Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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– El ser humano es malo -soltó Frank moviendo la cabeza y mirando al suelo-. El hombre…

– Has sido muy fuerte ante Bonnie -respondió Flowers.

– Sí, lo sé. Por Bonnie y por Gail.

– Y ahora se han ido.

– Sí. Ido -Frank volvió a menear la cabeza y empezó a frotarse las manos, una contra otra. Tenía las palmas de las manos rojas, como en carne viva.

– No cabe duda de que se han ido todos. Nos hemos quedado más solos que la una -añadió con otra risa espantosa.

Flowers se acercó al convicto y le apretó el brazo con fuerza.

– ¿Y qué me dices de Dios, Frank? ¿También te resulta difícil comunicarte con Dios?

– ¡Le he perdido! -gritó Beachum como un niño, con un grito ahogado. Se pasó las manos por la cabeza en un ademán de frustración-. Le tenía. Le tenía, pero…

Flowers se inclinó hacia delante, hablando sin pensar, siguiendo su instinto.

– Dios no te ha perdido, Frank. No te ha olvidado.

Con un ruido enojado y colérico, Beachum se puso en pie otra vez, se acercó a los barrotes y echó otra ojeada fugaz al reloj. Se abrazó así mismo. Esta vez, sin embargo, al envolverse con los brazos, permaneció inmóvil. Miró al techo, la lámpara fluorescente y cerró los ojos.

– Todo el mundo quiere algo de mí -murmuró. Y el tono de su voz continuó subiendo-: Incluso ahora. ¡Dios! ¡Dios! ¿Qué estoy haciendo aquí? Me estoy muriendo, me estoy jodidamente muriendo, y todo el mundo quiere algo, una parte de mí.

Las fosas nasales de Flowers se dilataron al aspirar con fuerza. Había comprendido lo que Frank quería decir y lo sentía, sentía la verdad de sus sentimientos, otra carga contra sí mismo.

– Gail -prosiguió Frank con la voz empañada por la emoción-. Tengo que sonreír por Gail. ¿Cree que no me doy cuenta de lo que le está ocurriendo? Y yo tengo que sonreír y decir: «Es un dibujo precioso, Gail. Papá te quiere, cariño». Al menos le queda algún pedazo de algo. Ella no es una jodida caja de cartón, aunque seguramente lo acabará siendo, Harlan. ¡Dios! Y Bonnie. Oh, sí, sé fuerte por Bonnie, que no se dé cuenta de lo mal que lo estás pasando. Porque no podría soportarlo, vaya infierno, vaya infierno negro y abismal. ¡Dios, Dios!

Se volvió para mirar al reverendo, sin dejar de abrazarse, con la boca contorsionada y los ojos ardiendo. Flowers sintió el calor de aquellos ojos y sintió una de esas gotas ácidas de malestar consigo mismo.

– El alcaide viene hasta aquí -continuó Frank. El alcaide, lo juro por Dios, entra aquí y yo me lo quedo mirando. Y sé perfectamente lo que quiere oír. «Yo le perdono alcaide, usted se limita a cumplir con su trabajo, alcaide. No le guardo rencor, alcaide.» No le guardo rencor. Y el reportero quiere su maldita historia…

Frank volvió la cabeza para poder secarse la boca con la mano sin soltar su cuerpo. Permaneció con los labios apretados, apoyados contra su mano, hablando a su propia carne.

– Y ahora usted ha entrado aquí, Harlan. Lo siento, pero ha entrado. Y también voy a tener que darle algo de mí.

Flowers sabía desde el comienzo que Frank diría algo parecido, pero aun así le dolió.

– No -repuso. Y supo que era una mentira.

– Sí, sí. Usted también quiere algo de mí. Tengo que decir: «Oh, sí, Harlan, claro que sí, reverendo, sí que creo». ¿O no? «Creo en el Señor Jesucristo y voy a ir al cielo, todos vamos al cielo» -Frank apretó el rostro con fuerza contra la mano, manteniendo los ojos cerrados-. Y así usted no tendrá nada que temer. He ahí el porqué. Tengo que decirlo para que usted no se preocupe. Van a sujetarme con correas y me van a llevar a la sala de la aguja mientras canto himnos y rezo a Dios para que usted no tenga que oírme en su cama por la noche, en su corazón, diciéndole: «Aquí no hay nada, viejo. Toda mi familia está destrozada. Han arruinado mi vida. Y yo me la pasé viviendo decentemente, yo no hice nada. ¡Dios! Y aquí no hay una puta mierda».

Flowers se esforzó por mantener los rasgos graves de su rostro, aquellos rasgos que las ancianas de su congregación tanto admiraban, inexpresivos e inmóviles. Se sentó con las manos apoyadas en las rodillas, los dedos quietos, entrelazados y los ojos graves fijos en Beachum. No mostró ningún indicio -procuró no mostrar ningún indicio- del estremecimiento que le conmovía todo el cuerpo a medida que el convicto proseguía su elocución. Porque él también vivía, al igual que Beachum, con el ojo observador de Dios. Apenas recordaba cuándo empezó a sentir la presencia de ese ojo constante e imperecedero, cuando era un niño. Como un público invisible, un segundo juicio en todos y cada uno de sus pensamientos y acciones. Y ¿qué ocurriría si se desvanecía -pensó-, como le había ocurrido a Frank? ¿Qué sucedería si de repente quedaba abandonado en la tierra seca y marchita con todo su dolor y sin nadie que le observara? Tal vez liberaría el peso de la culpabilidad, acallaría la voz de la conciencia, le haría sentirse en forma , como solía estar, o como pensaba que solía estar. Pero cerrar un pacto de esas características, entregarlo todo, a cambio de nada más que la soledad y la risa cósmica… Frank tenía razón: el pensamiento le sorprendió como algo desolador, aunque no podía imaginar la situación con claridad. Así que seguramente Frank tenía razón al decir que él estaba allí para ver la confirmación de la fe en los ojos de un hombre muerto.

Lo cierto es que refugiarse en las escrituras no hizo que Flowers se sintiera demasiado bien consigo mismo al evitar los ojos de Frank.

– Jesús también se sintió como tú, Frank -afirmó con mucha más seguridad en el tono de voz de la que realmente sentía-. Se arrodilló y rezó, en el huerto, para que el trance pasara cuando iban a por él, cuando se acercaban para llevárselo a su ejecución al igual que te sucede a ti.

– Sí, bueno, pero él sabía que volvería -murmuró Frank-, es una diferencia significativa, joder.

– Tal vez, pero eso no impidió que exudara sangre. Lo dice la Biblia. Jesús lloró y el sudor le salió por los poros de la piel en forma de sangre, y afirmó que se sintió afligido y pesaroso hasta la muerte. Lo que quiero decir es que Él no sabe más o menos cómo te sientes. Lo sabe con toda exactitud.

Frank permaneció donde estaba, encogido, abrazándose. Flowers veía avanzar el minutero del reloj por el rabillo del ojo, pero no se arriesgó a que Frank le viera mirar la manecilla. Deseó que otro hombre estuviera allí ocupando su lugar, un hombre mejor, más sabio y acertado. ¿Por qué Dios lo había llevado a pronunciar su Palabra, si no era lo bastante bueno para hacerlo?

Como si hubiera perdido todas sus fuerzas, Beachum se soltó los hombros. Su cuerpo se convulsionó como si estuviera riendo. Tenía la boca abierta y los ojos entrecerrados como si estuviera riendo.

– Eh -anunció-, le diré todo lo que quiera oír. Tengo tanto miedo… Cantaré el Gloria, Aleluya por el ojete si quiere. Le juro a Dios que tengo tanto miedo… -Emitió un ruido, un gruñido, un gemido imposible de describir, y apretó las palmas de las manos contra la frente, haciendo rechinar los dientes-. ¿Qué hay de bueno en todo esto? ¿Qué hay de bueno en todo esto?

Avanzó de nuevo hasta la cama y se sentó en ella, pero Flowers no giró la cabeza, sino que continuó mirando el lugar preciso en el que Frank había estado, los barrotes lejanos y el reloj omnipresente más allá de los mismos. Jesús lloró, pensó. A las once le pedirían que se fuera, más o menos a las once, al cabo de unos cuarenta y cinco minutos. Cuarenta y cinco minutos. Y Jesús lloró, cómo lo estaba esperando. Era demasiado honesto consigo mismo para no saberlo. Deseaba que fueran a buscarle y le pidieran que se fuera, deseaba que todo aquello se acabara, la ejecución, y las lágrimas de Bonnie y las largas horas de lamentaciones y los sentimientos de culpa de ella y el reconocimiento de la propia insuficiencia de él. Suspiraba por el momento en que llegaría a casa, con su mujer, Lillian, para contarle cuán triste era todo aquello y sentarse con una copa de brandy en la mano, junto a ella en el sofá de la sala de estar y sentirse vivo, escondiendo de nuevo el secreto del disgusto que sentía hacia sí, lejos de aquel convicto y de las acusaciones de su sufrimiento.

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