Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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¡Pare! ¡Por el amor de Dios! -gritó la señora Russel-. ¡Deje que nos ayuden!

Pero yo no creía que fueran a ayudarnos, y no teníamos tiempo de dar explicaciones, así que no me detuve.

Seguí adelante y, durante unos segundos que se me antojaron una eternidad, no oí más que el sonido de las sirenas y los destellos de luz roja y el capó del Tempo retumbando incesantemente por el muro de la noche.

Una sirena cambió de posición y el primer coche patrulla me adelantó en un zigzag.

– ¡Deténgase! ¡Deténgase en la cuneta!

La voz del altavoz del coche patrulla era como la del dios del trueno. Giré la cabeza y vi el lateral del coche muy cerca del mío. Si intentaba adelantarle, me cortaría el paso. Si intentaba torcer rápidamente a un lado y despistarle, perdería el control y moriría. No había alternativa alguna. Levanté el pie del acelerador.

El Tempo aminoró rápidamente la velocidad. El coche patrulla pasó delante de mí. Se acercó sigilosamente, invadiéndome el parabrisas con luz roja. Vi el destello de las luces del freno y eché una ojeada al segundo coche patrulla que se detenía en la cuneta justo detrás de mí.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó la señora Russel con un suspiro de alivio.

Giré el volante a la izquierda y pisé muy fuerte el acelerador. Disparé el Tempo como una lanzadera. El parachoques delantero se separó del trasero del primer coche patrulla, encontró un hueco vacío y se zambulló en él, pasando junto al costado izquierdo del coche patrulla. Fuimos absorbidos por la negra carretera y de nuevo me encontraba delante de ellos. Alejándome como el viento.

¡Mierda! ¡Usted está loco! -farfulló la señora Russel. Volví a llevar el Tempo al límite. Los coches patrullas volvieron a rugir y a aullar en su persecución tras de mí.

¡Está completamente loco!

¡Nos detendrán! -grité.

Y sin pensar giré la cabeza para mirarla.

Estaba tan incrustada en el asiento que parecía que quería confundirse con él. Su rostro, iluminado por las luces de las sirenas, estaba tenso, envuelto en un grito agudo.

– ¡Cuidado, cuidado, cuidado!

Ya me estaba girando otra vez hacia el parabrisas siguiendo la línea blanca de su mirada alucinada. Pero ese giro pareció eterno. Sentí el movimiento de mi cabeza y el lento palpitar del dolor en su interior, el peso del alcohol usurpándome el cerebro y la fatiga en los brazos y en las piernas, y el dolor detrás de los ojos; todo esto lo sentí en el breve trascender de un segundo. Era consciente de la presencia del primer coche patrulla pisándome los talones y de la del otro persiguiéndome a corta distancia. Vi una mancha de brillo abrasador. Oí cómo la señora Russel profería un alarido estúpido.

Y fue entonces cuando el Tempo se lanzó por la última recta del bulevar a toda pastilla y se precipitó, chirriando, en la Curva del Muerto.

2

Habría sido bonito pensar que Frank Beachum había tenido alguna visión al final. En ese último cuarto de hora, es decir, cuando el minutero iniciaba su camino para cerrar el arco del círculo de la hora. Sería bonito pensar que tuvo alguna revelación, un indicio que le ayudara a comprender. Cristo, por ejemplo, flotando debajo de los fluorescentes con los brazos abiertos. El cielo dispuesto para la acogida y los ángeles cantando. O, más creíble, en los últimos quince minutos, en las fauces de la muerte, una calma de fe y un entendimiento incomprensibles pero perfectos que habrían lavado su alma como un baño de agua caliente. Aunque, en ese caso, supongo, alguien habría adivinado una sonrisa dibujada en su rostro.

Tal vez tuvo una visión más moderna, más literaria, pero Frank no era un hombre moderno y literario. Bueno, creo que ya saben a qué me refiero: los momentos podían haberse alargado hasta que comprendiera que cada persona es eterna, o la Vida se habría podido revelar en forma de claridad prístina hasta que resolviera que todo era perfecto tal como era, y todo iba bien, si uno así lo veía. En fin, no sé, toda esa mierda está en los libros, ustedes pueden leerlos.

Pero si están interesados en las impresiones de este reportero, y supongo que la respuesta es afirmativa si han llegado hasta aquí, diría que no tenía ninguna de esas visiones, ninguna de esas conclusiones, escritas en los ojos ni expuestas en la mente. Creo que al final había alcanzado esa fase de temor en la que la conciencia de uno mismo desaparece y el cuerpo entero -y el alma, si ustedes quieren- se convierte en un órgano de percepción, sensaciones que meditan sobre sensaciones. Frank no se había vuelto loco ni nada parecido. La vida no había sido lo suficientemente compasiva con él para permitir que enloqueciera. Pero tampoco pensaba, o al menos no de la manera en que se suele pensar. Simplemente, veía: veía las juntas rugosas entre los bloques de hormigón en la pared, veía el reloj y el movimiento de las manecillas en la esfera, los rostros que planeaban a su alrededor, Luther, Maureen, el guardia, la solución salina escurriéndose invisible por la sonda clavada en el brazo; desviaba la mirada de uno a otro, incapaz de quedarse observando a uno solo, porque cada imagen sucesiva provocaba en él esa sacudida de horror que avivaría una serpiente, por ejemplo, si de repente la encontrara en el bol del desayuno. Así miraba, y sentía miedo, ahí acostado en la camilla de la sala blanca y pequeña. Y, al mismo tiempo, o en los breves y minúsculos intersticios, recordaba. No eran palabras ni impresiones, sino explosiones de sensación: el olor de la hierba, las arrugas de sufrimiento en la comisura de los labios de Bonnie, el torrente de sangre y líquidos en el que su Gail se había abierto paso entre las piernas de su madre, el calor del verano, el sabor de la cerveza… esos recuerdos florecían y marchitaban en su mente en décimas de segundo entre una imagen y la siguiente y, con cada una de ellas, se sumía en un pozo de aflicción sin fin, una vasta llanura subacuática de soledad y lamentación.

Y eso fue todo para él. El alcaide, tras un breve comentario al guardia, salió de la habitación para acoger a los testigos que se encontraban al otro lado de la pared. Su ayudante, Zach Platt, seguía en la esquina, murmurando en el micrófono de los auriculares. El guardia permaneció de pie con las manos enlazadas en el pecho, observando especulativamente al convicto debajo de la sábana. Y Frank yacía ahí esperando que se cerrara el círculo de la hora, con los ojos raudos e inquietos, el cuerpo obligado a permanecer inmovilizado por las gruesas correas de cuero. Fueran cuales fuesen los intentos que antaño hubiera hecho para comprender su vida, su muerte, ahora ya no pretendía nada. Y a las once y cuarenta y cinco de ese lunes por la noche, a Frank Beachum, no le quedaba nada más que el recuerdo, el terror y la tristeza, y todo lo que estaba ocurriendo.

A Lowenstein, por otra parte, le quedaba Debussy. Clair de Lune , respecto al que siempre había sido muy parcial. Sonaba suavemente en el CD y los compases claros y melodiosos del piano llenaban con un sonido meloso de fondo la pequeña sala de estar donde le gustaba trabajar por la noche. Era un buen lugar para trabajar. Allí tenía su sillón de orejas, tapizado con un estampado de flores, y una pequeña otomana antigua donde reposar los pies calzados con las zapatillas. En el suelo había una pequeña alfombra persa, bastante descolorida, y un exquisito escritorio junto a la ventana con casillas para guardar los útiles de escritura. Había libros, con maravillosas encuadernaciones de diversos colores en cada pared. Y la señora Lowenstein sentada allí, inclinada sobre sus labores de costura en una silla de coser anticuada y sin brazos, silenciosa pero afable.

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