Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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El poli me empujó hacia atrás, me forzó el brazo contra el pecho y me obligó a retroceder. Bajé del peldaño rápidamente, con los brazos doloridos. Me tambaleé, intentando mantenerme en pie, y cuando conseguí recuperar el equilibrio, ahí estaba de nuevo el policía. Iba a por mí.

Nos quedamos cara a cara en el borde del césped y me puso el dedo en el pecho.

– Adivina, adivinanza -indicó en voz, baja. Tenía los ojos diáfanos y fijos-. Yo soy un oficial de policía y tú un gilipollas borracho. Si nos peleamos, ¿quién crees tú que perderá?

– ¡Tengo que hablar con los Robertson! -grité, formando de nuevo bocina con las manos.

– ¿Tienes ganas de apostar?

– Oficial… -respondí con voz entrecortada. Seguía tambaleándome, pero la excitación me había despejado un poco el cerebro-. Ya veo que usted es un buen hombre, pero no hay tiempo para…

La puerta de entrada se abrió. El señor Robertson se asomó. Le reconocí por el programa de televisión en el que había participado aquella tarde. Ya no llevaba corbata, y el maquillaje había desaparecido, vestía un polo azul claro que le marcaba la barriga, pero reconocí el ceño fruncido bajo el nacimiento del cabello blanco.

Cuando el poli se giró al oír la puerta, aproveché la oportunidad para fintarle de nuevo. Subí el peldaño con tanta rapidez que Robertson se echó hacia atrás, entrecerrando la puerta, reduciendo el espacio.

Pero llegué antes de que la cerrara. Me quedé justo frente a él.

– Por favor -proferí. Arrugó la nariz al oler la vaharada de alcohol-. Describa el medallón.

– ¿Qué? ¿Qué diablos quiere?

– El medallón de Amy. El que robó el asesino. ¿Un corazón? ¿De oro? ¿Con las iniciales AR rodeadas por una pequeña orla?

Palideció, sorprendido.

– Sí, sí -confirmó automáticamente-. Y las iniciales AW en el interior. Hizo que grabaran las iniciales de casada en el interior.

– Ella…

Me quedé con la boca abierta, pero sin pronunciar una sola palabra. AW en el interior. Había hecho que grabaran las iniciales de casada en el interior. O sea que la señora Russel lo sabía. La abuela de Warren. Tenía que saberlo. Si no lo sabía antes, ahora sí, porque había hablado conmigo.

Una mano fuerte me atrapó por el hombro.

– Lo siento, señor Robertson -oí que decía el guardia detrás de mí mientras me obligaba a retroceder, alejándome de la casa.

– Frank Beachum no mató a su hija, señor Robertson -declaré.

Inmediatamente, el rostro del hombre se ensombreció, casi podía ver la sombra sobre él como un eje cruzado.

– ¿De qué está hablando?

– Él no…

– Bobadas. Sandeces -enjaretó-. ¿Quién es usted? Lárguese de aquí. Saque a este borracho de mi casa.

El poli tiró de mí con más fuerza, pero yo me aferré al marco de la puerta mirándole directamente a los ojos implacables.

– Le estoy diciendo… -aseguré.

Con un movimiento seco y rápido, Robertson me cerró la puerta en las narices pillándome los dedos -pam- y la volvió a abrir de un tirón. Grité. Me llevé la mano al pecho. Retrocedí obligado por el guardia a bajar el peldaño.

Esta vez, me tambaleé y caí. Sentí el golpe retumbar en mi cabeza. Sentí la humedad del césped a través de los pantalones. Me levanté en un segundo, tan deprisa como pude. Apretando la mano contra mi cuerpo. Ahora ya tenía la mente bastante clara. Estaba lo bastante sobrio.

– Jódase! -espetó Robertson, apuntándome con el dedo desde la puerta. Su imagen desapareció al interponerse el enorme policía.

– De acuerdo, de acuerdo -asentí-. Ya me voy.

Agazapado y dispuesto, con la mano en la porra, el policía seguía avanzando hacia mí.

– He dicho que ya me voy, pero es inocente.

– ¡Largo de aquí! -gritó Robertson.

Les di la espalda a los dos y eché a correr por el césped. Delante de mí, el grupo de periodistas. Pasmados, mirándome, con los ojos de par en par. Una cámara sobrevoló sus cabezas. Un flash se disparó en la noche. Faros azules giraban en espiral en mi campo de visión mientras yo seguía hacia delante.

Oí que el poli me llamaba -no gritó en ningún momento-, sin alzar el tono de voz frío y seguro.

– Y deje el vehículo, señor -advirtió-. Si conduce ese coche en estado ebrio tendrá a todas las unidades de St. Louis pegadas a su trasero.

Giré sobre los talones temerariamente, gritando:

– ¿Acaso son aviones a reacción? Porque si no lo son, colega, no van a pillarme.

Y me di la vuelta de nuevo, a ciegas en un primer momento, pero fijando mi trayectoria en el puñado de periodistas, abriéndome paso a través de ellos, en dirección a mi coche.

– Pero, qué le pasa, ¿está loco? -oí decir al policía-. Si lleva un Tempo de mierda.

Eché la cabeza hacia atrás y me puse a reír como un loco.

3

Nunca supe los nombres de los verdugos. Por razones de seguridad, nunca se daban a conocer. Eran dos hombres que trabajaban en el departamento de instituciones penitenciarias. Voluntarios, formados para manejar el equipo de inyección letal. Uno de ellos, llamémosle Frick, era un oficinista de algún tipo: encorvado, con el pelo cortado al rape y ojos de microbio; un demente insensato pero intelectual. Me enteré de que impartía unos cursos algo pedantes sobre la pena de muerte: la historia, los métodos y los efectos biológicos de los distintos instrumentos; y que animaba dichos cursos con un fervor jadeante que aparentemente no podía disimular. Los otros dos hombres del equipo de ejecución parecían detestarle, aunque lo peor que me dijeron de él era que se trataba de «una buena pieza». Así era Frick.

Por otra parte, el verdugo Frack respondía más al gusto general. Yo diría que era un antiguo guardia. Un hombre grande y divertido de unos cincuenta y tantos años que solía ponerse a hablar de béisbol con los demás antes de apretar el botón. «No siento escrúpulos al respecto», era su única observación cuando le preguntaban. «Es como borrar un error.»

Los dos habían recibido la formación sobre la máquina de la mano de Reuben Skycok, a quien había enseñado el propio fabricante del aparato. Su trabajo consistía básicamente en apretar un botón, pero la cosa no era tan sencilla como pudiese parecer. La máquina tenía dos botones en el panel de control. Llegada la hora, cada hombre ponía el pulgar en uno de los botones. Cuando Luther asentía con la cabeza, el verdugo Frack podía contar en voz alta hasta tres. A la de tres, ambos hombres debían pulsar los botones simultáneamente. Cuando los botones emitían un clic, tenían que retirar lentamente los pulgares hasta que los botones volvían a su posición inicial. De hecho, sólo uno de los botones era operativo. Sólo uno de ellos iniciaba la secuencia automática y calculada en función de la cual los émbolos de acero inoxidable en el módulo de salida descendían hasta los contenedores de los productos químicos, empujando los fluidos por los tubos hasta la vena de Frank Beachum: pentotal sódico en primer lugar, bromuro de pancuronio un minuto después y cloruro de potasio un largo minuto más tarde. Un ordenador integrado en el módulo cifraba aleatoriamente los circuitos, de modo que ninguno de los dos verdugos sabía realmente cuál de los dos botones había desencadenado el proceso.

A las once y media exactamente, cuando ataban a la camilla con toda diligencia a Frank Beachum en su celda, el ayudante del alcaide, Zachary Platt, acompañaba a los dos hombres a la cámara de la muerte al final del vestíbulo. El doctor Smiley Chaudrhi y la enfermera Maura O’Brien estaban allí, así como los dos guardias que no participaban en el procedimiento de sujeción a la camilla. Los cuatro alzaron la mirada cuando Platt y los verdugos entraron, y los cuatro desviaron la mirada con la misma prontitud hacia los paneles y las luces en las paredes blancas. Platt hizo pasar a Frick y a Frack rápidamente por la sala de suministros donde se encontraba el equipo mortífero.

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