Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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¿En qué iría pensando Jacinto Rivas cuando unos rápidos y pesados pasos le sorprendieron por la espalda? Aquella sombra se le echó encima en lo profundo del bosque y le derribó sobre la alfombra de retama. ¿Estaba pensando Jacinto en los ojos verdes y en la sonrisa de Dalia? ¿En que tenía que vacunar a las terneras recién paridas? ¿En que tal vez, en el futuro, y como a veces sucedía en las novelas, un hijo suyo, un bastardo, llegaría a heredar el Ducado de Láncaster?

No debió de disponer de tanto tiempo, ni siquiera de la oportunidad de pensar. Una rodilla le aplastó el pecho contra la tierra mientras unos brazos de acero se cerraban detrás de su nuca y unas manos como garfios le retorcían el cuello hasta que un grito ahogado brotó de su garganta y se escuchó un fuerte crujido, como si un tronco acabara de partirse bajo el rayo.

54. Lankafinolu, 4 de abril de 1992

Querida Martina:

Ayer fue un día maravilloso. Celebramos mi cumpleaños por todo lo alto. Hugo me sorprendió con una fiesta especial. Unos amigos suyos, un matrimonio encantador, y otras tres parejas, igualmente muy agradables, nos acompañaron durante toda la velada, que tuvo lugar en un yate de lujo, El Halcón Maltés.

Esa embarcación había acudido el día anterior a buscarnos al embarcadero de Lankafinolu, nuestra segunda isla-hotel, en la que nos hemos alojado durante la última semana. Al abandonarla, el capitán nos advirtió que navegaríamos de noche hacia el sur, hasta otra de las islas, Sura-Hanui, donde nos aguardaban nuestros anfitriones, los mismos que nos habían enviado su yate para recogernos. De modo que, una vez hechas nuevamente las maletas, y habiéndonos despedido de nuestro bungalow con un fugaz disparate sexual que nos hizo sentirnos como locos adolescentes, nos dispusimos a partir hacia alta mar.

Nada más subir a El Halcón Maltés me puse a hacer fotos. El barco es un puro ensueño. Para muestra, tres botones: con sus ceñidas camisetas de rayas, los marineros parecen haber sido seleccionados por una empresa de modelos masculinos; en el camarote-suite donde hemos quedado alojados cuelga un Pissarro; las paredes de nuestro dormitorio son de mármol y la grifería de oro.

Llegamos a Sura-Hanui al día siguiente, poco después de amanecer. La isla es muy pequeña, un atolón, realmente, con una barrera de coral y media docena de mansiones privadas. Por algún motivo que nunca se nos llegó a explicar, y eso que le pregunté al capitán, tuvimos que esperar varias horas a bordo mientras unos marineros cargaban a hombros pesadas cajas de embalaje hasta que, a eso de las dos de la tarde, embarcaron el propietario del yate, Abu Cursufi, y su mujer, Doris, una norteamericana muy atractiva.

Hugo me había explicado que Cursufi, de origen árabe, libanés, concretamente, es un prestigioso financiero y mecenas internacional. Desde hace tiempo ambos, Cursufi y mi marido (¡y qué orgullosa me siento, Martina, de poder llamarle así!) mantienen vínculos artísticos e intereses empresariales a través de sus respectivas productoras cinematográficas. Cursufi en la India, en Bollywood; Hugo, como sabrás, por su selecta filmografía, en colaboración con los más prestigiosos directores europeos.

Di las gracias a Doris Cursufi por estar ejerciendo tan generosamente su papel de anfitriones y dejé que Abu me tomara del brazo para mostrarme el puente de mando, equipado con los más modernos sistemas de navegación náutica. Deseaba mostrarme amable y le comenté que su apellido, en mi opinión, tenía ecos mediterráneos, de Tánger, de Orán, de Chipre y Constantinopla. El sonrió, complacido. Ya por la noche, durante mi cena de cumpleaños, Cursufi me confesaría que, si nos remontásemos en su árbol genealógico hasta los tiempos de la Armada Invencible o, más atrás aún, hasta la época del pirata Barbarroja, podríamos fácilmente tropezamos con toda una saga de corsarios que llevaban su nombre. «Y tal como están las cosas hoy en día -añadió el financiero en tono jocoso- me temo que no nos quede más remedio que seguir pirateando un poco.» A Hugo le hizo tanta gracia aquel comentario que se le atragantó el champán.

Además de árabe, como te decía, Cursufi tiene raíces italianas, y habla bastante bien español. Doris se enamoró de él en Florencia, cuando se desplazaba por Europa enviaje de estudios. Tienen dos hijos. Habitualmente, residen en Yugoslavia, en la ribera del Adriático, cerca del puerto de Dubrovnik, pero poseen mansiones en otras partes del mundo. En Nueva York, por supuesto, y también en España, en Marbella.

Sin contar a los Cursufi, embarcaron en El Halcón Maltes , como te decía, otras tres parejas, muy distintas entre sí pero que, a tenor de las conversaciones cruzadas que fui captando en cubierta o a las horas de las comidas, parecían haber disfrutado de otros viajes comunes. Las mujeres eran europeas, dos francesas y una rusa. Ellos compartían el aire mestizo de Cursufi y lo mismo podrían ser tunecinos que griegos, jordanos que armenios. Hugo sólo conocía a Abu, con quien tenía pendiente la negociación de una producción cinematográfica y alguna otra inversión. «Esta tarde -me comentó- Cursufi nos ha convocado a una reunión, por lo que deberás disculparme.»

Di por supuesto que los caballeros preferirían estar solos y me apunté a una sesión de buceo con Doris y otra de las mujeres, Olga, de origen ruso, una verdadera muñeca de porcelana, alta y plana como una tabla (a diferencia de Doris, que es dueña de dos hermosas… ya me entiendes). El Halcón Maltés había quedado fondeado frente a otra de las islas y las tres, acompañadas por varios marineros, algunos de los cuales eran, a su vez, expertos buceadores, nos dirigimos hacia el arrecife para proceder a una primera inmersión.

Yo jamás había buceado antes, salvo el par de lecciones que había tomado en Kuramati, pero presté la máxima atención a las explicaciones y esta vez conseguí sumergirme hasta seis o siete metros, los suficientes como para disfrutar de una nueva sensación, la de, realmente, rozar con mis manos la asombrosa riqueza de los fondos submarinos. Olga, la rusa, en cambio, debió de ejecutar mal la descompresión porque emergió con la cara blanca y una expresión de terror en los ojos. En la barca, se mareó. Como era demasiado pronto para regresar al yate, el contramaestre propuso desembarcar en la playa para descansar un rato.

Así lo hicimos. Doris y yo nos quedamos tumbadas al sol, a fin de entrar en calor, mientras Olga optaba por dar un paseo con uno de los marineros, un muchacho verdaderamente guapo, cuyo torso de bronce brillaba con el agua y el sol. No sé si te había dicho, Martina, que la tripulación de El Halcón Maltés dispone de varios uniformes, y también de unos ajustados bañadores de color negro que se les pegan a los muslos, insinuándoles… ya me entiendes. El caso es que Olga y aquel joven Adonis se alejaron caminando por la orilla hasta desaparecer detrás de unas rocas.

Doris y yo nos quedamos conversando en la orilla. Con total naturalidad, ella se había quitado la parte de arriba del biquini, de modo que me animé a imitarla. El resto de tripulantes, otros tres hombres, podían perfectamente vernos desde la barca, donde se habían quedado para fumar unos cigarrillos, mientras nos esperaban. Debo confesarte, querida Martina, que eso me produjo una curiosa excitación, no tanto originada por secretos impulsos eróticos como por una pulsión más duradera en el marco de una nueva sensación de poder.

En aquella playa paradisíaca, junto a mis nuevas y millonarias amigas, experimenté por primera vez mi recién estrenada condición de pertenencia a la élite. Comprendí que, en adelante, mi vida discurrirá al margen de las realidades que he conocido; que no tendré que bajar a comprar el pan ni cocinar porque dispondré de una docena de personas a mi servicio, y porque mis hijos, en cuanto los tenga, que pienso tenerlos, heredarán un título nobiliario, con Grandeza de España, e inmensas riquezas, además de la inherente obligación de seguir perteneciendo a la élite. Pensando en todo esto, sufrí una especie de vértigo porque, al mismo tiempo, temía no estar a la altura, defraudar a Hugo, avergonzar a su madre, a la duquesa, quien, con tanta generosidad (aunque sólo la conozco del día de nuestra boda) me ha acogido en el seno de mi familia política.

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