Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución
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En el asiento del acompañante, la señora Russel estaba rígida. Como un acantilado inmenso. Tenía las manos cerradas en un puño a cada lado de su cuerpo y sus ojos eran linternas que emitían señales de alerta desde el otro lado del parabrisas. No se giró para ver el parque, las torres de ladrillo ni cómo los aparcamientos se sucedían unos a otros segundo a segundo. Parecíamos una presencia única -o, al menos, me lo parecía a mí-, su presencia era como la mía, contenido y envoltorio de un vehículo del más allá. Podía sentirla allí, podía sentir su terror -o pensaba que podía-, pero no distinguía su terror del mío. Apenas era consciente de su presencia como persona independiente y separada de mí hasta que, al cruzar a mil por hora el corazón de la ciudad universitaria, rompió el silencio.
– Conozco al chico que le vendió la pistola anunció
– ¿Qué? -grité entre rugidos y zumbidos mientras seguía aferrado al volante.
– Conozco al chico que le vendió la pistola -repitió a gritos-. Está en la cárcel. Tal vez hable con ellos si le rebajan la condena.
Delante de mí, un Volkswagen se detuvo en un semáforo. Los coches atravesaron el cruce y se interpusieron en mi camino. No frené. No aminoré la velocidad. Me zambullí en el reducido espacio que quedaba entre un Jaguar y una camioneta. Oí rechinar los frenos. Una bocina. Y luego los dos desaparecieron mientras el Tempo se alejaba desbocado.
La pistola , pensé, apretando todavía más el acelerador. Sí, con eso bastará. Bastará.
Y en aquel momento, el mundo se tornó rojo, rojo y blanco y lleno de aullidos, una sirena aulló como un lobo salvaje a la luna, ahogando el estruendo del motor, el viento y mi noción del tiempo, ahogándolo todo excepto el aterrorizado aullido de respuesta que salió de lo más profundo de mi ser.
No podía mirar por el retrovisor. No me atrevía a desviar la vista de la carretera. Pero veía las ráfagas de luz por el rabillo del ojo, las veía centellear y girar vertiginosamente en el espejo, por todas las ventanas.
Sabía que la policía iba a por mí.
De repente, Luther se percató de que había llegado la hora. La hora que había temido durante todo el día. Estaba de pie junto a la camilla. Eran las once y treinta y nueve y cuarenta y dos segundos. Le parecía que hacía una hora que eran las once y treinta y nueve y cuarenta y dos segundos. El minutero del reloj parecía haberse encallado en el espacio gris que había entre un trazo negro de la esfera del reloj y otro. Peor aún, esa estrecha caja rectangular con paredes blancas de hormigón que le aislaban del mundo exterior parecía haberse soltado de las amarras del planeta. Luther sabía que Arnold McCardle estaba sólo a una habitación de distancia, observando los procedimientos por el falso espejo de la derecha. Sabía que los testigos se estaban reuniendo detrás de las persianas de la ventana, delante de él. Y, sin embargo, tenía la impresión de que ellos y el resto de la unidad médica, el resto de la prisión, el resto de la tierra se había desmoronado, que la cámara de la muerte había despegado y se había lanzado al espacio sideral y flotaba dando tumbos de un extremo a otro, completamente inconexa. Se sintió mareado y vacío mientras la sala navegaba y giraba sobre su eje. Y se sintió solo. Solo, a las once y treinta y nueve y cuarenta y dos segundos, con el convicto, Frank Beachum.
Vio el rostro de Frank Beachum. Eso era lo que había temido, lo que había soñado. Se enfrentaba al rostro del hombre en la camilla y, pese a todo ese temor, la imagen le cogió desprevenido. No era lo que había esperado. En cierto modo era mucho peor. Había imaginado que vería al hombre tal como lo había visto a lo largo de aquellos seis años, aunque sabía que no podía ser así. Había imaginado que vería al hombre fuerte, triste, los rasgos controlados, los ojos pensativos, los labios delgados, expresivos e inteligentes, el rostro que durante todo ese tiempo le había comunicado el pensamiento prohibido con lenta insistencia. Había imaginado y temido que vería ese rostro, a ese hombre acusándole con su inocencia evidente. Pero ese rostro, ese hombre, había desaparecido por completo.
El hombre de la camilla no era más que un contenedor, un recipiente rebosante de terror mortal. La boca de Frank estaba muerta, se habían borrado las líneas de sus rasgos, de las mejillas y de la frente: la piel parecía la de un bebé, tan blanca, tan limpia… Debajo del nacimiento del pelo, los ojos brillantes de Frank se movían y se movían como si estuvieran desconectados del resto de su ser y lo único que le quedara de vida se escondiera en esos ojos, toda la energía blanca, todo el temor.
Pero fue su pelo, por sorprendente que parezca, lo que más impresionó a Luther como el rasgo más horrible: el mechón de pelo garboso, desenfadado y masculino que le pendía en la frente mientras yacía allí clavado y cubierto hasta la barbilla. Resultaba fácil imaginarle peinándose por la mañana, apartándose el pelo de los ojos con un giro rápido de la cabeza, riéndose tras él. Todo aquello parecía ahora misteriosamente extraño. Era como si alguien le hubiera puesto una peluca, para mofarse de él, para burlarse de él en su impotencia.
Pese a toda su experiencia y expectación, la imagen del rostro de Frank cogió a Luther desprevenido. Le hizo estremecer. Perforó su sentido profesional, penetró en las profundidades de su fachada hasta la conciencia humana que se escondía debajo. Era como un actor, completamente inmerso en un papel, que de repente se da cuenta de que el teatro está en llamas. Se dio cuenta de que tenía que hablarse a sí mismo, el alcaide al hombre, para mantenerse en pie, para combatir esa sensación de desmayo.
Escucha , pensó, gesticulando con los labios espasmódicamente mientras miraba al hombre en la camilla. También había una chica. Una chica joven a la que la gente quería. Un padre, una madre, un marido, que la amaban. Llevaba un hijo en las entrañas -una hija, un hijo, un nieto-, que ella habría mecido en sus brazos, contra su pecho, que la habría mirado a los ojos. Y ese hombre -ese Frank tuyo, el viejo Frank- la mató, asesinó todo eso. Le disparó a la garganta y la dejó sangrando, muriendo. Por algún dinero, por una miserable deuda, no importa el motivo. Ni cómo era su vida antes, ni el estado mental del momento. No tenía ningún derecho, maldita sea. Es un hombre como yo. Pudo elegir, como yo. No tenía que hacerlo pero lo hizo. Eso es lo que es un hombre, al fin y al cabo. Un hombre es un ser que puede decir «no». Un hombre… maldita sea.
Para su sorpresa, Luther notó que la mano derecha, recostada en la pernera, le empezaba a temblar. Nunca le había ocurrido antes. Se metió la mano en el bolsillo. Por algún motivo, al parecer, ese pequeño discurso no había hecho más que empeorar las cosas. Ahora tenía que abrir la boca para respirar. Sintió que la habitación daba vueltas a su alrededor, entrando en barrena por oscuras profundidades. Los dedos se encogieron en el bolsillo cerrando el puño mientras intentaba mantenerse en pie, repitiéndose a sí mismo, luchando decididamente contra la vertiginosa sensación:
Un hombre es un ser que puede decir «no» .
– ¡Nooooo! -grité, cuando los coches patrullas empezaron a pisarme los talones.
En ese momento eran dos: el segundo había salido derrapando del aparcamiento de un McDonald’s como si el primero lo hubiese advertido. Los dos estaban tras de mí, acercándose por la derecha y por la izquierda. Apreté el acelerador con tal fuerza que todo mi cuerpo se incrustó en el respaldo del asiento y tuve que estirar los brazos con fuerza para coger el volante. Mi cara debía de parecer una calavera, la piel tensa sobre los huesos y la boca abierta llena de desesperación y pavor. Delante de mí, el tráfico desaparecía cuando los coches se desmarcaban a cada lado para dejar paso al aullido de las sirenas y las luces delirantes. El Tempo voló por la autopista negra como una flecha, como una bala. Y aun así, esos bastardos iban ganando terreno.
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