Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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Arnold McCardle ya estaba allí, junto a la estantería de los teléfonos. El hombre gordo saludó a los demás cuando entraron, pero no sonrió ni les tendió la mano. Reuben Skycock estaba junto al módulo de salida en la caja de acero contigua a la pared. Los verdugos y él se dieron la mano. El verdugo Frick, el inteligente, deslizó la palma húmeda por la mano de Skycock y luego apretó las dos manos húmedas frente a aquel, moviendo la cabeza y sonriendo neciamente sin parar como si intentara pensar en una táctica para iniciar la conversación. El verdugo Frack chocó palmas con Skycock y dijo:

– Eh, Reuben, ¿cómo va todo? ¿Has visto a los Cardinals?

Skycock, cuyo rostro bigotudo se había tornado algo rígido en la última hora, sólo asintió tímidamente. A continuación les dio la espalda a los dos.

Más o menos a esa hora, sobre las once y media, yo estaba doblando la esquina de Knight Street otra vez. El viaje en coche había sido frenético, frenético e intenso. El parachoques delantero devorando el asfalto. Semáforos verdes, semáforos rojos, desvaneciéndose en lo alto. Sin freno bajo el pie, imaginando que los demás coches habían dejado de existir, imaginándome volando en el espacio, concentrando mi atención en la noche más allá del parabrisas y con una voluntad férrea que me protegía de la policía.

Y así lo hice. Doblé la esquina en Knight Street. Mareado. Exhausto. Indispuesto, aturdido y sin fuerzas. Sentía el latido del pulso incesante y doloroso en la cabeza. La mano derecha rígida e inflamada.

Apenas podía mantener la cabeza derecha y los ojos abiertos. La embriaguez se adueñó de mí en oleadas verdosas que me provocaban arcadas. Y, sin embargo, a pesar de todo, ahora era capaz de pensar con mucha más lucidez que antes, mucha más. No hay nada como que te pillen la mano con una puerta para aguzar los sentidos con la mayor prontitud.

Doblé la esquina y aminoré la velocidad. Avancé por la sombra de aquellos barrios bajos. Las farolas no funcionaban, y parecía que la hilera de edificios de ladrillo mugriento se encorvara en la noche desde la autopista. Hojas de papel y latas de refrescos crujían bajo los neumáticos del Tempo al girar.

Apagué el motor. La calle estaba vacía pero resultaba amenazadora de todos modos. Callejuelas y escondrijos oscuros. Música con ritmos machacones inundando la calle desde los pisos superiores. Una imagen observándome en alguna parte, en algún lado, en una ventana encima de mí. Y voces desde un callejón contiguo, voces de jóvenes, riendo duramente, ásperamente, en secreto. Rastros de reuniones de difamación. Y todo el mundo excepto yo era negro en esas calles, y yo estaba asustado.

Eché una ojeada al reloj del tablero de instrumentos. Fue entonces cuando me percaté de que eran las once y media. Lowenstein vivía -relativamente cerca de mi casa- en una mansión situada en Washington Terrace. A unos veinte minutos para cualquier Ford mortal, y a quince, tal vez diez, para mí y para mi Tempo. Con el estómago destrozado y la mente temerosa y desesperada, me dije a mí mismo que podía llamarle por teléfono si realmente tenía que hacerlo. Podía llamar a Alan para que me facilitara el número secreto y luego llamar a Lowenstein para explicarle la situación. Casi me eché a reír al imaginarme la escena: convencerle de mi propósito, de que arriesgara su amistad con el gobernador, hacer que suplicara un aplazamiento de la ejecución… Sabía que era completamente imposible a menos que me presentara a su puerta con el medallón e incluso acompañado de la señora Russel.

Me incliné hacia delante y miré por la ventana del acompañante para observar el edificio donde vivía. Las luces estaban apagadas en todas y cada una de las plantas.

Me armé de valor. Sentía que mi cuerpo era como un peso muerto llevado a hombros de mi voluntad. Saqué el peso por la puerta del coche y salí a la calle.

Por entonces, a las once y media, Bonnie Beachum estaba, supongo, técnicamente demente. Sentada sola en la sala de espera de las visitas, una sala blanca y austera en el edificio principal de la prisión, sentada en una de las sillas metálicas alrededor de la mesa de madera, con las manos enlazadas en el regazo, y los ojos ojerosos y hundidos mirando al vacío.

Desde que había salido de la celda de Frank aquella tarde, había pasado la mayor parte del tiempo rezando en la habitación del motel. Primero en voz alta, en tono suave, de rodillas junto a la cama, los codos sobre el colchón y las manos enrojecidas enlazadas debajo de la barbilla. Había rezado hasta tener la voz en carne viva y luego continuó en un suave susurro. A las once de la noche había vuelto a la cárcel y para entonces sólo movía los labios, las palabras resultaban inaudibles. Y ahora, sentada, inmóvil, mirando a lo lejos, había entrado en una especie de histeria, un tipo de locura, un delirio silencioso de súplica.

Más tarde, cuando todo hubo acabado, cuando consiguió recuperarse más o menos del colapso emocional que siguió, apenas recordaba nada de esos últimos minutos. Le parecía que la habían transportado, incorpórea, a lo largo de enormes distancias en un torrente de palabras salvajes. Había vuelto a ser niña, había vuelto a los lugares de su infancia, escondiéndose en la hierba de la granja y riéndose con una risilla sofocada y tonta, trabajando en la cocina con su madre displicente, durante la pubertad o desnuda bajo el cielo de Missouri y el sol sagrado e incandescente al que rezaba. Otras veces -o tal vez fue simultáneamente-, había permanecido de pie casi desnuda ante la franja nubosa de cielo con nubarrones grandes y tenebrosos suspendidos sobre ella mientras clamaba hacia ellos con gritos primitivos y guturales. Cuando se sentaba, con la mano apoyada vagamente sobre el pecho, se rascaba suavemente debajo y entre los pechos, porque mentalmente se rasgaba el cuerpo con ambas manos, arrancándose el alma de esposa de las costillas para lanzarla ensangrentada al altar del Señor que no podía, de ello no cabía duda alguna, matar a su marido, dejar que su marido muriese, si viera que, si supiera que, si supiera…

A veces había oscuridad, un discreto lloriqueo de súplica, casi sosegado y sin embargo terrible, porque aun entonces era consciente del paso de tiempo, como lo era en las visiones interiores que estaba sufriendo. Y, a veces, con una claridad paralizada y mortal, veía el reloj, el reloj real suspendido en la pared. Las once. Las once y veinte. Las once y veintisiete. Y entonces volvía a rezar, si aquello era una plegaria, y de nuevo se dejaba llevar a ese país, que no es nuestro país, a ese mundo, que no es nuestro mundo, donde el amor y la inocenciason argumentos en favor de una vida mejor.

Cuando Tim Weiss, uno de los abogados de Frank, entró en la salade espera a las once y treinta y uno, su imagen hizo que se echara hacia atrás, que un escalofrío le recorriera la espalda, y que la boca se le secara. Hacía seis semanas que no la veía, y el cambio le estremeció. Bonnie estaba ojerosa, demacrada y enloquecida. No tardó ni un segundo en percatarse de ello y palideció.

Weiss tenía más o menos mi edad, unos treinta y cinco, pero estaba calvo y sólo le quedaba un flequillo ensortijado de cabello canoso. Su rostro le hacía parecer mayor. La carne fláccida, los labios inertes y húmedos, los ojos tristes. Puso una mano temblorosa en el hombro de Bonnie. Ella le miró. Weiss intentó tragar, pero no pudo. «Ciega», fue la palabra que le vino a la mente.

– ¿Cómo va eso, Bonnie? -preguntó Weiss.

Tornó la vista de nuevo al vacío y si dio alguna respuesta, no se la dio a él.

Weiss se sintió aliviado cuando, a las once y treinta y cinco, el guardia entró y les dijo que era hora de pasar a la sala de los testigos contigua a la cámara de la muerte.

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