Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución
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– Esa loca de Patricia… -murmuré.
Lo cierto es que creía que la había engañado por completo, pero decidí no confesarlo.
– Le dije que no se preocupara -prosiguió Barbara-. Le dije que era propio de ti. Que forma parte de tu personalidad.
– Sí, claro.
– Aunque, que me maten si me equivoco, pero no parece que te satisfaga mucho.
Me encogí de hombros. La satisfacción también era otro de los temas importantes para Barbara.
Tras un momento de silencio, me levanté y cogí el anillo. Lo cogí entre el pulgar y el corazón, girándolo de un lado a otro, mirando cómo se reflejaba en él la luz de la pequeña araña de luces que pendía del techo. En la cara interior había una inscripción. Sólo su nombre: Barbara Everett. En aquel momento era su nuevo nombre y parecía muy romántico.
Cerré el puño en torno al anillo.
– … duro para el niño -comenté. Me aclaré la garganta-. ¿No crees que será bastante duro para el niño?
Enarcó las cejas.
– Buena hora para pensar en eso, Ev.
Intenté responder, pero esa piedra, mi corazón, me lo impidió. Algún bracero en mis malditas entrañas se empeñaba en hacerlo subir hasta la garganta y dejarlo caer de nuevo, ¡bang!, hasta el pecho. Pobre Davy, pensé miserablemente. Pobre chaval. Con Barbara pendiente de él a cada momento, cuidándolo, huraña y decente. ¿Quién le iba a enseñar ahora a hacer el loco? ¿A desobedecer? ¿A tirarse pedos en silencio y hacer que todo el mundo culpe al chaval que esté sentado a su lado? ¿Quién le iba a enseñar que la mejor manera de tratar con un matón es comprender sus incertidumbres y luego lanzarle el codo con toda rapidez al puente de su nariz horrible? ¿O cómo decir que sí a las mujeres cuando te dicen cómo hacer las cosas para poder meterte en sus bragas sin demasiada palabrería?¿Cómo aprendería a negar de vez en cuando la importancia de los débiles y a reírse con disimulo del sufrimiento humano? Pobre cachorro. Barbara, con sus grandes instintos en aras de la compasión y de la moralidad, con su gran alma. ¡Dios! Sin mí, lo enterraría por completo.
– Oye -proferí con voz temblorosa-. ¿Es por las mujeres? ¿Es lo de las mujeres lo que te molesta tanto?
Me miró, perpleja.
– Quiero decir que no tenemos por qué ser un matrimonio como los demás. Puedes ir con otros hombres de vez en cuando -proseguí-. Los mataría, claro está, pero antes podrías acostarte con ellos. Quiero decir que, qué diablos, hace dos mil años que Jesucristo murió, ahora podemos dictar nuestras propias normas.
Una proposición fastuosa.
– Tal vez esa es tu idea del matrimonio, Ev -respondió, tal como habría podido suponer-, pero no es la mía.
– ¿Y por qué no? -espeté desesperadamente-. Al fin y al cabo, no me quieres.
Esa mirada perpleja seguía esculpida en su rostro, pero tenía los ojos vidriosos y los labios le temblaban de nuevo.
– Dios, tú eres imbécil -observó en voz baja-. No sabes nada de nadie que no seas tú. Te inventas a la gente en tu cabeza, decides lo que piensan y, hagan lo que hagan, simplemente los metes en el formato que has decidido para ellos. No entiendes nada.
– ¡Oh! -exclamé.
– Y ahora, lárgate de aquí.
Pero me quedé sentado un poco más. Abrí la mano y jugué con el anillo durante unos minutos. Apreté los labios para evitar que temblaran.
Finalmente, me metí la alianza en el bolsillo de la camisa, me levanté y me fui.
2
Eran aproximadamente las nueve y veinte, creo, cuando salí de casa. Más tarde, Mark Donaldson me dijo que había llamado justo entonces. Imagino que el teléfono sonó cuando yo bajaba por la escalera con aire lóbrego y con pisadas fuertes, pero no lo oí y, si lo hice, no le presté ninguna atención. Barbara tampoco respondió.
Al final, Donaldson colgó. Ya había intentado localizarme mediante el busca, pero todavía yacía olvidado en la guantera del coche. Se reclinó en la silla y suspiró.
Para entonces había pasado todo el día en el periódico y todavía le quedaba una historia por escribir. Era el relato de una mujer enfurecida que había intentado quemar la colección de cómics de su marido y murió en el incendio que se declaró como consecuencia de ello. Donaldson tenía prisa por terminar la historia para poderse ir a casa a hacer el amor con su propia mujer antes de acostarse. No estaba de humor para perseguirme y, de hecho, se preguntó si el intento valía la pena.
El motivo de su llamada era el siguiente:
Estaba sentado ante la mesa, elaborando trabajosamente la historia del cómic cuando recibió una llamada del despacho de redacción. Bob ya se había ido a casa, así que Anna Lee Daniels, la responsable del turno de noche, ocupaba su lugar.
– Mark gritó, desde el otro lado de la sala-, un imbécil borracho por la tres.
– Gracias -respondió Donaldson antes de coger el auricular. Una voz gutural eructó su nombre.
– ¿Sh’ushté Donaldson?
– ¿Sí?
– Sh’trata d’uno de vusstros gilipollas tene razón del negro.
– Donaldson apoyó cómodamente el auricular entre el oíclo y el hombro y siguió escribiendo su historia en el teclado. Le gustaba que de vez en cuando algún loco suelto le telefoneara, resultaban historias de lo más divertido.
– Bien, gracias por compartir sus pensamientos conmigo -repuso-. ¿De qué me está hablando exactamente?
– ¿Nossh usshté el Benny del uuuuhhh caso Beachum? -preguntó el tipo al teléfono.
Donaldson dejó de escribir y se reclinó en la silla.
– Exactamente -respondió-. ¿Quién es usted?
– ¿Yo? ¿Yo? Soy Arsley. ¿Quén coño ssshhe cree qu’shos?
– ¿Arsley qué?
– Teniente Arsley. Yosstaba a cargo de la investi-cosha. Gación. Shtoy jubilado. -Esto último lo pronunció «julado» y terminó con un ataque de tos flemática.
– Ardslev -repitió Donaldson-. ¿Desde Florida?
El hombre al otro lado del teléfono resolló ruidosamente unos momentos luego dijo:
– Sarasota, sí. Asssí que s’imaginó lo del negroo, ¿eh?. Habeish tardado mucho timpo, m’mones.
Donaldson alcanzó un cuaderno de notas y un bolígrafo. Su rostro empezaba a dibujar la expresión propia de cuando se sentía fastidiado, como si los párpados le pesaran. No creía que el resultado de aquella llamada fuera una historia divertida, en cuyo caso, se inclinaba a pensar que ese pelotillero asqueroso se podía ir más o menos al infierno.
– Estamos hablando del caso Beachum -puntualizó en voz baja.
– Sí, sí, sí, negro punk, drogata d'mieeerda. Warn Russsel. Ssssel.
– ¿Qué?
– ¡Ssel! -gritó Ardsley-. ¿Eshtá sordo, o’qué?
Sssel , se repitió Donaldson a sí mismo.
– ¿Es él?
– Sí, ¿pr’qué creeshh que yamo? ¿Pra sh’ber com’stás? Warn Russel.
– Warn ¿qué?
– Russel. Warn. Ssshu nombre. Neegro drogata d'mieeerda.
– ¿Me está diciendo que fue él quien disparó, cómo se llama, a la mujer de la tienda?
– Sí, sí, sí. Le disparó. Seguro, él le disparó. ¿Qué shea creído? Lo shupe desdel principio. Pero a fiscal yya lo’bía organishado todo, porquel blanc d’mostraría cómhasía justicia. Demasiaos negratas con l’aguja. Esho dicel jodido Supremo. Sh’tenía qu’hacer husticia. Ya había liadocon, uuuuuuhhhh, priódicos. Prensa. Gran discurso en el trigunal. Dred Scot. -Ardslev impresionó a Donaldson con su imitación de la mujer quejumbrosa y afligida: «Conseguiré la pena de muerte. Soy tan dura. Se hará justicia. Sí, sí, sí»-. Y’ntró Russel y yodgo, ¡Ssssel! ¡Ssssel! Pero ella m’dice «¿De qué hablas?». Y vodgo ¡Ssssel! Y ella dice «¿Dond shtá la pruba?». Yodigo ¡Míralo! Neegro d'mieeerda. Neegro drogata d'mieeerda. No shoy n’gún fanático intolrante, pero sé kel loissso. Esosh todo. Ella dijo: «basura». Ella dijo: «No hay lugar para g’te com’zu enl jodido kerpo dla polishía». Zorra. Yo dije Vale. Dije Vte al’mirda, zorra. Mata al hombre kvocado. Shrá tu funeral. Pfffttt.
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