Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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Al igual que un hombre ardiendo de fiebre, débilmente, se levantó y se subió los pantalones. Se sacó la camisa por encima de la cabeza y desdobló la camiseta blanca y planchada del paquete que yacía sobre la mesa. Se la puso y se quitó los pantalones. Tuvo que tragarse un halo de repugnancia y humillación al ponerse los calzoncillos de plástico. El último artículo, unos pantalones verdes anchos, se los puso tan rápida y torpemente que casi se cayó. En cualquier caso, y con los pantalones puestos, podía sentir el plástico en contacto con su piel, recordatorio de cuán indefenso, desvalido y desamparado estaba, y de su virilidad perdida.

Cuando terminó de vestirse, se quedó de pie con los hombros hundidos, la barbilla baja, la boca entreabierta y los ojos mirando el suelo con brillo apagado. La puerta se abrió, y el alcaide entró. Se acercó a los barrotes de la celda y asintió mirando al prisionero.

– Bien -repitió.

A las once y cuarto, más o menos, Luther salió de la celda y anunció a Flowers que podía volver a entrar. Flowers estaba en el vestíbulo detrás de la camilla, intentando no mirarla pero sin poder evitarlo de vez en cuando, y estremeciéndose con una sensación odiosa y macabra. Rodeó la camilla para llegar a la puerta, y él y Luther se cruzaron justo en el umbral. El reverendo, alto, de rostro negro e impresionante, gravedad monumental y ojos tristes y amarillentos, miró al hombre bajito de cabello canoso, rostro de masilla y ojos pequeños y marmóreos. El alcaide se giró. En ese momento, Flowers se sintió más próximo a Plunkitt que a Beachum, que a cualquier otra persona. Reconoció a un compañero en la desgracia, descubrió en la mirada del alcaide un sentimiento que él amagaba en su propio corazón: gracias, Señor, porque todo estaba a punto de terminar. Ya casi había terminado.

Flowers había sacado la Biblia del bolsillo de la americana y se había sentado en la cama de Beachum para leerle unos párrafos.

– El Señor es mi pastor -rezó con voz profunda de barítono-. Nada me falta. / Me hace recostar en verdes pastos / y me lleva a frescas aguas. / Recrea mi alma…

Le sorprendió, como solía suceder, el gran consuelo que ese salmo le producía. A veces pensaba que ello se debía únicamente a su ritmo o al sonido de las palabras tanto como a su significado. Al leerlo, su mente se bañaba en él como en agua caliente, y la agitación de su estómago se suavizaba. Lo leía con emoción sincera.

– Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, / no temo mal alguno, / porque tú estás conmigo…

Procuró modular la voz para transmitir el consuelo por el espacio existente entre sus labios y el oído del convicto. Ese pequeño espacio infinito.

A Beachum las palabras le alegraron, el sonido de una voz humana, aunque toda la concentración de su alma estaba en el cigarrillo. El semblante cansado y ojeroso inclinado hacia aquel cigarrillo y el mechón de cabello suspendido sobre la frente. Dio una profunda calada con un silbido, inspirando el humo como si de vino dulce se tratara. Cuando llegó a la colilla, encendió otro cigarrillo con ella y lo fumó de la misma forma, con la misma intensidad. No quería que esos últimos instantes se perdieran sin darse ese placer.

Y entretanto seguía mirando el reloj, alzando la cabeza a intervalos cada vez más cortos, deseando que el cambio no fuera demasiado grande desde la última mirada, temeroso de que le cogieran desprevenido, pero asqueado por la imagen del movimiento incesante del minutero.

Cuando miró a otra parte, se perdió durante unos instantes soñando despierto en el pasado: el olor del césped recién cortado, el calor del verano en la piel, el bebé en la caja de arena, su mujer a la puerta con la botella vacía de salsa A-1. Pero no por demasiado tiempo. El reloj avanzaba con más rapidez cuando no le prestaba atención, así que lo miró de nuevo y dio otra calada al cigarrillo. Y pensó que él no había hecho nada, que había de encontrar la forma de hacérselo comprender, y entonces empezó de nuevo a soñar despierto mientras el salmo lo arrullaba.

El humo, el reverendo, el sueño, el reloj.

A las once y media entraron con la camilla.

Luther, por supuesto, comprendía la importancia de la camilla. Era lo más importante. En las reuniones de protocolo, él fue el primero en sugerir que se atara al prisionero en la misma celda y que fuera conducido de esta forma hasta la cámara de ejecución, en lugar de ir andando hasta la cámara y atar en ella al convicto. El momento más difícil para los prisioneros era la primera vez que veían la larga mesa con las gruesas correas de cuero. Era el momento en que las probabilidades de que se asustaran y cayeran en el pánico eran mayores. En cierto modo, los prisioneros no se consideraban a sí mismos completamente indefensos. Simplemente era algo que no podían imaginar. Podían tener fantasías sobre una posible huida o imaginarse resistiéndose y «cogiendo a un rehén». Pero la imagen de la camilla con las correas, la estructura metálica y las ruedas gruesas les devolvían de golpe el sentido de la realidad. Una vez atado a ella, un convicto sabía que no quedaban más alternativas. Nadie le pediría por favor que se vistiera o fuera aquí o allí. Sencillamente lo transportarían de un lugar a otro, lo llevarían por los pasillos hasta la cámara final, tan fácilmente como quien lleva un carro de la compra. Ni tan sólo podría alejar el brazo cuando le clavaran la aguja.

Luther sabía que era preciso pasar por ese trance lo más rápidamente posible. Tenía que suceder en un espacio restringido pero con una presencia importante de guardias.

Cuando el prisionero estaba atado a la camilla, lo peor del procedimiento había pasado.

Así que esto sucedió con la mayor diligencia y sigilo.

En el momento en que la camilla entró en la galería, la puerta de barrotes se abrió. Beachum apenas tuvo tiempo de ponerse de pie, de mirar aterrorizado el reloj cuando la cosa ya estaba en la celda a su lado, entre él y Flowers, acorralándole. Y los guardias le rodeaban, empujándole hacia la mesa.

Y, sin embargo, en el tiempo condensado de los sueños, hubo un instante interminable, antes de que el grupo de guardias se ciñera en torno a él, antes de que la primera mano poderosa le rozara el brazo, en el que Frank aún imaginó un amplio abanico de situaciones posibles: la huida hacia la libertad, el asesinato del guardia, la huida planeada desde tiempo atrás y retrasada hasta ese momento inesperado, o simplemente despertar en su propia cama con el olor fresco del rocío de las hojas de verano llevado por el aire hasta la ventana de la habitación.

Y de nuevo, antes de decidir qué camino tomar, antes de consentir en el proceso, antes de decidir que les acompañaría, accedió, girando su cuerpo para que les fuera más fácil subirle a la mesa, levantándose con el tierno apoyo de la mano de un guardia, acostándose sobre la sábana áspera, mirando los fluorescentes e incluso pensando: sólo es esto, sólo es la camilla, no es la cosa, no es la cosa en sí misma; mientras las correas de cuero le cruzaban el cuerpo con toda rapidez, con mano experta, y luego las ajustaban con fuerza, hasta que quedó bien atado.

2

– Venga ya, maldito trozo de hojalata -chillaba yo mientras tanto-. Montón de mierda asada, ¡venga!

Pero no era culpa del pobre Tempo. Pese al carburador amordazado por años de suciedad, el aceite inerte tan negro como un remordimiento y las bujías marcándose un ritmo peor que el coro de un cabaret de cuarta categoría, el coche aún conseguía avanzar como un cohete por el corazón tranquilo de la noche y hacer chirriar los neumáticos. Pero la maldita carretera… La maldita carretera seguía serpenteando delante mío, desvaneciéndose, desparramándose y desdibujándose detrás de los bamboleos ondulantes de la neblina del whisky. A veces, todo aquello desaparecía cuando la cabeza se me caía hacia delante y los párpados se me cerraban lentamente. Y cuando conseguía abrir bien los ojos, cuando me erguía en el asiento, el Tempo se desplazaba para coger las curvas y chirriar por la presión de los neumáticos o incluso llegaba a rozar la hierba que bordeaba la carretera hasta que lo enderezaba y volvía al asfalto, chirriando, jurando como un condenado, corrigiendo el exceso de velocidad durante un rato, hasta que volvía a desmoronarme.

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