Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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Acto seguido, Buj nos ordenó proceder a tomar las huellas, muestras de material genético y primeras declaraciones de todos aquellos que habían asistido a la misa de gallo y que, en consecuencia, pudieron haber mantenido algún tipo de contacto con la baronesa horas antes de morir.

Los agentes nos repartimos las diligencias, nos dividimos en dos grupos y comenzamos a fichar y a sondear a los empleados que componían la pequeña corte del reino de Láncaster. El objetivo fundamental, marcado por el inspector, consistía en llegar cuanto antes a conclusiones definitivas por lo que a los movimientos de la víctima, en las horas precedentes a su muerte, se refería. Yo estaba, precisamente, tomando declaración a Anacleto, el mayordomo, cuando el propio Buj vino a encargarme un perfil de Azucena de Láncaster.

– No tenemos ni idea de quién era esa mujer, Horacio. Necesito un informe exhaustivo.

– ¿Para cuándo lo quiere?

– Para esta noche. Arrégleselas como mejor le parezca, pero entréguemelo.

El Hipopótamo aspiraba a saberlo todo de Azucena de Láncaster. Desde cada uno de sus movimientos a lo largo de las últimas veinticuatro horas hasta diversas cuestiones de fondo: si procedía de noble cuna; cómo y cuándo había conocido al barón; si trabajaba o no… Y, muy especialmente, los entresijos de su vida privada: de dónde sacaba el dinero, si era religiosa, si se drogaba o bebía, y con cuántos hombres, desde el verano a esta parte, había mantenido alguna clase de relación que pudiera considerarse hasta cierto punto personal. De esa acotación temporal deduje correctamente que el inspector acababa de hablar por teléfono con el doctor Marugán y que el forense, desde la sala quirúrgica del Instituto Anatómico, le había confirmado que, tal como nos había anticipado el barón, su mujer estaba embarazada de pocos meses.

Hablé con Elisa, la secretaria de doña Covadonga. Desde el primer momento, se comportó con suma amabilidad y me mostró su franca disposición a proporcionarnos datos útiles sobre la fallecida baronesa. Comenzando por su nombre completo: Azucena López Ortiz; su edad, veinticinco años; su profesión, azafata de vuelo. Asimismo, Elisa, cuyos deseos de colaborar renovaron mis esperanzas en una pronta solución del caso, me proporcionó el teléfono de los padres de Azucena, a quienes doña Covadonga, antes de retirarse a descansar, había comunicado la cruda noticia de la muerte de su hija.

La familia de Azucena residía en un pequeño pueblo de Zamora, cerca de la frontera portuguesa, mal comunicado por carretera y peor por vía férrea. Por eso, y porque seguramente la nieve dificultaría el paso por los puertos de montaña, sus padres tardarían bastantes horas en presentarse en el palacio.

Elisa no sabía apenas nada del pasado de Azucena. No era la única. En la mansión Láncaster, ninguno de los empleados pudo aportar datos fiables sobre su vida anterior.

Como la mayoría de ellos, Elisa daba por supuesto que la baronesa, antes de acceder al título nobiliario, era una chica corriente; que entre Hugo y ella había surgido una historia de amor y que, a partir de su boda, asumiendo su nueva condición, la ex azafata había abandonado su trabajo y amoldado sus hábitos al estatus de su marido.

– ¿Cuál era la relación de Azucena con su suegra, la duquesa? -pregunté.

– Azucena respetaba mucho a doña Covadonga -repuso Elisa-. Estaba pendiente de ella y le hacía compañía. La ayudaba a pasar a limpio su diario, cuya tinta se había corrido porque, en un descuido, se le cayó al estanque.

– ¿Qué hacía Azucena el resto del tiempo?

– Era adicta al cine. En uno de los torreones hay una salita de proyecciones. La señora Azucena pasaba muchas horas encerrada, viendo películas de cine clásico, en blanco y negro. También paseaba por los bosques o montaba a caballo. Cuando su marido, don Hugo, el barón, estaba fuera, en viajes de trabajo, doña Azucena se iba a visitar a las monjas, al Convento de la Luz, o se acercaba a las playas, para nadar.

– En verano, claro.

– No crea. Hace unos días, con mal tiempo, cogió su traje de neopreno y fue a bañarse a la playa de Santa Ana. Le gustaba mucho la vela. Junto a su marido, llegó a participar en alguna regata. El barón dispone de un velero en el puerto de Ossio de Mar. Algunos fines de semana los pasaban navegando y divirtiéndose con otros amigos.

De pronto, caí en la cuenta de que Elisa tenía demasiada información para ser una simple asistenta.

– ¿Cómo sabe todo eso?

La secretaria enrojeció.

– De vez en cuando, la señora duquesa me distingue con alguna confidencia.

Asentí, asegurándole que cualquiera se las haría a una persona tan diligente y comprensiva como ella, y volvió a enrojecer, pero esta vez de placer. Esa cálida reacción me hizo desprender que Elisa no debía de estar muy acostumbrada a los elogios. Le doré un poco más la píldora y le rogué que me mostrara alguna foto de los barones.

Elisa me acompañó al despacho que solía utilizar Hugo durante sus estancias en la Casa de las Brujas. En una de las estanterías descansaba una fotografía de la pareja. La secretaria creía que había sido tomada durante su luna de miel, en algún lugar del océano índico.

En esa imagen, Azucena y Hugo posaban a bordo de un yate. El la rodeaba con su brazo. Al fondo de la instantánea se veían una playa muy blanca y una hilera de bungalows sobre pilastras. Azucena llevaba gafas de sol y el pelo húmedo, como si acabara de bañarse. Hugo la miraba con una expresión de felicidad y ella le devolvía una sonrisa enamorada.

20. Pablo y Casilda

Elisa me facilitó otros datos y detalles de interés, pero se mostró muy reservada a la hora de emitir opiniones particulares sobre Azucena y Hugo como pareja.

Para ser sincero, fueron Pablo y Casilda, los primos hermanos de Lorenzo y Hugo, quienes en mayor medida me ayudaron a comprender un poco mejor a Azucena y su relación con su marido.

Después de buscarles por diversas dependencias del palacio, pude dar con ellos en las grandes cocinas. En una de las mesas en las que normalmente comía el servicio, ambos hermanos estaban compartiendo unos cafés con leche y hablando en voz baja. Acababan de tomarles las huellas y seguían limpiándose los dedos con toallitas de papel.

Pedí permiso, lo obtuve y me senté con ellos. Seguramente, no estaban acostumbrados a enfrentarse a esa larga serie de preguntas sin respuesta que comportan las muertes violentas.

– ¿Un café, señor?

Sin yo pedirlo, la cocinera me lo había ofrecido. Sumándolos desde la noche anterior llevaba demasiados y, además, no había comido en toda la mañana, pero acepté en nombre de mi úlcera, que también tenía derecho a sentirse viva y sufrir.

Sin tener el porte de su primo Hugo, con quien guardaba un cierto parecido, Pablo de Abrantes era bastante apuesto y, desde luego, como en seguida evidenció, extremadamente educado, casi hasta la frontera con la timidez.

Pablo vestía al estilo británico: chaqueta de tweed, camisa de cuadritos, chaleco de lana y corbata de punto, todo en tonos marrones y verdes y combinado con unos zapatos de ante y una gorra de fieltro. Su piel, como la de su hermana, era muy blanca.

Por su parte, Casilda de Abrantes, a la que yo había reconocido sin dificultad, pues había hecho algunos papeles para el cine y aparecía con cierta frecuencia en los periódicos y en la televisión, poseía una de esas bellezas frágiles, tirando a lánguidas, que parecen vayan a quebrarse a la menor contrariedad. En su fotogénico rostro no resultaba sencillo rastrear rasgos de sus primos, ni tampoco de su hermano Pablo.

Pese al amargo trance que estaba viviendo, Casilda irradiaba serenidad. Era comunicativa, espontánea, una ventana abierta al aire fresco en el claustrofóbico universo de la Casa de las Brujas.

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