspectores, los suboficiales y agentes que habían trabajado a sus órdenes, pronto comenzaron a ignorarle o relegarle con una odiosa condescendencia de hombres sanos y laboralmente útiles.

En cuanto el altivo Buj hubo sufrido un par de tácitas humillaciones, abandonó su territorio natural y comenzó a frecuentar otros distritos y locales donde apenas le conocían o donde era visto por vez primera: el barrio de San Pablo, de clase media, muy tranquilo, con sus pacíficas cafeterías, las calles en cuesta y uno de los dos últimos tranvías que todavía funcionaban en Bolscan, traqueteando y haciendo rechinar sus ruedas de hierro, entre chispazos eléctricos, al frenar en las paradas; o el Barrio Universitario, al este de la ciudad vieja, con sus alegres cervecerías y un ambiente que ya nada tenía que ver con los alborotos callejeros, con las carreras, cargas y huelgas de los años setenta. También, aunque de manera más esporádica, Buj recorría algunos de los tradicionales parques que todavía no habían sido aniquilados por esas modernas reformas tendentes a sustituir sus plazas de arena por manchas de cemento y sus viejos bancos de madera, que todos los veranos había que volver a pintar, por otros de un diseño tan sofisticado como incómodo para las convencionales posaderas del ex inspector.

El Hipopótamo jamás había apostado, ni siquiera a las quinielas, pero en su nueva etapa se había aficionado al juego y eso era nuevo y hasta cierto punto excitante para él. En cuarenta años de servicio, no siendo para proceder a algún registro o detención, nunca había pisado un casino.

Ahora, sin embargo, en cuanto daban las cuatro o las cinco de la tarde, salía de casa con su americana de cuadros, su pantalón de tergal y el cogote saturado con la colonia a granel, de a litro, que cada año le regalaban los Reyes Magos, para encaminarse a un barcito del Barrio Universitario donde podía tan plácidamente jugar a las tragaperras mientras saboreaba una copa de coñac Soberano. Luego iría al bingo de la calle Independencia, donde el antiguo Palacio de la Lucha, para apostar a los cartones en compañía de amas de casa y otros jubilados como él. Finalmente, a eso de las siete o las ocho, se llegaría a la sala de juego del Gran Casino del Hotel Embajadores y probaría suerte en las mesas de ruleta y black jack. En el Gran Casino no tenían coñac Soberano, pero sí un carísimo brandy francés que el Hipopótamo pagaba con aire desdeñoso, dando a entender que la correspondencia entre su paladar y su bolsillo en absoluto justificaba el abismo del precio.

Como jugador era un desastre y, por otra parte, nunca había sabido beber. A medida que se emborrachaba, más bebía y más jugaba, de modo que, al caer la noche, sumando sus pérdidas en las diferentes salas, y compensándolas con las esporádicas y más bien escasas ganancias, se le había esfumado una más que estimable cantidad.

Las noches en que perdía más de la cuenta le daba vergüenza regresar a casa para cenar cara a cara con Pascuala, en aquel silencio que cada vez se parecía más al que le aguardaba después de la vida. Huyendo de esa rutina, solía perderse a tomar la última ronda en la Taberna del Muelle, junto a su amigo Tuco. El tabernero cerraba justamente a medianoche, pero le dejaba estar mientras hacía caja, fregaba el suelo, recogía la cocina y cargaba las cámaras para el día siguiente.

Aquella tarde, la que casi resultó ser la última para él, Buj no había salido de su casa para ir a jugar, sino para pasear a su perro, a Cisco. Sin embargo, se aburría de tal manera que acabó entrando a tres o cuatro bares y bebiendo en todos. Ya estaba bastante borracho cuando, a eso de las once y media de la noche, se presentó en La Taberna del Muelle.

– Ponme un Soberano, Tuco.

– No sé de dónde viene, inspector, pero yo diría que ya ha bebido bastante.

– Odio que me sigas llamando así. Sé que lo haces por caridad, porque te doy pena.

– Debería dejar de atormentarse. A veces, la vida viene mal dada. Es como el naipe.

– No me hables del juego. Me estoy bebiendo y jugando la pensión, sin que Pascuala lo sepa. Al paso que voy, en seis meses estoy pidiendo limosna.

– ¡Anímese, inspector!

– Pues ponme un trago.

Tuco le sirvió un coñac y Buj se sentó a la mesa pegada a la cristalera, desde la que se veían los faroles de los barcos y, al fondo, las luces de la ciudad. La vista tenía poesía y sentido y el Hipopótamo se ensimismó calentando la copa con ambas manos, como un cáliz y, al mismo tiempo, fumando sus Bisontes sin solución de continuidad, encendiendo el nuevo con la brasa del anterior.

Una congoja intensa le hacía sentirse desgraciado, pero se resistía a aceptar lo que de su presente, de cada día, de cada hora, se desprendía: que toda su vida había sido un error. Poco a poco, con la soledad como única compañera, esa conclusión iba ganando enteros, tendía a establecerse como un puente hacia la nada. Su desmoralizado ánimo estaba a punto de aceptar que su historia no era la de un héroe, que nadie llegaría a escribirla, tal vez ni a recordarla, y que se extinguiría con él, si es que no se había extinguido ya. En momentos así, le entraban unas ganas sordas de llorar en silencio.

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