Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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– He follado con la hija del jefe… ¡no! Esta vez ha sido con su mujer. No, espera, con su hij… no, sí, con su mujer. Y ¿qué significa eso? ¿Por eso tengo que perder mi trabajo? ¿Eso significa que mi mujer tiene que echarme de casa?

– Pues… sí.

– Nooo -repliqué-. Esoshh moralista. -Vacié el vaso y lo dejé con fuerza sobre la barra para que el hielo tintineara-. Otra vez.

– Sí, lo he oído.

Sacó una cuchara repleta de hielo del recipiente que se encontraba debajo de la barra. Echó el hielo en el vaso y al mismo tiempo vertió el contenido de la botella. Me llevé el cigarrillo a los labios y observé la operación a través del humo rizado.

– Moralista -repetí-. Todo el mundo piensa éste actúa bien, éste mal. Has matado a alguien, pues te pincharán. Has follado con alguien, pues fuera. Todosh mierda. Pura mierda. Neil. Hace que todo el mundo sea desgraciado. Nada es bueno o malo, sino que el pensamiento lo hace así. William Shakespeare. Incluso Billy el Niño dijo algo así.

– Sí, sabía un par de cosas de ese estilo.

– No juzguéis, y no seréis juzgados. Fue Jesucristo quien lo dijo, ¿o no? ¡Por el amor de Dios!

– El viejo J. Últimamente no ha venido mucho por aquí.

– Ya. Ese era el problema con mis padres. Mish pares ’doptivos. Grandesh abogados. Grandes cerdos asquerosos y liberales. Cerdos. Siempre sabían lo que se debía hacer, siempre sabían quién era el malo de la película y quién era el santo. Siempre de parte de los ángeles. ¿Pero cómo lo sabían? ¿Me entiendes? ¿Qué es lo que está bien y lo que está mal? ¿Cómo pueden saberlo? ¿Quién se lo ha dicho?

– Mmmhh… ¿Platón?

Relinché como un caballo.

– Era un intento -aclaró Neil-. No llegamos a estudiar a Platón.

Ingerí otra dosis de nicotina, pero ya había perdido su capacidad de divertirme. Me abrasó la garganta y yo aplasté el cigarrillo suavemente en el cenicero de cristal, dejándolo doblado y humeante. Incliné la cabeza sobre el vaso y me puse a estudiar el hielo que flotaba en el líquido de color ámbar. Asentí mientras lo miraba con aire pesimista. Había alcanzado el nivel de embriaguez en el que se empiezan a tener Ideas sobre la Vida. Vida con mayúscula, Ideas con mayúscula. Había llegado al punto en que esas Ideas parecen enlazarse formando una cadena que encaja perfectamente o, lo que es lo mismo, en la que los vínculos forjados en la herrería de la creación se vuelven claros a través del velo de la mortalidad y el tiempo. O algo parecido. En cualquier caso, ahí sentado, con el cuello lánguido y la barbilla moviéndose suavemente por encima de la nuez, se me ocurrió la Idea con toda claridad: la vida es un mal arreglo en el que los hombres raramente resultan ganadores. Situaciones azarosas hacen que, a lo largo de generaciones, desde tiempos inmemoriales, se hayan combinado en una historia casi desconocida, que se funde en el momento de tu concepción en un aparato de relojería inexorable. Lo que te parecen decisiones, opiniones, revelaciones, desarrollo, no son más que el tictac del mecanismo, aliviado por el accidente ocasional, o por dos -en el caso de que se trate de accidentes-, sonoro y lastimero por la sospecha omnipresente de que la máquina del destino no descansa. Bueno, en aquel momento todo eso parecía tener sentido. Y cuando impuse esa Idea a los distintos hechos de mi existencia -como cada uno suele imponerse sus propias ideas-, esos hechos fueron forzados -como suele ocurrir- a alinearse con la Idea que, por consiguiente, parecía explicarlo todo a la perfección.

Así que eructé miserablemente. Levanté el vaso de whisky hasta mi cabeza colgante y sorbí el licor con un ruido sonoro.

– Aaaaaaaah -suspiré, al dejar el vaso encima de la barra-. ¿Por qué zienen que dejame tirao? ¿Quén she loa pedido? ¿Q’voy asher, por ’mor d’Dios?

Mis ojos se llenaron de lágrimas y me pregunté, se lo pregunté a toda la arena repleta del público de mi imaginación, quién en el mundo podía ser más miserable que yo.

– Shempre ’mponiéndome shush cosas. Dishéndome l’que shtá bien y l’que shtá mal. Dulces trucshoness -Levanté el dedo pulgar y el índice para mostrar cuán miserables eran esa instrucciones morales-. Queños discursos sore cada cosha. Sé amable, sé bueno. Y Dios era una carga insoportable. Casi veía en sus ojos qué libro estúpido habían estad’yendo, qué artículo estúpido en qué revista estúpida. Y, para empezar, ¿quién les había pedido que me adoptaran? ¿Dónde estaba mi verdadero padre? ¿Eh? Eso esh lo que quiero saber. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Dónde está mi jodido padre? Alguien tiene que decírmelo, por qué no ellos.

– Por el amor de Dios, Everett -suspiró Neil Gordon-. Vete a tu casa de una puta vez ¿quieres?

Me eché a reír amargamente, levantando la cabeza, que me pesaba como un muerto.

No tengo casa, Neil-O -expliqué-. Neil-o-rama. No tengo mierda casa. -Con cierta dificultad conseguí llegar al bolsillo de la camisa y sacar la alianza de Barbara. La cogí entre los dedos, sosteniéndola contra la tenue luz del bar-. ¿Lo ves? Y mi hijo’mpoco. No tiene padre. Mi niño, mi pequeño, mi bebé… ¿Qué diablos va a hacer? Destrozar su vida. Su destino, de eso estoy hablando. No sh culpa suya, sólo…

Sorbí por las narices lamentablemente. Neil frunció los labios como si oliera algo horrible. Le enseñé el anillo.

– ¿Vesh shto? -pregunté-. ¿Qui ntro? Shu nomre. Nustro nomre. Barbara Everett. Tnía kser na milia. Tnía kser… ntos. Ehos sh, esha sh la clave d’todo. Un nomre. Ella canvia shu nomre a uno. Ntos.Una mmilia.

Sostener la alianza empezaba a resultarme demasiado pesado y, como si se tratara de una especie de dispositivo mecánico en el que todas las partes están conectadas, mi otra mano se alzó, acercándome el vaso a los labios. El whisky me hizo jadear. Me quedé mirando con ojos de miope la camisa floreada de Neil. No creí que pudiera aguantar las lágrimas mucho más tiempo.

– Hice grabar ese nombre en el anillo… -farfullé con la voz entrecortada-. Para que estuviera allí… para que estuviera allí.

Y así permanecí sentado, con los labios fruncidos, embobado, los ojos llenos de lágrimas, parpadeando estúpidamente frente a la serie vertiginosa de flores estampadas. Y una vez más, al sentarme, parecía tener lugar un levantamiento del velo mortal o, en todo caso, una desviación ebria del mismo, para revelar, de forma borrosa, imprecisa, alejándose y acercándose a mí, la cadena oculta del sentido que se esconde tras los acontecimientos. Abrí la boca todavía más. La lengua se me trababa al intentar formular palabras y expresar mi revelación.

– Duuuuuuuuhhh… -proferí.

Neil meneó la cabeza, echando un vistazo al televisor otra vez. -Medallón -logré decir al fin.

– ¿Qué? -preguntó Neil poco interesado, si lo estaba en alguna medida.

– Duuuuuuuuhhh… -murmuré-. El medallón. Ese medallón. Y con esa observación me levanté del taburete, incorporándome con la ayuda de los codos y permaneciendo así unos instantes, con la barbilla ligeramente por encima del nivel de la madera, antes de arañar la barra con las manos y escalar las alturas hasta conseguir una posición erguida. La caída me refrescó la memoria, la iluminó de alguna forma durante unos pocos segundos. Lancé una mirada a las estanterías repletas de botellas brillantes, más allá de los uniformes rojos que se movían en el campo televisado, y de nuevo a los fríos ojos marrones escondidos detrás de las gafas de Neil, intentando desesperadamente concentrarme en mis propias lentes.

– ¿No l’vesh? -le pregunté-. Todavía lleva el puto medallón.

– ¿De quién estás hablando? ¿De quién estamos hablando?

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