Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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El propietario y editor del St. Louis News era un hombre alto y esbelto de unos sesenta y tantos, y abundante cabello canoso y bien dispuesto. Tenía un rostro atractivo, grave e inteligente, cejudo pero sin dejar de ser agradable. En esos momentos estaba trabajando en su sillón de orejas con un Montblanc en un bloc de papel legal de color crudo. Nunca en su vida había utilizado un procesador de textos y tampoco tenía la intención de hacerlo. Estaba escribiendo una nota a sus empleados, explicando sus pensamientos y sentimientos sobre la trágica muerte de Michelle Ziegler, una de los suyos. Ya había escrito una carta a la familia y una nota especial para la editorial. Ambas le habían llevado mucho tiempo.

Esa carta no era tarea fácil. El señor Lowenstein era un hombre escrupulosamente honesto y Michelle nunca le había gustado demasiado. Formaba parte de la plantilla, al igual que yo, porque Alan la defendía, y él confiaba en Alan hasta la médula. Personalmente creía que Michelle era una persona arrogante y desagradable, demasiado segura de sí misma para ser tan joven. Por otro lado, consideraba que sus gustos y opiniones personales no contaban en ese momento póstumo. Así que escogía las palabras con afabilidad y generosidad aunque con una nimia consideración por la verdad.

Clair De Lune le ayudaba a pensar, así como aquella sala, y su bella y tranquila esposa que le miraba y le sonreía de vez en cuando. Pero hacía más o menos un minuto que algo le preocupaba, algo penetraba su conciencia, interrumpiendo el flujo de ideas.

Sirenas. Tardó unos instantes en levantar la mirada de la hoja de color crudo y darse cuenta de lo que era. Miró el reloj del abuelo en el rincón opuesto de la habitación. Las doce menos cuarto, y en el último minuto había oído el aullido de las sirenas, acercándose, una media docena, o al menos esa era su impresión.

– Debe de pasar algo -murmuró, mirando a su mujer por encima de las lentes de lectura.

– Tal vez un incendio -repuso ella, volviendo a sus quehaceres-. O quizás otro accidente en la curva.

El señor Lowenstein permaneció atento. En realidad, no era periodista -había amasado su fortuna en hoteles-, pero después de comprar el periódico le gustaba considerarse un periodista, así que escuchó atentamente durante un par de segundos con lo que él se le antojaba curiosidad periodística.

Estaba a punto de volver a la carta cuando reparó en otro sonido, distinto del de las sirenas, más cercano a aquellas y cada vez más audible y ruidoso. Era como un retumbo, como una estridencia envuelta en un chisporroteo algo más grave. No podía imaginar lo que era ni aunque le fuera la vida en ello.

– Hmmmph -susurró el señor Lowenstein.

Dejó el bloc de papel en el pequeño soporte de la lámpara junto al sillón. Se levantó y se anudó el batín de color oporto sobre el pijama de seda. Se acercó a la ventana junto al escritorio y se inclinó para mirar con ojos de miope por encima del montículo de césped a la calle vacía más abajo.

Contrariamente al sonido de las sirenas que se iba desvaneciendo, el otro sonido era cada vez más evidente. El retumbo se convirtió en un estruendo. El martilleo se tornó un estallido metálico infernal. El chisporroteo se transformó en un silbido tortuoso. Fue entonces cuando el señor Lowenstein, estirando el cuello y colocándose las gafas en la punta de la nariz, descubrió exactamente de qué sonido se trataba.

Era el sonido propio de un coche que avanza a gran velocidad cuando el silenciador se ha soltado pero es arrastrado por el suelo, escupiendo dos grandes oleadas de chispas por cada lado del chasis.

O, para hablar claro, era el Tempo.

Esos pobres polis. No tenían la más mínima posibilidad en ese viraje letal. Realmente resultaba imprescindible hacer algo con esa curva.

Los tres habíamos entrado al mismo tiempo. Los dos coches patrulla escoltándome, las luces y las sirenas palpitando a cada lado. Pero sólo yo sabía que nunca lo conseguiríamos. Así que ni tan sólo lo intenté. Retiré el pie del acelerador y lo apoyé en el freno sin accionarlo. En ese mismo instante, los dos coches me adelantaron como bólidos en la curva. Intenté controlar el volante despacio, esperando el derrape, y cuando llegó, continué girando en el mismo sentido, mientras los neumáticos chirriaban y el coche rotaba sobre su propio eje. Por el parabrisas, por encima del grito de la señora Russel, vi el mundo como un tiovivo. Oí el chirrido de los frenos, el pitido de los cláxones mientras el Tempo giraba y giraba, deslizándose de lado sobre el macadán. Pisé el freno en un intento de controlar el Tempo. Entreví los dos coches patrulla levantándose en el aire al chocar contra el bordillo. El primero derrapó por el espacio abierto del aparcamiento. El segundo lo siguió, empotrándose de lado en el maletero del primero. Ambos vehículos se detuvieron, humeando. Y entonces el Tempo salió de la curva y perdí de vista los coches. Frente a mí, de nuevo la carretera. Enderecé el volante y pisé el acelerador.

Y me fui, adiós muy buenas, ahí os quedáis. Miré por el retrovisor mientras los neumáticos se adherían de nuevo al pavimento y vi que los polis, cuatro de ellos, salían de sus vehículos humeantes y los rodeaban dando tumbos viendo cómo me alejaba. Y entonces apreté los dientes y me concentré en la carretera.

No perdí el silenciador hasta llegar a la verja de la finca, un pequeño castillo principesco de ladrillo rojo que guardaba la entrada del camino particular de Lowenstein. En el centro del tejado de tres picos se veía un gran campanario. Miré el reloj al pasar junto a él y vi que el minutero marcaba menos cuarto pasadas. Por ello no vi el primer badén y topé con él a demasiada velocidad. Son un rasgo idiosincrásico de los ricos de St. Louis, esos bultos en la carretera que impiden a los repartidores y demás chusma hacer el Fittipaldi delante de las mansiones más elegantes de la ciudad. El Tempo chocó contra el badén y se elevó en el aire para aterrizar justo encima del siguiente. El silenciador crujió sonoramente y el Tempo empezó a emitir un ruido parecido al de un gigante atragantándose con las gachas. Mientras conducía por los siguientes badenes, numerosas chispas empezaron a brotar de ambos lados del coche.

A través de aquellos fuegos artificiales, la espiral de humo negro y la oscuridad, vislumbré la mansión de los Lowenstein, un bloque de ladrillo rojo de estilo georgiano y dimensiones inconmensurables, con dos chimeneas que se recortaban contra la luna creciente y el pórtico de columnas con el balcón de hierro forjado cerniéndose sobre mí con aire austero. Dirigí el Tempo hasta el bordillo, pisé el freno de forma sostenida pero rápida, haciendo caso omiso del chirrido de los neumáticos, del canal del silenciador y de la última lluvia de chispas que cayó sobre el bordillo y la acera.

El Tempo se detuvo y el motor se extinguió… así, sin más, sin rechistar, incluso antes de que tuviera tiempo de tocar la llave.

– ¡Dios mío! -exclamó la señora Russel.

– Hmmmph -farfulló de nuevo el señor Lowenstein.

Me vio a los pies de la escalinata de piedra que iba desde la parte frontal del jardín hasta la acera. Di la vuelta al coche tambaleándome, apoyándome en el capó para no caerme, rodeándolo por delante mientras la señora Russel salía por la puerta del acompañante intentando ponerse en pie. Me vio coger a la mujer negra del brazo. Nos vio a los dos subir los peldaños y correr por el césped hacia la puerta principal.

Se incorporó, retirando las gafas de lectura de la nariz, doblándolas y deslizándolas en el bolsillo del batín.

– ¿Qué ocurre, cariño? -preguntó su esposa sentada detrás de él.

– Es Steve Everett, del periódico -repuso, volviéndose hacia ella con una sonrisa distante y pensativa.

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