Harlan Coben - Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada.
El principal sospechoso es Ken.
Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece.
Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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Anulas tu juicio.

Pero ¿se abandona uno realmente si no se discierne lo que sucede?

Profundas cuestiones filosóficas, pero para los vivos. Al final, después de tantas esperanzas y sueños, después de tanto daño y reconstrucción, el fin de Sheila Rogers era morir joven y sufriendo a manos de otro.

Justicia poética, pensó.

Pues en ese momento, mientras sentía que algo la desgarraba y la arrastraba, se abría paso una luz terrible e inevitable. Era el momento en que se descorría la cortina y veía claramente la verdad.

Sheila Rogers quería morir sola.

Pero él estaba con ella en la habitación. Estaba segura. Notaba aquella mano afable sobre su frente, mas le daba frío. Al sentir que su fuerza vital la abandonaba le dirigió una última súplica:

– Vete, por favor.

11

Cuadrados y yo no hablamos sobre lo que habíamos visto ni llamamos a la policía. Me imaginé a Louis Castman encerrado en aquel cuarto totalmente incapacitado, sin nada para leer, sin televisión ni radio, nada que ver salvo aquellas viejas fotografías. De haber sido mejor persona puede que hasta me hubiera importado.

Pensé también en el hombre de Garden City que disparó sobre Louis Castman y luego se echó atrás, provocando con su rechazo en Tanya probablemente peores heridas que el proxeneta, y me pregunté si pensaría aún en ella o si seguía viviendo como si Tanya no hubiera existido. Pensé en si su rostro turbaría sus sueños.

Lo dudaba.

Pensé todo eso porque sentía curiosidad y horror, pero también porque de ese modo evitaba pensar en Sheila, lo que había sido y lo que Castman le había hecho. Me recordaba a mí mismo que era la víctima, raptada, violada y cosas peores, de las que ella no había tenido la culpa. Me negaba a verla desde otra perspectiva. Pero esta racionalización lúcida y evidente se me resistía.

Y me odiaba por ello.

Eran casi las cuatro de la mañana cuando la furgoneta paró delante de mi casa.

– Bueno, ¿qué piensas de todo esto? -pregunté.

Cuadrados se atusó la barba.

– Lo que dijo Castman al final de que ella nunca llegaría a liberarse. Tiene razón, ¿sabes?

– ¿Hablas por experiencia?

– Pues, en realidad, sí.

– ¿Y qué?

– Que imagino que algo de su pasado volvió a apoderarse de ella.

– Entonces seguimos la pista adecuada.

– Probablemente -respondió Cuadrados.

– Independientemente de lo que haya hecho -dije agarrando la manilla de la portezuela-, quizás uno no se libera de su pasado, pero tampoco te condena.

Cuadrados miró por la ventanilla. Aguardé. Siguió mirando fuera. Me bajé y él arrancó.

Me sorprendió ver que había un mensaje en el contestador. Miré la pantalla y vi que lo habían grabado a las 23:47, muy tarde. Pensé que sería de mi familia, pero no era así.

Apreté el botón de escucha y se oyó una voz de mujer que no conocía: «Hola, Will».

– Soy Katy. Katy Miller.

Me quedé de piedra.

– Cuánto tiempo, ¿no? Escucha…, perdona que llame tan tarde. Seguramente estarás acostado, no sé. Escucha, Will, ¿puedes llamarme en cuanto recibas el mensaje? No te preocupes por la hora. Es que tengo que decirte una cosa.

Dejaba su número de teléfono. Me quedé estupefacto, sin saber qué hacer. Era Katy Miller, la hermana pequeña de Julie; la última vez que la había visto tendría seis años… Sonreí recordando los tiempos en que ella se escondía detrás del baúl militar de su padre y de pronto salía en el momento más inoportuno…, ¡si apenas tendría cuatro años! Recordé cómo Julie y yo nos tapábamos con una manta sin tener tiempo de subirnos los pantalones, procurando no soltar la carcajada.

La pequeña Katy Miller.

Ahora tendría diecisiete o dieciocho años. Resultaba extraño pensar en ella; yo sabía bien la impresión que había causado en mi familia la muerte de su hermana, y me imaginaba lo que habría sido para sus padres, pero nunca me había parado a pensar en el impacto que el crimen habría causado en la pequeña Katy. Volví a recordar la época en que Julie y yo nos tapábamos con la manta entre risitas y recreé aquel sótano y el sofá en que estábamos. Habíamos estado retozando en el mismo en que había aparecido Julie muerta.

¿Por qué me llamaba Katy Miller al cabo de tantos años?

Podía ser una simple llamada para darme el pésame, me dije, aunque me parecía extraño por diversos motivos, uno de ellos la hora tan tardía. Volví a escuchar el mensaje tratando de descubrir algún significado oculto, pero no lo logré. Quería que la llamase a cualquier hora, pero eran las cuatro de la madrugada y estaba rendido. Fuese lo que fuere, podía esperar hasta el día siguiente.

Me metí en la cama y recordé la última vez que había visto a Katy Miller. A mis padres les habían insinuado que no asistiéramos al entierro y así lo hicimos, pero dos días más tarde yo solo tomé la Autopista 22 y fui al cementerio. Estaba sentado en la tumba en silencio, no lloraba y no sentía ni desahogo ni que fuera el fin del mundo. La familia Miller llegó en su Oldsmobile Cierra blanco y corrí a esconderme. Mi mirada se cruzó con la de la pequeña Katy y vi en su rostro una extraña expresión de resignación consciente impropia de su edad mezclada con cierta tristeza, horror y quizá compasión.

Después me fui del cementerio y no he vuelto a verla desde entonces.

12

Belmont, Nebraska

La sheriff Bertha Farrow había visto cosas peores.

Los escenarios de un crimen eran horribles, pero náuseas aparte por los huesos astillados, las cabezas abiertas y la crudeza de las salpicaduras de sangre, nada era comparable al resultado de un atropello -metal contra carne- al estilo de los accidentes automovilísticos de antes. Una colisión frontal. Un camión que ha cruzado la barrera divisoria. Un vehículo partido por un árbol desde el capó hasta el maletero o uno que se ha saltado a toda velocidad las bandas protectoras y dado vueltas de campana. Eso sí que eran daños pavorosos.

Sin embargo, aquella imagen, aquella muerta casi sin sangre en la cuneta, era mucho peor. Bertha Farrow vio aquel rostro de rasgos contorsionados por el terror, la sorpresa, la desesperación quizás, y comprendió que la mujer había muerto con gran sufrimiento. Observó sus dedos mutilados, el tórax deforme, las contusiones, y comprendió que aquel daño lo había infligido otro ser humano, carne contra carne. No era consecuencia de un patinazo sobre una placa de hielo, o de la torpeza de cambiar de emisora a ciento treinta por hora; no lo habían provocado un camión, la velocidad o los efectos del alcohol.

Aquello era intencionado.

– ¿Quién la encontró? -preguntó a su adjunto George Volker.

– Los chicos de los Randolph.

– ¿Quiénes?

– Jerry y Ron.

Bertha calculó: Jerry tendría unos dieciséis años y Ron, catorce.

– Iban de paseo con Gipsy -añadió el adjunto-. Gipsy era el pastor alemán de los Randolph. Y el perro la olfateó.

– ¿Y dónde están los chicos?

– Dave se los llevó a casa porque estaban muy afectados. Tengo su declaración, pero ellos no saben nada.

Bertha asintió con la cabeza. Llegó una ranchera a toda velocidad por la autopista. Era el forense del condado, Clyde Smart, quien frenó con un chirrido de neumáticos, abrió la portezuela de golpe y fue corriendo hacia ellos. Bertha se protegió los ojos con la mano a modo de visera.

– No tengas prisa, Clyde. Ésta ya no va a ninguna parte.

George soltó una risita.

Clyde Smart estaba acostumbrado. No andaba lejos de los cincuenta años, la edad de Bertha más o menos, y ambos ocupaban sus respectivos cargos desde hacía casi veinte. Pasó al lado de los dos sin hacer caso de la gracia, miró el cadáver y su ánimo flaqueó.

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