– Estando aquí corre peligro, Lucy. Y lo sabe. Yo también. No piensa en quedarse, pero no puede marcharse hasta que oscurezca.
– ¿Y si la policía llama a la puerta en este preciso instante con una orden de registro?
– Pues entonces ya veremos cuando suceda.
Retrocedió un paso.
– No eres el único que se la juega -me recordó. Noté que estaba armándose de valor para decir algo-. No soy la abogada de Joe. Si vivo aquí contigo, me juego la licencia para ejercer. Peor aún, lo que está pasando aquí podría poner en entredicho mi capacidad para cuidar de Ben si Richard reclama la custodia de su hijo.
Miré a Joe y después a Lucy.
Ella seguía con sus ojos inexpresivos clavados en mí.
– Si Joe se queda, yo tendré que irme.
– Se irá en cuanto anochezca.
Cerró los ojos y lo repitió, lenta y cuidadosamente.
– Si Joe se queda, yo tendré que irme.
– No me pidas eso, Lucy.
No se movió.
– No puedo echarle.
Hacía mucho tiempo, en otro lugar, me habían herido gravemente y no podía conseguir asistencia médica inmediata. Pedacitos de acero caliente me habían destrozado la espalda, rasgándome los tejidos internos, y lo único que podía hacer era esperar a que me rescataran. Intenté contener la hemorragia, pero las heridas estaban por detrás y no pude. Los pantalones y la camisa quedaron empapados de sangre y la tierra se convirtió en un barro rojo. Aquel día, allí tirado, pensé que moriría desangrado. Los minutos se convirtieron en horas y la sangre no dejaba de brotar. El paso del tiempo fue ralentizándose y acabó arrastrándose poco a poco, de tal manera que pensé que iba a quedar atrapado para siempre en aquel momento tan horrible.
De repente el tiempo empezó a transcurrir exactamente igual.
Lucy y yo permanecimos junto a la chimenea, en silencio, mirándonos con ojos de sufrimiento, o quizá con ojos que no hacían sufrir lo suficiente.
– Te quiero -dije.
Lucy cruzó el salón, entró en la cocina, agarró sus trajes, salió por la puerta y se marchó en su coche.
– Deberías ir a buscarla -me aconsejó Joe.
No le había oído acercarse ni había notado cómo me apoyaba la mano en el hombro. Estaba en la cocina y de repente había aparecido a mi lado.
– Si es por mi culpa, debería haberme ido.
– Tienes más posibilidades de noche.
– Mis posibilidades dependen de mí.
Fue hasta la mesa, apartó una silla y se sentó tan silenciosamente que no oí ningún ruido.
Quizás estaba intentando escuchar otras cosas. El gato se subió a la mesa de un salto para estar con él.
Regresé a la cocina y miré dentro de la bolsa que había traído Lucy. Filetes de salmón, brécol y patatas. Cena para dos.
– Desde que te conozco -dijo Joe desde el salón-, he valorado tus consejos.
Era una silueta informe entre las sombras. La cabeza del gato iba chocando contra sus manos.
– ¿Y eso qué significa?
– Que eres mi familia. Te quiero, pero a veces te comportas como un tonto.
Dejé la comida y fui a sentarme en el sofá.
– Si te apetece algo, tú mismo.
Dos horas después ya había oscurecido por completo. Durante ese tiempo habíamos trazado un plan. Joe salió por la puerta de la cocina y se escurrió en la noche.
Entonces me quedé realmente solo.
Me sentía fatal, sentado en el sofá de casa, como si hubiera perdido algo muy valioso. Pensaba que seguramente era eso lo que había sucedido. Al cabo de un rato, llamé a Lucy y me salió el contestador.
– Soy yo. ¿Estás?
Si estaba en casa, no contestó.
– Luce, tenemos que hablar de esto. Contesta, por favor.
Seguía sin levantar el auricular, así que colgué y volví al sofá. Me quedé allí sentado un rato más y después abrí las grandes puertas de cristal para que entraran los sonidos de la noche. Desde allí fuera, desde algún lugar, la policía me observaba, pero me tenía sin cuidado. Al menos me hacían algo de compañía.
Cociné uno de los filetes de salmón a fuego lento con cerveza, hice un bocadillo con él y me lo comí de pie en la cocina al lado del teléfono.
Lucy Chenier llevaba menos de un mes en California. Había cambiado su vida para estar conmigo, y de repente todo se había ido al garete. Tenía miedo. No se trataba de una simple discusión porque nos gustaran películas diferentes, tampoco se había molestado porque yo les hubiera soltado una impertinencia a sus amigos.
Nos habíamos peleado porque me había obligado a elegir entre Joe y ella, y creía que había elegido a Joe. En el fondo tenía razón, y yo no sabía qué hacer. Si hubiera vuelto a ponerme ante la misma disyuntiva, habría hecho lo mismo, y no estaba muy seguro de lo que eso decía de mí o de nuestra relación.
Alguien llamó con fuerza a la puerta delantera. «Será la policía», pensé. Y en cierto modo acerté.
Samantha Dolan se balanceaba en el umbral con las manos en las caderas, borracha como un par de cubas.
– ¿Te queda algo de ese tequila?
– Tienes el don de la oportunidad, Samantha.
Hizo ademán de pasar de largo y entrar, como ya había hecho antes, pero esa vez no me moví.
– ¿Qué, tienes una cita con la mujercita?
No me moví. Apestaba a tequila. El olor era tan intenso que parecía que le brotaba de los poros.
Me miró con arrogancia, pero de repente se relajó.
– Yo tampoco estoy pasando un buen momento, superdetective. Bishop me ha despedido. Me trasladan. Se acabó Robos y Homicidios.
Me aparté para dejarla pasar. Me sentía violento, insignificante, me culpaba por lo que le había pasado, una culpa que coloqué con cuidado encima de la que sentía por lo de Lucy.
Saqué la botella de Cuervo 1800 y eché un par de dedos en un vaso.
– Más.
Le puse más.
– ¿No te tomas una conmigo?
– Tengo cerveza.
Dolan bebió un trago, tomó aire y lo soltó.
– ¡Joder, qué bueno está!
– ¿Cuántos te has tomado?
– Menos de los que necesito. -Arqueó las cejas-. ¿Has tenido una trifulca con tu amiguita?
– ¿Con quién?
– ¿Con quién va a ser, idiota? Con tu mujercita. -Hizo un gesto con el vaso en dirección a la cocina y añadió-: Hay un bolso en la encimera. No eres el único investigador presente. -Se dio cuenta de lo que había dicho y bebió otro trago-. Bueno, quizá sí.
El bolso de Lucy estaba al lado de la nevera, donde había dejado la comida. Se había llevado los trajes, pero se había olvidado el bolso.
Dolan siguió bebiendo y se apoyó en la encimera.
– Pike ha hecho una tontería, la verdad. Si hablas con él, convéncele para que se entregue.
– No me haría caso.
– Con esto, nadie le va a creer inocente.
– Debe de considerar que si la policía no resuelve el caso, va a tener que hacerlo él.
– A lo mejor no deberíamos hablar de esto.
– A lo mejor no.
– Es que no se ha hecho ningún favor.
– Vamos a dejarlo.
Nos quedamos allí plantados. Todo el mundo se divierte de lo lindo en mi casa. Le pregunté si quería sentarse y resultó que sí, así que nos fuimos al salón, acompañados del tequila.
– Siento lo de Bishop.
Dolan movió la cabeza, pensativa.
– Pike debió de ingresar en el cuerpo poco antes que yo. ¿Sabes en qué áreas trabajó?
– Estuvo un año en Hollenbeck antes de pasar a Rampart.
– Yo empecé en los Ángeles Oeste. Por aquel entonces no había tantas mujeres en el cuerpo como ahora, y las pocas que éramos nos llevábamos los peores casos.
Tenía ganas de hablar y la dejé. Yo con mi cerveza estaba contento.
– El primer día, recién salida de la academia, llegamos a una casa y encontramos dos pies metidos en la tierra.
Читать дальше