Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución
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Levanté la mano. Mi voz no era tan firme como la suya, era poco más que un susurro.
– Pues vayámonos -repuse-. No tenemos mucho tiempo.
Avanzó, sin mirarme, mirando al vacío. Dejó que la tomara del brazo y sentí la piel áspera de su codo mientras bajábamos por la escalinata en dirección a la calle.
Andaba a mi lado enérgicamente hacia el coche, dando zancadas, mirando a lo lejos. Le abrí la puerta del Tempo y esperé hasta que estuviera sentada en el asiento del acompañante. La cerré y di la vuelta por delante del vehículo.
Ya no me sentía tan denodado. Las piernas aún me flaqueaban. El corazón palpitaba frenético. No me atrevía a pensar. Respirar constituía casi un esfuerzo. Abrí la puerta del conductor y me senté frente al volante.
La señora Russel estaba a mi lado, erguida, tensa, inmóvil. Miró hacia delante por el parabrisas y, con un fuerte movimiento de hombros, las lágrimas volvieron a surcarle el rostro.
– Van a matar a ese hombre a las doce -observó en voz baja-. ¿Cómo espera poder hacer algo ahora?
Puse la llave de contacto y le di un cuarto de vuelta. El motor del Tempo chisporroteó, chispeó y se llenó de vida.
– Póngase el cinturón -proferí.
Décima parte
1
Luther Plunkitt observaba cómo Frank Beachum era conducido hasta el centro de la cámara de la muerte. Asintió, y los dos guardias del equipo de las correas abandonaron la habitación. Luther cerró la puerta tras ellos. Ahora había seis personas en la pequeña sala: el último guardia, un pelirrojo de mediana edad llamado Highgate, que formaba en una esquina con las manos entrelazadas delante de él; el ayudante de Luther, Zachary Platt, que estaba en el extremo más alejado y llevaba unos auriculares con un micrófono. En el rincón opuesto, había una pantalla plegable blanca, detrás de la cual se encontraba el doctor Smiley Chaudrhi y la enfermera Maura O’Brien con el electrocardiógrafo. La Asociación Médica Americana no permitía que los médicos participaran en las ejecuciones, así que Chaudrhi permanecía detrás de la pantalla a lo largo de todo el proceso y se limitaba a controlar el corazón de Beachum hasta su paro completo. Y luego estaba Luther, a los pies de la camilla, y Frank, debajo de los fluorescentes, con el rostro tenso limitado por la sábana y los ojos moviéndose sin cesar de un lado a otro.
Todos permanecían en silencio y, en ausencia de voces humanas, cada sonido se amplificaba. Luther podía oír los latidos de su propio corazón. Podía oír el susurro de los auriculares de Platt, y el murmullo flemático de la respiración del guardia Highgate. La enfermera O’Brien salió de detrás de la pantalla, y Luther oyó la goma de sus suelas chirriar en contacto con el suelo. Su rostro redondo y pecoso permanecía inexpresivo mientras avanzaba hacia la camilla. Se movía con gestos rápidos y resueltos. Luther contuvo la respiración cuando bajó la sábana que cubría el cuerpo de Frank desde la barbilla hasta la cintura. Observó el cuerpo tenso del prisionero y sintió la tensión del suyo. El corazón le palpitaba con más fuerza. Vio los ojos de Frank clavarse en el rostro de la enfermera.
– Esto es sólo para el electrocardiograma anunció Maura fríamente.
Introdujo las manos blancas por el escote de la camiseta de Frank y le colocó las ventosas en el pecho; los cables pendían por el lado de la camilla y llegaban hasta la máquina por el suelo. Luego, con los mismos movimientos decididos, la enfermera retrocedió un paso y cogió el dispositivo intravenoso. Las ruedas chirriaron con tanta fuerza al acercar el sistema a la camilla que Luther empezó a apoyar alternativamente cl peso de su cuerpo en un pie y en otro. Hubo un estampido metálico cuando Maura afianzó el soporte con la abrazadera en el extremo de la camilla.
La enfermera desapareció detrás de la pantalla; Luther parecía sosegado, pero se sentía como si hubiera tragado ácido: le parecía que todo aquello duraba una eternidad. De hecho, Maura reapareció al cabo de un instante. Sostenía una bola de algodón entre los dedos pulgar e índice. Hábilmente, levantó la aguja intravenosa del gancho, y Luther oyó el crujido del papel cuando la sacó del envoltorio. Se inclinó sobre el brazo de Frank y éste miró hacia otro lado, hacia el techo, mientras le temblaba la comisura de los labios. La enfermera frotó vigorosamente el pliegue del codo… para prevenir la infección.
Le dolerá menos si cierra el puño explicó.
Luther se mojó los labios secos cuando vio a Frank apretar la mano debajo de la correa que le sujetaba la muñeca. Venga, hermana , pensó, acaba de una vez . Bendijo en silencio la habilidad de Maura cuando ésta introdujo la aguja en la vena azul bajo la piel de Frank. Cuando la tuvo bien sujeta en el brazo, con la sonda ascendente para llegar a la bolsa de solución salina en el soporte y descendente para pasar por el orificio previsto en la pared de hormigón, Maura se incorporó. A Luther le pareció ver un gesto claro de alivio en su rostro. Se guardó el algodón usado en el bolsillo de la camisa y sacó un rollo de cinta adhesiva del mismo lugar. La cinta emitió un chasquido cuando tiró de ella para cortar dos bandas. Rápidamente, las colocó en el brazo de Frank, formando una X sobre la aguja para sujetarla de forma definitiva. Cuando hubo terminado, subió secamente la sábana hasta el cuello de Frank. Frank giró la cabeza y la miró con aquellos ojos tan brillantes. Tenía el aspecto de cualquier paciente asustado y acostado en una camilla que miraba a la enfermera buscando un signo tranquilizador. Maura apartó la mirada de inmediato frunciendo los labios. A Luther le pareció que se tambaleaba un poco al andar mientras volvía detrás de la pantalla.
Pero el alcaide respiró profundamente. Ya estaba hecho. Todo iba bien. Miró el reloj de la pared. Sólo eran las once y treinta y ocho. Luther casi se echó a reír. Dios, pensó, no hay nada tan lento como esto. Ni tan sólo la espera en una batalla. Nada en su vida era tan lento. Podía sentir la tensión frenética del silencio, la tensión del aire, la tensión de la pequeña sala que parecía crecer segundo a segundo.
Y sentía su propia tensión reaccionando a todo aquello, como si no fuera un ente físico separado sino una especie de densidad en la atmósfera general, un pedazo grueso de la tensión que le envolvía. Y, sin embargo, mentalmente se encontraba bien. Efectuó un chequeo silencioso de sí mismo y comprobó que tenía la mente nítida y despejada. Los nervios no podían sino ayudarle a mejorar en su trabajo. Estaría más alerta, reaccionaría con más rapidez.
Asintió de forma imperceptible. En el silencio profundo, le pareció oír el crujido de los bancos de plástico detrás de las persianas que cubrían el cristal insonorizado mientras los testigos entraban en la sala contigua.
Sí. Eso era lo que sucedería a continuación.
Todo iba viento en popa.
Íbamos deprisa, no sé cuánto, pero deprisa. No podía despistarme ni medio segundo. Tenía los ojos tan pegados a la carretera como el zapato al acelerador. No frené. No me detuve en los semáforos. Avancé en zigzag por el tráfico impetuoso, mientras los neumáticos chirriaban debajo de mis pies, adelantando las luces escarlatas que se apartaban al ver el destello deslumbrante de las luces delanteras. Las bocinas retumbaban y se desvanecían un segundo después. El bulevar quedaba atrás en una efusión borrosa de colores. Y el motor cantaba en una única nota, una música aguda e incesante, explotando sus recursos al límite. El viento era un rugido a través de las ventanas abiertas, pero yo oía ese zumbido estridente por todas partes. Ese sonido y el ruido sordo y elástico de mi propio pulso parecían invadirme por todas partes al mismo tiempo.
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