Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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Aparentemente, ese último sonido era una especie de risa curiosa, a la que siguió otro ataque de tos gorgoteante. Luego, de repente, el tono de voz del ex policía cambió. Se tornó más serio. De hecho, parecía preocupado.

– Tngo qu'irme.

– ¿Qué? Espere un momento.

– Oh, oh… tngo qu’irme.

– Espere…

Pero Donaldson oyó los golpes que recibía el auricular mientras Ardsley intentaba encontrar su lugar en la horquilla del teléfono. A continuación, la línea continua.

– Mierda -espetó Donaldson.

Colgó el auricular y se limpió las manos en la pechera de la camisa. Se reclinó en la silla.

– ¿Anna Lee?

La responsable de la sala de redacción alzó la barbilla mirándole. Era una obra de arte elegante, bien hecha, alta, delgada y vestida con un traje a la moda. Tenía el pelo negro y corto, y el rostro como el de un duende. Hacía meses que intentaba acostarme con ella, pero tenía ciertos prejuicios cuando se trataba de hombres casados. Era una esposista.

– Oye, ¿el tal Beachum condenado a pena de muerte -preguntó Donaldson- no ha confesado hoy?

– Mmmhh, sí -repuso Anna Lee-. Espera un momento.

Las uñas largas, encantadoras y pintadas con esmalte blanco empezaron a teclear buscando información sobre las historias en el terminal.

– No, aquí lo tengo, espera -aclaró-. Se han retractado. La oficina del gobernador ha declarado que ignoran el origen de la información y niegan haber recibido dato alguno al respecto.

– Fantástico. El poli que dirigía el caso acaba de llamar diciendo que Beachum es inocente.

– ¡Uauuhh! -Anna Lee se animó al oírlo-. ¿Te pareció fiable? Donaldson imitó la pronunciación borracha de Ardsley: -Disse que debd'aber shido el neegro d'mieeerda.

Anna Lee volvió a aguzar el oído, animada.

– Fantástico. Resérvale la primera página.

– Por supuesto -respondió Donaldson-. Lo mejor de St. Louis.

Pero me llamó de todos modos. Primero al busca y luego por teléfono a casa. Al no obtener respuesta, se reclinó en la silla, mirando la pantalla del ordenador, observando el parpadeo del cursor al final dela historia de la mujer quemada.

No era el tipo de persona que dejara las cosas así, sin más. Quería irse a casa y acostarse tranquilo. Y pensó que el teniente Ardsley era un cabrón de mierda que no podía ni contar una versión contaminada de la verdad. Pero también sabía que la vida de un hombre estaba en juego y pensó que sería prudente llamar a Bob a casa y contarle lo sucedido. Incluso llegó a considerar hacer el seguimiento él mismo.

Pero eso fue cuando oyó que Anna Lee rompía a llorar.

Miró en dirección al despacho de redacción y la vio sentada con la mano en el teléfono como si acabara de colgar. Sus rasgos compuestos, irónicos y dotados de la magia propia de los elfos estaban descompuestos y deformados. Se protegía los ojos con la otra mano y las lágrimas se escapaban por debajo de ella, mostrando las manchas negras del rímel en las mejillas.

Cuando Donaldson se levantó de la silla ya había dos reporteros más del turno de noche dirigiéndose hacia ella, además del adjunto a jefe de redacción y el crítico de cine que se acercaban desde el otro lado de la sala. A todo el mundo le gustaba Anna Lee.

El personal se reunió en torno al despacho de redacción y se quedó mirando perplejo mientras la responsable lloraba. Excepto Harriet McConnel de la sección de condados, todos eran hombres y permanecieron allí en silencio y confusos durante unos largos instantes, mirando el cuerpo delgado de Anna temblar con los sollozos.

Finalmente, Donaldson, fastidiado, miró a Harriet.

– Por el amor de Dios, Harry, pregúntale qué ocurre -inquirió.

¿Qué te ocurre, Anna Lee? -preguntó Harriet McConnel.

Pasaron unos cuantos segundos más antes de que la responsable del turno de noche pudiera tragarse las lágrimas y bajar las manos y borrar completamente la historia Beachum de la mente de Donaldson simplemente al decir:

– Michelle ha muerto.

3

Cinco años antes, un funcionario de segundo orden del partido Demócrata del estado se había acercado al reverendo Harlan Flowers en la iglesia del sur de la ciudad donde el reverendo estaba labrando su reputación como joven revolucionario. El funcionario era un hombre bajito, calvo y con el rostro rosado, una sonrisa roja y húmeda y una risita sofocada, seca y triste que a Flowers le resultaba particularmente desagradable. El funcionario explicó en términos bastante claros que deseaba contribuir con una cantidad substancial de dinero a los fondos discrecionales de Flowers. A cambio de la donación, Flowers debía de asegurarse de que los miembros de su congregación se inscribieran como votantes demócratas, fueran a votar el día de las elecciones y optaran por el candidato del partido a la oficina del gobernador tal como estaba dispuesto. El funcionario, amagando rápidamente su sonrisa con un pañuelo, señaló que, de esta manera, estaría sirviendo por partida doble a su pueblo -la gente de color-: al recibir fondos que podrían utilizarse para la mejora del vecindario (o no, como Flowers gustara), por un lado, y al impulsarles a votar un partido que «históricamente ha estado en la vanguardia de la lucha de su pueblo», por el otro. A pesar de este doble aliciente, Flowers rechazó la donación. Para ser justo con el reverendo y con los demócratas, lo cierto es que tres días más tarde un funcionario republicano se presentó para ofrecer sumas substanciales para que los fieles de la congregación no fueran a votar, y Flowers lo rechazó del mismo modo. Finalmente, un grupo de clérigos compañeros de Flowers aparecieron manifestando que les parecía que Flowers estaba siendo ingenuo con respecto al proceso político además de entorpecer el camino hacia algo muy interesante. Cuando Flowers explicó que le parecía inmoral vender su voto, por no hablar del de sus feligreses, los otros reverendos se marcharon en tropel con los semblantes muy serios.

Unas seis semanas después de las elecciones, uno de estos reverendos subió al púlpito anunciando en tono de lamento atronador que habían llegado a él noticias desalentadoras. Se había acusado, explicó, a cierto servidor del Señor que se había alejado del camino de la honradez hasta el punto de malversar fondos de la iglesia para uso propio, patrocinar diversos locales de pecado y abusar de la confianza de como mínimo una joven que había acudido a él en busca de consejo espiritual. Se inventaron a la chica, se avisó a la prensa y una serie de investigadores municipales y estatales publicaron sus comunicados con lo que algunos pensaron era notable presteza. El reverendo Harlan Flowers se enfrentaba a problemas graves, muy graves.

El escándalo ulterior fue tanto más doloroso y debilitador para Flowers cuanto que era inocente. La imagen de su nombre en los periódicos relacionado con chanchullos financieros que era incapaz de imaginar e indecencias sexuales que jamás había pensado cometer, era como una gárgola de piedra clavada en su corazón y devorando la sustancia interior del mismo día tras día, cada uno más miserable que el anterior. Durante esa época había noches en las que Flowers se arrodillaba y rogaba a Dios que le matara por piedad. Había mañanas en las que se levantaba casi sin fe al ver que sus plegarías no habían sido atendidas y que una vez más había despertado plenamente consciente.

Fue nuestra amiga gutural Cecilia Nussbaum quien finalmente le salvó del desastre de un procesamiento. La fiscal del distrito comprendió en seguida la verdadera naturaleza de los cargos y no sólo no se limitó a ahuyentar a los tunantes locales sino que se desplazó hasta Jefferson City, donde convirtió muchos traseros de políticos en papilla. En cuanto a los reporteros, a la aproximadamente quinta vez que Flowers juró que había profesado una rigurosa fidelidad a su mujer en los diecisiete años que llevaban de matrimonio, se les ocurrió que al fin y al cabo se trataba de una defensa bastante original para un personaje público. De hecho, empezó a parecerles tan ridículo que dedujeron que debía de ser cierto. Y en el mismo momento en que se evaporaron los cargos por acoso sexual, los pecadillos financieros que se habían descubierto en los libros contables de la iglesia resultaron milagrosamente ser lo que eran: el resultado de los procedimientos contables descuidados y poco sistemáticos de Flowers. Los medios de comunicación dejaron el caso con unas cuantas editoriales autoexculpatorias que cubrían su retirada.

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