Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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Yo cruzaba la calle desierta. Subí la escalinata que llevaba a la puerta de la señora Russel. Ahí estaba de nuevo el graffitti en el buzón. El nombre azul inscrito cuidadosamente bajo la pincelada de pintura marrón. Pulsé el timbre y esperé parpadeando aturdido. Oí una línea de bajo retumbando desde una radio a lo lejos. Volví a pulsar el timbre y levanté la cabeza. A pesar de que no podía ver su ventana desde esa posición, me quedé un momento mirando los ladrillos mugrientos en la oscuridad de la noche. Volví a pulsar el timbre una vez y otra más, apretando con fuerza el pulgar contra el botón. Una y otra vez, respirando con más intensidad a cada momento. De repente, una efusión de rabia me invadió. Golpeé la puerta, le di un golpe al marco con el lado del puño inflamado. El dolor me sacudió el brazo y el cuello. Lancé una serie de improperios, todavía más enajenado. Di una patada en la parte inferior de la puerta y luego la golpeé con la palma de la mano izquierda.

– ¡Abra! -grité.

Le di otra patada, asesté otro golpe con la mano hinchada, ignorando el dolor, luego con la palma de la mano izquierda, martilleando la base una y otra vez, lanzando mi cuerpo contra la puerta, con la cara deformada, los labios medio rotos, los gritos de frustración ahogados en la garganta, saliendo de ella con gritos guturales entrecortados mientras golpeaba, martilleaba y daba patadas contra aquella cosa. Esa cosa maldita y endemoniada…

Y con ello me desplomé. La rabia se disipó, se esfumó en el aire caliente de la noche. ¿De qué servía? Me apoyé en la puerta, con los hombros hundidos y las piernas flojas. Apoyé la frente contra la madera del marco y noté la presión del mismo en la herida, en la sangre medio seca y pegajosa. Sentí el tacto de la superficie áspera y astillada en la piel. Me quedé allí, respirando nervioso y cerré los ojos con fuerza. Gemí. Una única lágrima se me escapó, se deslizó por la mejilla y cayó. Sollocé un instante, por frustración más que por cualquier otra cosa, y me quedé allí, hundido, con los ojos cerrados y el cuerpo recostado en la puerta.

Estaba acabado y lo sabía.

Porque todo tiene sus límites. ¿O no? ¿Acaso no llega un momento en el que has llegado al máximo? Pese a toda la voluntad del mundo, pese a todo el poder de la desesperación inspirándote, ¿acaso no hay, de todos modos, un final para esa cosa, un final para cualquier cosa? ¿Cuando has hecho todo cuanto podías? ¿Cuando nadie puede acusarte? ¿Acusarte? ¿Qué diablos iban a poder decir? ¡Eh! ¡Todavía te quedaban veinticinco minutos! ¿Tenías que haber encontrado otra pista? ¿Tenías que haber encontrado otro sospechoso? Quiero decir que esa ni siquiera tenía que ser mi jodida historia. Se suponía que tenía que ser mi día libre, ¿vale? Qué, ¿no te gusta cómo trabajo? ¡Pues échame de una puta vez, gilipollas! ¡Mamón! ¡Ni tan sólo sabes cómo llegué hasta aquí, ni qué coño hago aquí! ¡Todo fue un accidente! Una mujer en un coche. Demasiado rápido. Una curva peligrosa.

Con otro sollozo sofocado, alcé la mano, asesté otro golpe a la puerta y la dejé caer lánguidamente a un lado.

No era mi historia, joder .

– El que habita al amparo del Altísimo / y mora a la sombra del Todopoderoso…

El reverendo Flowers cruzó el vestíbulo bordeando la camilla. Sostenía el libro abierto con ambas manos, pero no podía leer las palabras, así que las recitaba de memoria.

– … diga a Dios: «Tú eres mi refugio y mi ciudadela, / mi Dios, en quien confío», pues Él te librará de la red del cazador / y de la peste exterminadora; te cubrirá con sus plumas, / hallarás refugio bajo sus alas, / y su fidelidad te será escudo y adarga.

El salmo, los ritmos del salmo, ya no le reconfortaban. Parecían deshacerse en el malestar sulfurante que le consumía el estómago. No basta, pensó con una urgencia perentoria mientras leía, mientras pasaba por detrás de la camilla. Esto no basta. Y no quedaba tiempo. No había tiempo.

Delante de él, los cuatro guardias del equipo de las correas empujaban la camilla, dos en la parte delantera y dos en la trasera. Avanzaban rápida, suavemente. Luther Plunkitt avanzó a pasos largos para adelantarse y abrir la puerta de la cámara de la muerte.

– No tendrás que temer los espantos nocturnos, / ni las saetas que vuelan de día -prosiguió Flowers-, ni la pestilencia que vaga en las tinieblas, / ni la mortandad que devasta en pleno día. / Caerán a tu lado mil, / y a tu derecha diez mil; / a ti no te tocará -Aquello no bastaba.

Cuando miró por encima del libro pudo ver a Frank Beachum entrelos cuerpos de los guardias. Una sábana le cubría el cuerpo, escondiendo las correas que le mantenían sujeto, cubriéndole hasta la barbilla. Sólo su rostro quedaba visible, el rostro enjuto y alargado, que ahora parecía incluso más delgado, las mejillas hundidas y chupadas, los ojos abiertos, en blanco y saltones. Miró hacia delante y hacia atrás rápidamente cuando la camilla cruzó el umbral de la puerta. Hacia las luces fluorescentes del techo, a las paredes de hormigón, esforzándose por ver las caras de los guardias y del reverendo que les seguía. Cuando topó con los ojos de Flowers, el pastor sintió cómo la urgencia perentoria se convertía en desesperación y el tono de voz subió.

– Con tus mismos ojos mirarás, / y verás el castigo de los limpios. /Teniendo a Dios por refugio, / al Altísimo por tu asilo…

El alcaide Plunkitt se detuvo junto a la puerta de la cámara, haciéndose a un lado para permitir el paso de la camilla. Sonriendo blandamente, asintió a uno de los guardias principales.

– Acompañe al padre a la sala de los testigos -ordenó.

El guardia se dio la vuelta rápidamente y se dirigió a Flowers.

– … no te llegará la calamidad… -espetó Flowers salvajemente, y luego se le quebró la voz y alzó la mirada. Alzó la mirada y vio al guardia que se le acercaba. La camilla ya estaba en la puerta. Se había acabado. Su tiempo se había terminado. No quedaba más tiempo y aquello no bastaba. La revelación parecía irrumpir en él, extenderse en él, denigrarle y empequeñecerla. Había fracasado, había fracasado por completo. Fuera cual fuese su misión, su sacerdocio en este caso, no se había hecho, no se había cumplido. Por su propia culpa, por su gran lamentable culpa, no había hecho lo suficiente. Miró con arrepentimiento desesperado a aquel hombre echado en la camilla.

Antes de saber lo que estaba haciendo, agarró con la mano el pie de Beachum debajo de la sábana.

– ¡Díselo por mí, Frank! -exclamó con voz apagada-. ¡Diles que intento seguir el camino!

El guardia le cogió el brazo suavemente. El pie de Beachum le escapó de la mano cuando la camilla terminó de cruzar el umbral de la cámara de la muerte.

Y la puerta se abrió. Oí el clic del picaporte y me puse en pie un instante antes de que se abriera. Me quedé en la escalinata de entrada mirando con ojos de miope en la oscuridad de la entrada de ladrillo.

La señora Russel estaba ahí, de pie, asomada a la puerta.

Ese rostro enorme, negro e imponente estaba surcado de lágrimas. Tenía una mano en la garganta, aferrada al medallón. La otra sostenía el pomo de la puerta. La misma bata informe de antes le cubría el cuerpo inmenso, dejando los brazos gruesos al descubierto, las piernas a la vista. Frunció el ceño desde la oscuridad hacia mí, con los ojos tormentosos llenos de rabia y todo su ser temblando y vibrando con emoción.

Me quedé en la entrada-escalinata como un mendigo, los hombros hundidos, las mejillas húmedas y la boca entreabierta.

Habló con una voz dura y rotunda, nada temblorosa.

– Esperaba que volviera -confesó-. Se lo juro por Dios. Esperaba que volviera.

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