Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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Tuco vio cómo sus calientes lágrimas caían sobre la corbata llena de manchas y sintió pena por él, porque era como si de una piedra brotara sangre.

El Hipopótamo permaneció un buen rato en esa actitud, la cara pegada al ventanal de la Taberna del Muelle, la copa de coñac oprimida contra el regazo, el cigarrillo humeándole en la boca e irritando todavía más sus enrojecidos ojos, hasta que se levantó con dificultad, trastabillando, se despidió del tabernero con un ininteligible adiós y salió a la noche calurosa y sin estrellas que tras un día de bochorno había caído sobre la ciudad.

El malecón estaba mal iluminado. Había tramos en que los contenedores y grúas tomaban formas fantasmagóricas, como monstruos acechando sobre la muralla de bloques. Cisco, el perrillo, que tan diligentemente le había esperado a la puerta de la taberna, se enredaba entre sus piernas.

El mar sonaba de fondo, las olas eran suaves y negras. Buj pensó que se despejaría dando un paseo por la playita encerrada entre el puerto y el muelle pesquero y bajó las gastadas escaleras de piedra. Olía a las putrefactas algas que la marea arrastraba y que alguien acabaría recogiendo para vendérselas a las fábricas de cosméticos.

Buj cruzó la estrecha franja de arena oscura hasta que el agua humedeció las punteras de sus zapatos. Se lavó la cara con agua de mar y contempló la bahía en forma de concha, con la regular iluminación de farolas amarillas señalando el intermitente paseo marítimo y, más allá, hacia la costa occidental, pegando ya al monte Orgaz y a las primeras estribaciones de la Sierra de la Pregunta, las ígneas chimeneas de la refinería expulsando hacia el cielo encapotado azufradas lenguas de fuego.

Tal vez porque la arena los amortiguaba, no sintió los pasos.

El perro se puso a ladrar cuando una sombra se le vino encima. Primero notó un golpe en los riñones, tan súbito y seco que le dejó sin aliento, y en seguida la presión de otro cuerpo, seguramente tan voluminoso como el suyo, que lo volteaba, haciéndole caer de bruces y clavándole una rodilla a la espalda. Unas manos como tenazas le impulsaron la nuca atrás y le giraron el cuello buscando el ángulo de fractura mientras una aguardentosa voz le susurraba:

– Para ir elegante de verdad, inspector, le falta la pajarita.

58. Isla de Reunión, 17 de abril de 1992

Querida Martina:

Te escribo desde un renovado paraíso. Desde la isla de Reunión, más concretamente, un destino para naturalistas y poetas. También para enamorados.

Y no empleo esta palabra por casualidad, sino porque todas mis dudas, las pequeñas y las grandes, y algunos de esos desencuentros con Hugo de los que me hacía eco en mi última carta, se han disipado como las nubes en el horizonte del Indico. A propósito: hace un tiempo perfecto.

La travesía desde isla Mauricio resultó una delicia. Nuestra pareja anfitriona, el matrimonio Cursufi, se había propuesto hacernos olvidar anteriores sobresaltos y te puedo asegurar que lo consiguieron. No ha habido noche en que no organizasen una fiesta a bordo. Los marineros se disfrazaban, hacían juegos de magia, tocaban para nosotros mientras cenábamos langosta y bebíamos vino blanco a la luz de las estrellas. Después nos reíamos con el karaoke, jugábamos a las cartas, veíamos alguna película en la sala de proyecciones, o simplemente Hugo y yo nos retirábamos a nuestro camarote para disfrutar con nuestros juegos amorosos y entregarnos una vez más a la pasión.

Debo confesarte, Martina, que en ese terreno íntimo del amor carnal Hugo es un amante experto. Sabe muy bien cómo hacer feliz a una mujer. Mi marido disfruta haciendo el amor como si para él nada más importante hubiese que exprimir al límite esos instantes de placer en que ambos nos diluimos en un mismo y más completo ser. Cuando estamos desnudos, uno junto al otro, piel contra piel, exhaustos y felices, su voz sigue susurrándome en la oscuridad tiernas palabras y el deseo renace y me estremece desde la raíz de los cabellos hasta las uñas de los pies.

Tras tocar tierra en Reunión, abandonamos El Halcón Maltés y nos despedimos de los Cursufi. Doris y Abu y el resto de sus invitados se proponían proseguir la travesía marítima hasta Australia, pero Hugo tenía otros planes para nosotros.

A modo de una nueva sorpresa, entre las muchas que ya van sumándose a lo largo de nuestra luna de miel, mi marido había reservado en un majestuoso hotel, el Fin de Siècle, una suite para nosotros y otra habitación para alojar a su prima Casilda de Abrantes. Ya sabes, la actriz. Hugo me advirtió que Cas, como él, cariñosamente, la llama, llegaría en vuelo directo procedente de París, donde, al parecer, pasa buena parte del año ocupando un apartamento del que Hugo es propietario. Casilda ha actuado en varias películas en los últimos años, algunas de ellas financiadas por Hugo y otros productores asociados. Todavía no he tenido oportunidad de ver ninguna de esas cintas, pero espero que Cas no se moleste por ello. Aunque, con los artistas, nunca se sabe. ¡Son tan vanidosos!

Nuestro hotel, Martina, es como un sueño. Está situado en una ladera, a bastante altura sobre el nivel del mar. Desde la terraza de nuestra suite, el idílico panorama invita a pensar en la belleza y armonía del mundo.

Hugo conoce bien Reunión. Sigue manteniendo aquí algunos intereses comerciales. Exportación de maderas preciosas, inversiones inmobiliarias… En asuntos financieros, mi marido se muestra reservado. No le gusta alardear, pero me va informando de esto y de aquello. No hay noche, en realidad, en que no me acueste sin haberme informado sobre una nueva dimensión del imperio Láncaster.

En ese sentido, Martina, no salgo de mi asombro. Yo pensaba que los ricos se limitaban a jugar a la Bolsa y a arrendar latifundios, pero Hugo, cuando no está conmigo, pendiente de todos mis caprichos, anda siempre consagrado a sus negocios, y la verdad es que trabaja las veinticuatro horas.

Ayer noche, por ejemplo, sin ir más lejos, me llamó por teléfono desde la capital isleña para advertirme que no llegaría a tiempo para la cena, pues no tenía más remedio que reunirse con unos empresarios de telefonía de Singapur, que también producen películas. Yo me quedé dormida y desperté a eso de la una de la madrugada. Hugo todavía no había llegado. Tampoco se encontraba a mi lado cuando volví a despertarme un par de horas más tarde; entonces, sí me sentí inquieta. Estuve un rato leyendo, desvelada, hasta que sonó el teléfono de la habitación. Era él. Su cena se había prolongado en un club y, lamentándolo por mí, no había tenido más remedio que acompañar al resto de los caballeros. Como habían tomado unas cuantas copas, prefería quedarse a dormir en un hotel del centro, antes que arriesgarse a sufrir un accidente conduciendo de vuelta por las oscuras carreteras de la isla. Le felicité por su cordura y acepté encantada el encargo de ir a la mañana siguiente al aeropuerto para recibir a Casilda, quien hacía tan largo viaje para ayudarle a convencer a esos productores asiáticos de que aportasen financiación para su próxima película. Hugo me prometió que estaría de regreso al atardecer, en cuanto se hubiese librado de esos directivos de Singapur. Cenaríamos juntos, los tres, Casilda, él y yo, en el Salón Japonés del Fin de Siècle.

En el aeropuerto, todo fue de lo más natural. Casilda no había podido asistir a nuestra boda, pues se hallaba rodando, pero la reconocí fácilmente y me acerqué con mi mejor sonrisa para ayudarla con las maletas. Ella me abrazó, llamándome desde el primer momento «hermana». Ahí se me ganó, Martina. Desde ese instante, comencé a quererla. No te imaginas lo llana que es. En el taxi me cogió la mano y volvió a llamarme «hermana». «Hugo -me dijo con una sincera emoción- siempre ha sido como un hermano para mí, de manera que tú también lo serás.»

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