Un autobús aparcó tras ellos, en los andenes. El tubo de escape expulsaba un humo acre. Sus frenos taladraron los tímpanos del barón. La temperatura aumentó.
– Gracias -dijo Buj.
No les separaban ni veinte centímetros. Hugo pudo ver una mancha diminuta, en forma de luna menguante, en uno de los iris color cáscara de nuez del inspector.
Este le espetó:
– ¿Nos conocemos?
El barón tragó saliva. Percibió un nudo algodonoso, como si se hubiese tragado un trapo.
– Lo dudo -tartamudeó.
– Su cara me resulta familiar -insistió el policía.
– Yo no le he visto nunca.
– Es curioso. Juraría…
– Todos tenemos un doble -murmuró el barón, procurando sujetar sus nervios.
– Eso dicen. Buenos días.
Buj salió de la estación. Hugo volvió a apoyarse en el zócalo, tembloroso, y no respiró tranquilo hasta que vio a su enemigo alejarse entre la multitud.
50. Una chica sube al autobús
Una película de sudor humedecía las palmas de sus manos.
Hugo había experimentado esa nerviosa sudoración en citas de negocios, cuando la otra parte no se plegaba a sus deseos. Al principio, el pulso se le aceleraba, pero después los golpes de su corazón, más vigorosos, auténticas campanadas resonándole en el pecho, se distanciaban, legándole una sensación de debilidad, como si fuese a perder el sentido. Por megafonía anunciaron la salida de su autobús a Ossio de Mar. Al ocupar su asiento detrás del conductor, separado por una mampara de plástico, el aristócrata experimentó otro amago de claustrofobia. Aquella oscura estación…
Cerró los ojos con fuerza y pensó: «Imagina grandes espacios, el mar, las dunas.» Su fantasía regresó a los caminos secretos de la Sierra de la Pregunta, a las veredas de esponjosos musgos y líquenes de radiante verdor. A Hugo le atraían las sombras del bosque. Su mujer, en cambio, prefería el brillante césped y los jardines del palacio, y casi gritaba de terror cuando él la perseguía sorteando los umbríos abetos…
¡Su mujer! ¡Sólo él la conocía, sólo él sabía quién era! A veces tenía la sensación de que no le pertenecía a él, sino a aquel mundo de arroyos y bosques. En una ocasión, le había hecho el amor junto a un manantial sobre el que los árboles trenzaban una bóveda impenetrable a los rayos del sol. Era como amarse en un mundo primitivo, donde los sonidos resultaban indescifrables y las fugaces sombras lo mismo podían pertenecer a los huidizos ciervos que a los espíritus del bosque.
El trajín de los restantes pasajeros, que iban acomodándose, sacó al barón de su ensoñación.
Rozando casi las paredes del hangar, el autobús de línea fue girando hasta enderezar el túnel de salida y salió de la estación a una calle larga y estrecha, congestionada de tráfico.
Hugo pegó la frente a la ventanilla. Una mariquita revolucionó sus élitros y voló hasta la rejilla de equipajes.
El barón contempló la ciudad. ¿Qué significado tenía todo ese ruido? ¿Por qué entraba tanta gente en las tiendas, por qué no hablaban entre ellos, por qué se esquivaban sin mirarse unos a otros? Hasta en la cárcel había más humanidad…
El autobús se detuvo ante un semáforo. El barón se quedó mirando a una chica latina, con una melena corta que dejaba al aire su nuca. Llevaba botas de caña y, pegados a los muslos, unos vaqueros negros. Echó a andar y su taconeo se impuso al rumor de la calle. La chica desvió los ojos hacia el autobús y durante un par de segundos cruzó su mirada con la de Hugo. Le sonrió sin disimulo y se dirigió a un club de alterne cuyas luces estaban encendidas en pleno día: Ero's. La sangre del barón se caldeó.
Unos minutos después, el autobús se deslizaba por las avenidas del centro, con sus viejas palmeras rejuvenecidas por la lluvia y la bahía asomando entre las solanas, más allá de la lonja medieval y de las casamatas de los fuertes militares.
El conductor los detuvo en el paseo marítimo para hacer una última parada. Una mujer muy atractiva subió y fue a sentarse junto a Hugo.
– Perdone. Llevo el asiento número cuatro.
El barón fue a levantarse para ayudarla. La pasajera se estiró en puntas de pie para colocar su bolsa en la banda superior. Al hacerlo, se le cayó el billete. Se agachó para recogerlo y sin querer se golpeó con la frente de su compañero de asiento. Rieron a la vez. Al devolverle el billete, las yemas del barón rozaron sus dedos.
– Qué torpeza, cuánto lo siento…
– Nada de eso, la culpa ha sido mía.
El autobús enfiló el último tramo de la bahía. El barón era corpulento y su hombro derecho, al menor vaivén, rozaba el de la pasajera. Desde que ella había subido al autobús, olía a limón. Hugo esbozó una seductora sonrisa:
– ¿Puedo preguntarle cuál es su perfume?
– Ninguno. ¿Por qué?
– Me está llegando un intenso aroma a…
– ¿Pomelos? -rio ella-. Van ahí arriba, en la bolsa. Hoy no tendré tiempo para comer y al pasar por el mercado he cogido unos cuantos. Los pomelos son muy energéticos, ¿sabía?
El barón lo negó, manteniendo la sonrisa. La voz de ella tenía un sonido agradable. No hacía falta ser psicólogo para aventurar que era una persona optimista.
A Hugo le pareció que acababan de abrir las ventanillas a un viento dulce y cálido. Su brazo acababa de rozar de nuevo el hombro de la mujer. El corazón del barón se puso a latir con desorden.
– ¿Va muy lejos?
– A Ossio de Mar -repuso ella con naturalidad.
– ¡También yo! -exclamó Hugo.
Había utilizado un tono exaltado, pero la pasajera no pareció darse cuenta.
– ¿Vive usted en Ossio?
– No exactamente, pero visito el pueblo de vez en cuando.
Ella lo miró con más interés, como si intentara situarle. Pero no le había visto nunca.
– ¿Hace mucho que no va por allí?
– Muy contra mi voluntad, algo más de un año.
– Entonces, no conocerá mi estudio de decoración. Sólo llevo unos meses instalada en la plaza de la Iglesia.
– ¿Cómo se llama su estudio?
– Como yo. Dalia Monasterio.
– ¿Es usted decoradora?
– Sí.
– Un trabajo muy interesante.
– Eso pienso.
– ¿Tiene muchos encargos?
– Más de los que puedo atender.
El tono de Hugo sonó paternal:
– Aprenda a decir que no. Vivirá más tranquila.
Ella le miró, divertida:
– Seguro que no es usted empresario. Rechazar a los buenos clientes no suele ser el mejor camino para prosperar. ¡Y le aseguro que no es nada fácil decir que no a toda una duquesa!
Hugo estuvo a punto de pellizcarse.
– ¿Pertenece usted a la aristocracia?
– Claro que no. Pero acaba de contratarme Covadonga Narváez, a la que conocerá por las revistas. Es Grande de España, una fortuna.
– ¿Para qué la ha contratado?
– Para emprender una reforma a fondo de su palacio. Los Láncaster viven en pleno bosque, en medio de una inmensa propiedad. Habitan en una mansión inconcebible, un pastiche arquitectónico como no he visto otro. ¡Figúrese que los del pueblo la llaman la Casa de las Brujas!
Turbado, Hugo desvió la mirada hacia la ventanilla y guardó silencio.
El autobús progresaba a renqueante velocidad por la carretera costera. El terreno iba haciéndose montañoso y pronto pudieron distinguir las boscosas laderas de la Sierra de la Pregunta.
Empezaron a subir Los Altos de Somofrío. Hugo se levantó para rogar al conductor que le parase un poco más arriba.
– ¿No sigue hasta Ossio? -le preguntó, extrañada, su compañera de viaje.
– No. Desde aquí iré caminando a casa.
– ¿Dónde vive?
– Cerca del Puente de los Ahogados.
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