Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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– ¿Es verdad que han matado a Azu? -me preguntó ella, en cuanto les expliqué que habíamos abierto una investigación para aclarar lo sucedido con la baronesa.

Una de las normas básicas de un buen investigador reside en no decir toda la verdad a los testigos, y ni siquiera una parte salvo cuando ella sola asoma la patita en forma de prueba irrefutable. Reduje mi respuesta a la necesidad de aclarar ciertos elementos en el entorno de la muerte de la baronesa y les animé a ayudarnos en nuestras labores de investigación.

Ambos primos, sobrinos de la duquesa por parte de su esposo, el fallecido duque don Jaime, de cuyo hermano menor eran hijos, accedieron a ayudarme en lo posible y a hablarme con sinceridad de la relación entre Azucena y Hugo, en los buenos y en los malos momentos.

Tanto Casilda como Pablo estaban absolutamente convencidos de que las peleas entre ellos -que habían sido, al parecer, bastante frecuentes- eran consecuencia de su pasión. Ninguno de los dos hermanos albergaba la menor iluda acerca de la inocencia de Hugo.

– ¿Quién les informó de la muerte de la baronesa?

– Nuestro primo Lorenzo -contestó Casilda.

– ¿Qué explicación les dio?

– Que Azucena fue atacada por un animal salvaje.

Sorbí mi café y probé a disparar con salvas:

– ¿Qué creen, que Azucena abandonó de noche el palacio o que fue forzada a hacerlo?

Pablo repuso con prudencia:

– Lorenzo no lo sabía. Nos dijo que la policía iba a averiguarlo.

Recordé que, según Lorenzo, tres días antes, Casilda había asistido a la última discusión entre Hugo y Azucena, la que motivó su separación, y le pregunté el motivo. Según el testimonio de Casilda, se pelearon porque Azucena, en ausencia de Hugo, había salido a montar a caballo con Eloy Serena, vecino de los Láncaster en las tierras colindantes y dueño de un picadero cercano. Hugo se había puesto celoso y le organizó una escena.

Anoté el nombre de Eloy Serena en el cuaderno de mi memoria y rogué a los primos que me resumieran lo que habían hecho la tarde anterior.

– No salimos del palacio en todo el día -dijo Pablo.

– Te equivocas, hermano -le enmendó Casilda-. A media mañana dimos una vuelta por los jardines. El jardinero nos dijo que seguramente iba a nevar. Hacía un frío polar, como hoy, y me constipé.

– Tienes razón. Por la tarde te pusiste fatal.

– Tuve que quedarme en la habitación, muerta de asco.

Ya de noche, habían cenado en el salón comedor, en compañía de la duquesa, de Lorenzo y de la propia Azucena, aunque sin Casilda, que tenía fiebre. A los postres, comenzaron a presentarse los asistentes a la misa, invitados, como otros años, por la familia. Algunos, los de más confianza, tomaron café con ellos. En cuanto llegó el padre Arcadio, cogieron los abrigos y se dirigieron hacia la capilla. Estaba helando. La oscuridad era prácticamente absoluta y había comenzado a nevar. A pesar de las estufas que la duquesa había hecho encender, la capilla-panteón estaba helada como un sepulcro.

Apenas hubo concluido el acto religioso, regresaron a la mansión, tomaron un chocolate con pastas para entrar en calor y se quedaron un ratito de tertulia. Aquejada de un fuerte catarro, Azucena había sido la primera en retirarse a descansar, alrededor de una media hora o tres cuartos antes que el resto.

Repasamos de nuevo cuanto había sucedido en la mañana, en la tarde y en la noche del día anterior y escuché luego el anecdótico relato con que ambos hermanos accedieron a ilustrarme sobre su vida en la mansión, cuando los primos coincidían en pasar algunos días juntos, bien en las vacaciones de verano, bien para Navidad o Año Nuevo.

Di las gracias a Pablo y a Casilda por su colaboración y, sin salir de las cocinas, me puse a interrogar al resto del servicio, tal como los subinspectores me habían encargado.

La cocinera que me había servido el café se llamaba Ramira y era de Ossio de Mar. Del mismo pueblo procedían Adela, su ayudanta en los fogones, y la sobrina de ésta, Margarita, una especie de maritornes, menor de edad, que empleaban como costurera, planchadora y pinche.

Una vez que hube terminado de interrogarlas, me sumé a las tomas de declaración del resto de empleados, que estaban siendo interpelados en la sala capitular por Fermín Fernán y por otro agente, llamado Eladio Maestro.

Fueron declarando el administrador, los dos jardineros, padre e hijo, el mozo de cuadras, las doncellas, el doctor Guillén… A todos ellos se les formularon cuestiones tendentes a iluminar las últimas horas de la baronesa. Respecto a su vida anterior y a su vida privada, nadie parecía saber una palabra, de modo que decidí pedir ayuda a Martina.

Tras suministrarle unas cuantas informaciones, le rogué que supervisara ella misma los interrogatorios del resto de los empleados y me liberase para poder cumplir el encargo del inspector. No olvidé informarle de la existencia de un vecino, Eloy Serena, que había mantenido cierta relación con Azucena y, tal vez, despertado los celos de Hugo; recomendé a la subinspectora que comprobase la coartada del tal Serena.

Martina no había perdido el tiempo. Le había pedido al administrador, Julio Martínez Sin, un tipo alto y grueso, con un inquietante aspecto, datos sobre las actividades empresariales y financieras del matrimonio Láncaster, y luego se había puesto a revisar las habitaciones de la segunda planta, dormitorio por dormitorio. A excepción, lógicamente, del de doña Covadonga, pues la duquesa seguía descansando.

– No se agobie, Horacio -me dijo la subinspectora, decidida a echarme una mano-. Yo me encargaré de sustituirle. Cumpla el cometido que le ha confiado el inspector Buj.

Le di las gracias y quedé en libertad para coger un coche y regresar a Jefatura, a fin de reunirme con los miembros de la brigada de Información y elaborar un informe en condiciones sobre Azucena López Ortiz.

¿Quién era, realmente, la mujer que había aparecido muerta en el prado? Eso es lo que íbamos a averiguar.

21. Breve historia de Azucena

En medio de la penumbra del atardecer, con un mar y un cielo que, como el destino de Hugo de Láncaster, se ennegrecían minuto a minuto, conduje de regreso a Bolscan por la accidentada carretera de la costa.

Eran las cuatro de la tarde de aquel ajetreado día de Navidad cuando llegué al edificio de la Jefatura Superior. Iba pensando en cien cosas a la vez y aparqué el coche en tal estado de dispersión que olvidé las llaves puestas y me dejé encendidas las luces de posición.

Entré al vestíbulo, bajé al archivo, cogí algunos materiales que necesitaba y me encerré en el Grupo de Información, con los agentes que a esa hora estaban de turno.

Tres horas después, a las siete y media de la tarde, con el estómago vacío como una bolsa de aire, sin haber descansado un solo minuto, sin haber tenido ni siquiera tiempo para llamar a mi casa, había conseguido reunir una mínima pero ya orientativa serie de datos sobre Azucena de Láncaster.

De repente, noté que se me desenfocaba la vista. Tenía ganas de vomitar.

– Te has puesto más pálido que el conde Drácula -me advirtió uno de los compañeros con los que había estado trabajando hombro con hombro.

– Estoy en ayunas. No he comido nada desde hace doce horas. Bajo al bar y vuelvo.

Salí a la avenida. Una fría y tormentosa noche había caído de nuevo sobre la ciudad.

Me metí en el bar El Lince, que hacía chaflán con Jefatura. El espejo de la barra, con grasa en el marco y pegatinas de la selección española de fútbol, me reflejó desencajado, lívido, con una incipiente y blanquecina barba y una expresión tan adusta que no me reconocí. Devoré unas tapas recalentadas, bebí con avidez dos cañas de cerveza y saboreé un café largo y negro que me hizo resucitar.

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