Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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– Dla señora Russel. La abuela de Russel. ¿Es posible? ¿Tengo razón?

Me pasé la mano por el rostro, frotándome los ojos con fuerza. Pero la idea no se evaporó. Me quedé mirando a Neil con ojos fijos y apoyé la mano firmemente en su hombro.

– El medallón, Neil-o. ¡Dios! ¡Dios!

– Tranquilízate, Ev.

– Tengo que irme, tengo que irme. ¿Dónde estoy?

– Espera, espera, estás borracho.

– ¡Mierda! ¡Ya sé que estoy borracho! Pero, yo qué soy, ¿gilipollas? Estoy como una puta cuba. Por eso la mató, ¿entiendes?

– ¿A la abuela de Warren?

– ¡A Amy Wilson!

– ¿Qué?

– ¿No lo ves? Yo le vi. A su padre. En televisión. Le vi. Dijo, dijo que el asesino le arrancó el medallón. El que él le regaló a los dieciséis años. Lo dijo. -Atónito, la fuerza con la que me aferraba al hombro del barman se fue debilitando. Le solté, y me senté de nuevo en el taburete-. Eso es lo que ocurrió -proseguí-. Ella ya le había dado el dinero a Russel, pero él quería el medallón, y por eso le disparó en la garganta. Todo encaja. Tienen que darse cuenta. ¿Qué hora es? ¿Qué coño hago aquí?

– Espera un momento, te haré un café.

– ¡No, no, no! -grité, agitando enérgicamente la mano frente a él-. Neil, ¡Dios! ¡Escucha! ¡Escucha! Todo es cierto.

– Seguro que sí, muchacho. Todo es cierto. Todo depende del punto de vista.

– Sí, pero esto no. Esto es así, es así.

Ni siquiera yo podía creer lo que estaba diciendo. Intentaba razonar, asegurarme de que no se trataba de una fantasía producto de la desesperación. Pero resultaba muy difícil pensar con claridad. El bar se movía arriba y abajo, y mi estómago con él.

– Él estaba atracando la tienda, ¿de acuerdo? Y ella le dio el dinero -expliqué sin dirigirme a nadie en concreto-. Pero cuando reparó en el medallón, lo quiso por las iniciales que llevaba grabadas. Para su abuela. Porque eran sus iniciales, las mismas iniciales. Angela Russel. Y Amy dijo: «¡No, por favor, eso no!». El medallón no. Porterhouse la oyó. Y Russel le disparó en la garganta porque apuntaba al medallón con la pistola. -De nuevo me puse en pie-. Y ella todavía lleva el puto medallón. La abuela. Por él. Por Warren. Para acordarse de él. ¡Dios Santo! ¿Qué hora es?

– Las once menos cinco.

– ¡Dios Santo! ¡Méteme en mi coche!

Di un paso hacia delante y tropecé con algo, una bolsa de aire muy espesa, probablemente, y un segundo más tarde yacía en el suelo, apoyado sobre las manos y las rodillas, con las gafas de lado cruzándome el rostro y el estómago borbotando como si el contenido fuera lava. Neil estaba junto a mí, arrodillado a mi lado. El otro tipo también estaba allí, el tipo que había estado mirando la televisión. Ambos me agarraron por los hombros y me ayudaron a incorporarme.

– Era su nombre de soltera -farfullé, babeando por el extremo de la boca-. Su padre se lo regaló cuando cumplió los dieciséis años. El señor Robertson. Era su nombre de soltera. AR. Y Russel lo quería para su abuela.

Me aferré a Neil con ambas manos en el momento en que los dos hombres me pusieron de pie.

– Podría conseguirlo con el medallón, Neil -inquirí-. Podría demostrárselo a Lowenstein. Si pudiera probar que era el medallón de Amy, podría demostrar que Warren se lo dio a su abuela. Así lo lograría. Con eso bastaría.

– De acuerdo, compañero, de acuerdo, pero ahora tendrás que sentarte.

Neil me tenía cogido por un brazo y el otro tipo por el otro. El suelo debajo de los pies me parecía una alcantarilla abierta en el fondo de la cual se encontraba el bar girando confusamente.

Aun así, logré soltarme. Hice un movimiento violento que les cogió desprevenidos y mis músculos de gimnasio lograron deshacerse de ellos. Avancé dando traspiés y me volví para mirarlos de frente. Los dos hombres se acercaron, dispuestos a abalanzarse sobre mí, pero me alejé en dirección a la puerta y me enderecé las gafas.

– Es cierto -espeté casi sin aliento.

– No puedes conducir así -repuso Neil.

– He de intentarlo -respondí.

– Te matarás.

– Inocente. Ese tipo es inocente. Van a matarlo, Neil-o… Tengo, tengo que…

– Ev, escucha… -profirió Neil. Avanzó hacia mí. El otro tipo intentó cogerme el brazo, pero yo se lo impedí rápidamente.

– Si no, no soy nadie -farfullé-. No soy nadie.

Les di la espalda y llegué a la puerta en dos zancadas. Agarré el tirador y la abrí. El extremo de la puerta me dio de lleno en la frente.

– ¡Oh, mierda! -exclamé tambaleándome hacia atrás, cubriéndome la cara.

– Ev! -gritó Neil.

Pero no permití que me alcanzara. Agarré de nuevo la puerta, con una mano en la frente y la otra en el tirador.

Sentí la sangre, caliente y viscosa, descender por la frente y entre los dedos, mientras cruzaba el umbral haciendo eses y me tambaleaba adentrándome en la noche.

Novena parte

LAS CORREAS

1

Cuatro guardias escoltaban la camilla hasta la puerta de la galería de la muerte. Luther Plunkitt dirigía el pelotón. Cuando llegó a la puerta hizo una pausa y una seña de que esperaran. Los guardias permanecieron donde estaban, dos a cada lado de la camilla. Eran hombres fuertes y cada uno de ellos llevaba un escudo antidisturbios de plástico en el brazo así como una porra de goma que pendía del cinturón. Los hombres formaban el llamado equipo de las correas. Estaban allí para vestir a Beachum, acostarlo en la camilla y atarlo; y llevarlo hasta la cámara de la muerte.

El jefe del equipo llevaba un paquete envuelto en papel marrón. En la puerta, Luther ladeó la cabeza y golpeó el pecho del guardia con el nudillo. A continuación, hizo un gesto al guardia que vigilaba en la galería de la muerte y la puerta se abrió. Luther entró y el guardia responsable del paquete le siguió. Los otros tres esperaron fuera junto a la camilla.

Frank Beachum estaba sentado en el borde de la cama, cabizbajo. El reverendo Flowers estaba en la silla junto a él, inclinado hacia él, casi sobre él, murmurando sin cesar en un tono de voz bajo y lúgubre.

– Voy a poner tu mano en la mano de Dios -rezaba el reverendo-. El Señor está contigo, mira a Jesucristo y verás cómo lograrás sobrellevar todo esto. Él andará contigo, andará contigo hacia la gloria…

Murmuraba sin pensar, parloteando desde la angustia alquitranada que le invadía, una letanía estúpida con la que casi logró hipnotizarse a sí mismo.

Beachum se llevaba las manos al rostro para humedecerse los labios secos una y otra vez, lo escondía entre las rodillas y se incorporaba de nuevo. Tenía los ojos clavados en el suelo y meneaba la cabeza.

– Juro por Dios que yo no hice nada, Hallan -repetía sin cesar-. Nada. Lo juro. Tiene que decírselo. ¡Dios! Mi Bonnie. Gail. Mi pequeña. Yo no he hecho nada.

Hacía un buen rato que ambos habían traspasado la frontera de la razón.

La puerta se abrió de repente y Beachum emitió un ruido tímido y aterrorizado. Se puso rígido como si la corriente le hubiese sacudido el cuerpo. Cuando Luther Plunkitt entró, lanzó una mirada fugaz y llena de pánico a la puerta y al reloj, al reloj y a la puerta. Las once, sólo las once. Todavía no era la hora, pensó furiosamente. Faltaba una hora, un hora entera.

Tras hacer un pequeño ademán con la cabeza a Benson, Luther se acercó a la celda. Su paso era firme y su expresión imperturbable, con aquella sonrisa sin sentido tan propia de él. Estaba decidido, conocía sus obligaciones, y su mente había entrado en una zona en la que sólo había acción. Sabía que podía contar con ello en momentos como ésos: en una batalla, bajo presión, en un ataque. Durante la próxima hora, se transformaría en las cosas que debía decir y hacer. Se convertiría en un trabajo y cumpliría con su cometido.

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