Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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Y, por supuesto, ese deseo hacía que se sintiera tanto más fuerte cuanto que era un ser miserable, y un fracaso lamentable como pastor. Y la tristeza de ser tan pequeño, de ver que todos eran tan miserables e insignificantes, era abrumadora.

– No tienes por qué cantar el Gloria, Aleluya por mí, Frank -manifestó, mirando hacia abajo, estudiando las palmas rosadas de sus manos-. Te estoy oyendo.

Beachum gimió de nuevo, frotándose también las palmas rosadas y encendidas como si estuvieran en carne viva.

– Y tienes razón -prosiguió Flowers. Porque crees en lo que sientes, eso es todo. Y tal vez, como dices, yo quiero que tú creas en ello para que me parezca más real… No lo se. Pero no tengo ningún derecho a pedírtelo, eso es cierto.

Flowers respiró profundamente. Se sentía cansado. Los pensamientos que pasaban por su mente eran confusos y embrollados. Ni tan sólo sabía si lo que decía tenía algún sentido, pero pensó que se suponía que tenía que decirle algo a aquel pobre hombre.

– Sin embargo, no creer también es un sentimiento. Lo que estás sintiendo es lo que Jesucristo sintió, lo que cualquier persona sentiría. Porque estás asustado, como dices, porque van a venir a por ti. Si alguien apareciera tras esos barrotes y te dijera: «Vamos Frank, puede salir, eres libre» es probable que me confesaras: «Sabe, reverendo, allí arriba hay un Dios al fin y al cabo. Mire, me ha sacado las castañas del fuego. Debe de estar allí». Pero los hechos siguen siendo los mismos. Te sueltan, algún otro hombre, no tiene por qué ser en América, puede ser en África, en Irán, otro hombre pasando por lo mismo, enfrentándose al paredón por nada, abatido a tiros por nada. Porque deja que te diga una cosa, Frank. La vida es triste. Quieres volver a encontrar a Dios, quieres creer en Dios, pues tendrás que creer en un Dios del mundo triste; el mundo feo, lleno de injusticias y de dolor. Porque eso es lo que hay en todos los corazones que laten, Frank. Injusticia, fealdad, dolor. Eso es lo que hay en todos los corazones y en todas las manos. Y estaba ahí ayer, y está aquí hoy, y estará aquí mañana. Y así hasta la eternidad.

– No quiero morir, Harlan -replicó Frank Beachum.

Y entonces rompió a llorar. Sepultó el rostro entre las manos y empezó a temblar. Las lágrimas se escurrían por entre sus dedos.

No permita que me maten, ¡no! No he hecho nada. Lo juro por Dios. Lo juro por Dios, no quiero morir.

El reverendo Flowers rodeó con el brazo al hombre sollozante y apoyó la mejilla contra el cabello húmedo de Frank. Cerró los ojos y rogó a Dios que diera a Beachum fuerza, consuelo y paz. Deseaba ser él mismo más fuerte, más capaz de desempeñar la función que le había sido encomendada.

Y deseaba que aquella noche terminara. Se odió a sí mismo por ello, pero Dios sabía la verdad; deseaba que aquella noche terminara.

4

En lo que a mí respecta, me estaba emborrachando. Justo a esa hora, más o menos las diez y veinte. Mi culo estaba plantado sólidamente como el tronco de un árbol en un taburete del Gordon’s y me estaba puliendo una de esas bellezas como si la Prohibición estuviera a punto de instaurarse de nuevo. La verdad es que no tardé mucho en coger un buen punto. Apenas había comido nada en todo el día. Después de haberme bebido la mitad del cuarto whisky doble, empecé a sentir que la taberna se movía bajo mis pies como el péndulo del reloj de pared de un abuelo.

El Gordon’s era un bar-restaurante en una esquina sombreada por árboles en Euclid Avenue. La fachada de ladrillo descolorida bajo el toldo exterior de color verde, el cálido interior de madera iluminado con fanales y una amplia selección de cervezas actuales habían convertido aquel lugar en una guarida de jóvenes ejecutivos y de las mujeres que ellos esperaban amar. Solía estar bastante lleno y algunas veces el trasiego y el hedor de la cacería sexual llegaba a ser un espectáculo distraído para un hombre cuya mente estaba empapada en alcohol. Pero los lunes de verano, el ambiente estaba bastante tranquilo, con un suave murmullo de conversación que emanaba del comedor, y el bar vacío si no fuera por mí y por un tipo que miraba los Cardinals en el televisor colgado de la esquina superior en la pared del fondo.

– ¡Neil! -grité. Di unos golpecitos con la base del vaso contra la madera de roble-. ¡Neil! ¡Neil-o-rama!

Neil regentaba el local, pero ante todo era barman y hoy estaba sirviendo en la barra. Era un hombre delgado y pálido con un rostro fino y agradable escondido detrás de la montura metálica de unas gafas. Se parecía un poco a Jean-Paul Sartre, pero con una coleta y una camisa de flores. Abandonó su posición estratégica debajo del televisor y atrapó una botella de Johnnie Walker al acercarse.

– Cuando oigas ese tintineo del hielo, tienes que venir corriendo. Por compasión -proferí.

Inclinó la botella encima de mi vaso y sirvió una dosis generosa.

– Te lo estás currando bien, Ev -repuso con su voz tranquila e impertubable-. Espero que hayas dejado el coche en casa.

– Eh, Neil! -repliqué. Levanté el vaso, moviéndolo como un remolino debajo de la nariz-. Soy el mejor conductor de todo el continente.

– ¡Oh, oh!

– De cualquier continente.

– Estoy hablando con un hombre muerto -respondió Neil-. ¿Me dejarás tu colección de sellos?

Bebí un sorbo y dejé el vaso sobre la barra. Puse el dedo en el borde del cuenco ya vacío de galletas saladas.

– Más música y más galletas -exigí. Y seguí bebiendo.

Se llevó el cuenco vacío y lo reemplazó por uno lleno. Me llevé un puñado de galletas saladas a la boca.

– No he comido casi nada en todo el día -expliqué.

Neil miró con ansia el partido en televisión. Luego, resignado, se apoyó en la barra y puso todo su empeño en concentrarse en mí.

– Demasiado ocupado, he ahí el porqué -aclaré-. Demasiado ocupado desgraciando a mi mujer, mi vida quiero decir. Bueno, mi mujer y mi vida. Y mi trabajo.

– ¿Todo en un solo día? Realmente eres un tipo ocupado.

– Podría suceder una tragedia dentro de las murallas de una única ciudad en un solo día -puntualicé-. Lo dijo Aristóteles.

– Ah, sí, siempre está por aquí repitiendo lo mismo. El viejo y zumbado Aristóteles, le llamamos. El loco A.

– La vida imita al arte.

– Sí. Y también imita muy bien a Sophie Tucker.

– Estoy de acuerdo -confirmé.

No tenía ni idea de lo que estábamos hablando pero asentí convencido. A continuación encendí un cigarrillo y bebí un poco más de whisky.

– ¿Has oído el tintineo del hielo?

– No.

– Me pareció oír un pequeño tintineo metálico… Quizá no. ¿Qué iba a decir?

– Ibas a decirme que las mujeres no son como los hombres.

– Ah, sí. Las mujeres y los hombres son completamente distintos.

– ¿De verdad? -preguntó Neil-. Nunca había oído esa frase antes.

– De verdad -respondí-. Completamente -y moví el cigarrillo en el aire para demostrar cuán diferentes eran-. Verás, un hombre tiene la verga dura y la cabeza enterrada en el suelo. Eso es lo único que le importa. Dentro y fuera. Sin más. Pero las mujeres creen que todo tiene que significar algo.

– Probablemente porque ellas tienen hijos -puntualizó Neil, ahogando un bostezo con la mano.

– Es porque ellas tienen hijos -repetí, apuntando con el cigarrillo-. Hashe que she pocupe todol tiempo. Hashe que clean que todot’ene que ssser duna manera. Correcto e incorrecto, bueno y malo. ¿Qu’importa? Qué importa. Todos m’rimos de toos modosh. Quizá muramos mañana.

Echando un vistazo al televisor, Neil asintió.

– Eres un tipo profundo, Ev. He estado sirviendo en un bar la mayor parte de mi vida y nadie me ha dicho algo parecido desde las nueve y media.

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