Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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Pasó un año entero antes de que Flowers se recuperara por completo en la parroquia de Florissant en la que le encontró Bonnie Beachum. Aquí, el número de sus feligreses aumentó progresivamente, y los funcionarios de los dos partidos políticos, temerosos de habérselas con la Nussbaum de nuevo, decidieron buscar los votos en otro lugar.

Sin embargo, aunque el escándalo no causó un daño permanente a su carrera, sí tuvo un efecto profundo y duradero en su personalidad. En su antigua parroquia en el sur de la ciudad era un reconocido activista, un luchador acérrimo en campañas contra los barones de la droga en el barrio, un tábano para el alcalde y una cara conocida en los noticiarios locales cuando acosaba al gobierno municipal y al estatal para conseguir fondos y programas para ayudar a los suburbios. En el norte, tras el escándalo, desvió su atención de estas grandes cuestiones y algunos dijeron que había perdido valor para la lucha. Se convirtió en la figura seria y pausada que Bonnie conocía. Cuando no estaba en la parroquia, se dedicaba a visitar clínicas y hospitales, presidía funerales y confortaba a las personas que llevaban luto; y llamaba incesantemente a las cárceles donde residían varios hijos y maridos de sus fieles. Dejó de declamar contra los demonios del crimen y la pobreza y abandonó su guerra de guerrillas contra las injusticias de la sociedad en su conjunto. De hecho, parecía haber perdido el gusto por los juicios morales concentraba su atención en recordar a todo aquel que quisiera escucharle que Dios se preocupaba por el más nimio de los problemas como lo hacía por el más pequeño de los gorriones. Los medios de comunicación, por supuesto, perdieron todo interés en él. Y de este modo, a medida que se granjeaba el apoyo y el cariño de su pequeña parroquia, se alejaba del gran público.

Si menciono todo esto es para explicar su actitud respecto a la inocencia de Frank Beachum. Es decir, que no tenía actitud alguna. Nunca pensó en ello -o si lo hizo, fueron pensamientos perdidos, a los que no otorgaba ninguna importancia-. Había llegado a preocuparse mucho por Frank, y por Bonnie, aunque notaba que él -la gente de color- le hacían sentirse incómoda. Esperaba que Frank no tuviera que responder ante Dios por haber asesinado a Amy Wilson pero, finalmente, se sentía a medio camino entre Frank y Dios. Su tarea, la tarea de Flowers, era, a su parecer, ayudar a Bonnie y a Gail en la medida de sus posibilidades, y asegurarse de que Frank no muriera sin consuelo humano, solo.

En ese último final, entró en la celda de la muerte cuando faltaban cinco minutos para las diez para realizar la última visita a Frank antes de la ejecución. En seguida observó que el prisionero no estaba bien. Frank estaba sentado en el borde de la cama, inclinado hacia delante, mirando al suelo, frotándose las manos entre las rodillas. Movía la boca, tenía el rostro amarillento y los ojos con un brillo poco natural. Su imagen conmocionó ligeramente a Flowers, quien le había visto por última vez al ir a recoger a Gail. En aquel momento el prisionero le había parecido afligido por el dolor, pero compuesto y con fuerza interior. Ahora, nada irradiaba de esa figura inclinada y encogida, excepto pánico, desdicha, temor y abatimiento. El predicador adivinó inmediatamente lo ocurrido: Frank había puesto toda su voluntad en demostrar valor a Bonnie y la niña, y ahora que se habían ido, padecía la inevitable reacción.

Beachum saltó cuando se abrieron los barrotes: no había oído entrar a Flowers en la celda. Asustado por el ruido cuando estaba absorto en sus pensamientos, lanzó una mirada fugaz al reloj, tragó saliva y respiró de nuevo: no, todavía no; todavía no era la hora.

Cuando Benson cerró la celda de nuevo, Flowers se acercó a la cama y se quedó de pie junto al convicto. Beachum se pasó la mano por el pelo y Flowers observó que estaba empapado por el sudor.

– ¿Se está haciendo tarde, eh? -preguntó Frank con una risa nerviosa mirando a Flowers esperando que le contradijera. Volvió a mirar a lo lejos y prosiguió-: Sí, tarde, muy tarde.

Mirando al hombre cabizbajo, con el cabello lacio, el reverendo sintió una pena profunda por Frank. También por Bonnie y por la niña. Por todos: una carga terrible de aflicción. Pero entonces se dio cuenta de que últimamente lo sentía con mucha frecuencia -pena, tristeza- y lo sentía por gente tan distinta que no se trataba tanto de una emoción del momento como de una sensación permanente, un filtro en su modo de ver las cosas. Incluso sentía dolor por su propio sentimiento de agradecimiento y vitalidad: la ola de nimio placer que le invadía al saber que él no era Frank, que su muerte no estaba prevista para medianoche. Como el segundo pajarillo en una rama cuando el halcón arremete y se precipita contra su hermano, pensaba: Dios es bueno, hoy Dios ha sido bueno conmigo. Flowers sentía lástima de sí mismo, por ser tan miserable e insignificante.

– Las cosas se están poniendo feas, ¿eh, Frank? -observó.

– Feas. Sí, feas, muy feas.

Y entonces, Beachum se levantó de un salto, avanzó rápidamente hacia los barrotes y dio marcha atrás. En ese corto trayecto, dio muestra de toda una serie de tics nerviosos: se pasó la mano por el pelo, se frotó las palmas, se llevó la mano a los labios y miró varias veces el reloj. Al acercarse de nuevo a la cama, se detuvo de repente y se quedó mirando a Flowers con esos ojos brillantes, como si acabara de darse cuenta de que el reverendo estaba allí.

– Quiero decir que… bueno, yo no hice nada -profirió-. Lo juro por Dios, Hallan. Yo no… Se volvió hacia los barrotes, se acercó a ellos y los agarró débilmente, cabizbajo, con ambas manos-. Lo siento -se excusó-. Lo siento, no lo estoy llevando demasiado bien.

Flowers avanzó hacia Frank y le puso la mano en el hombro.

– Es horrible tener que enfrentarse a ello.

– Dígamelo a mí, reverendo -espetó Beachum-. Usted no tiene que enfrentarse a ello.

En un primer momento, Flowers no respondió. En conversaciones como aquella, solía seguir su instinto. Intentaba no pensar demasiado y esperaba que Dios pusiera en su boca las palabras adecuadas. Y, de hecho, Dios parecía acudir en su ayuda, porque iba a decir: «Al final, todos tenemos que enfrentarnos ello, Frank», pero no lo hizo, las palabras murieron en su garganta. Aparentemente, a Dios no le pareció el momento oportuno para ser falso y sentencioso. Tanto Flowers como Frank sabían qué pajarillo de la rama eran y ambos sabían que Flowers no podía sino alegrarse por ello.

– No repuso Flowers al fin-. Yo no tengo que enfrentarme a ello.

Frank se dio con la cabeza contra los barrotes. Silenciosamente, pero hizo que Flowers se amedrentara.

– Lo siento -repitió-. Lo siento, lo siento.

Flowers le tiró del hombro con suavidad. Débilmente, con los brazos caídos, el convicto se alejó de los barrotes. Avanzó arrastrando los pies hasta la cama y se sentó. Flowers cogió la silla y se sentó frente a él, con el cuerpo inclinado, buscando sus ojos alicaídos. Esperó que Beachum hablara de nuevo. La situación era difícil: viendo en silencio cómo el terror inundaba el cuerpo del otro hombre sin tregua, arrimándose a sí mismo, a su seguridad relativa. Además de pena y tristeza, había muchos más elementos que entraban en juego en aquellos momentos, muchos sentimientos que calaban hondo. No sólo el gozo irreprimible de la existencia, sino también el orgullo de hacer las cosas bien, la satisfacción personal, la emoción de presenciar un drama, como si estuviera viendo un programa de televisión y no el dolor de un semejante. Además de la pena, de la que fue consciente en casi todo momento, Flowers había vivido los últimos cinco años -y tal vez más- afligido por otro sentimiento, más secreto para sí mismo, que se revelaba únicamente en oleadas amargas que le hacía desear alejarse de la imagen de su propia alma: sentía que había algo putrefacto dentro de él, algo podrido y bajo. Algo indigno.

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