Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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– ¿Por qué no dices nada, capullo? Será mejor que me contestes cuando te hablo, cabrón. Estás atrapado en este agujero conmigo.

Al decirle aquello, Rollins le mostró un cuchillo largo y fino que llevaba escondido en el calcetín.

Los demás lugares y las demás personas se desvanecieron, y quedaron sólo la furgoneta, Pike y el hombre que le amenazaba. Pike estaba tan tranquilo como el bosque que se extendía detrás de la casa de su infancia.

– No -susurró-. El que está atrapado aquí conmigo eres tú.

Clarence Rollins parpadeó una sola vez, a todas luces sorprendido, y entonces salió disparado del banco, avanzó el cuchillo directamente al pecho de Pike y se impulsó con toda la fuerza de sus piernas.

Pike dejó pasar el cuchillo, le agarró la muñeca y se la dobló, aprovechando toda la velocidad y la potencia del ataque de Rollins. El sargento de artillería Aimes habría estado satisfecho.

Rollins era un hombre corpulento y fuerte, y su antebrazo recibió una descarga tremenda. El radio y el cubito se quebraron como ramas verdes y seccionaron los músculos, las venas y las arterias al estallar bajo al piel.

Clarence Rollins lanzó un grito salvaje.

* * *

Frank Montana y Lowell Carmody, los ayudantes del sheriff , se sobresaltaron al oír el grito y se llevaron los Mossbergs al hombro. Los tres prisioneros hispanos se apretaron junto a la tela metálica, dificultando la visión, mientras Rollins se retorcía en el pasillo como si algo estuviera mordiéndole el brazo.

– ¿Qué coño pasa ahí detrás? -preguntó el conductor.

– ¡Quietos! ¡Todos quietos y sentados! -gritó Carmody.

Pike estaba en el pasillo con Rollins, que seguía agitándose. Chillaba con una voz aguda de niña pequeña mientras un geiser de sangre de un metro de altura salpicaba toda la parte posterior de la furgoneta.

– ¡Joder! -exclamó Montana-. Pike se lo está cargando.

Montana y Carmody intentaron apuntar con los Mossbergs, pero los hispanos les bloqueaban la visión.

– ¡Suéltale, Pike! -gritó Montana-. ¡Siéntate de una puta vez!

Los mexicanos vieron las escopetas y se apartaron como pudieron, intentando al mismo tiempo que no les alcanzara la sangre. Seguramente pensaban en el sida.

Pike soltó a Rollins y regresó a su sitio.

Clarence seguía retorciéndose y gritando, como si estuviera ardiendo.

– ¡Cállate, Rollins! -gritó Montana-. ¿Qué coño pasa ahí detrás?

– Está herido -contestó el viejo-. ¿Es que no lo ves?

– ¡Déjate de hostias y siéntate ya, Rollins! -siguió gritando Montana-. ¿Qué coño haces?

Rollins seguía aullando y la sangre lo manchaba todo. El anciano se había puesto en cuclillas en el banco para no mancharse.

– Yo puedo ayudarle -dijo Pike-. Puedo detener la hemorragia.

– ¡Quédate en tu sitio y no te muevas!

Carmody intentó ver lo que sucedía a través de la tela metálica.

– ¡Joder, tío, no se lo inventa! -exclamó-. Está sangrando como un cordero degollado. Uno de esos gilipollas ha debido de apuñalarlo.

Montana veía la herida aunque Rollins no se estaba quieto. Los huesos que asomaban tenían un tono marfileño rosado.

El conductor dijo que sólo faltaban diez minutos más para llegar a la cárcel, pero en aquel momento estaban atascados en pleno embotellamiento. La furgoneta no tenía barra de luces ni sirena, de modo que no había forma de conseguir que los coches se apartaran.

– ¡Y una puta mierda diez minutos! -gritó el anciano-. Este hombre necesita un torniquete. Aquí no tenemos cinturones ni nada que pueda servir. ¿Permitiréis que se desangre así?

– Tenemos que hacer algo, coño -dijo Montana. Al ver cómo sangraba aquel imbécil se imaginaba la demanda que iba a interponerles la Asociación de Libertades Civiles de Estados Unidos.

Ordenó al conductor que comunicara por radio su situación y que pidiera una unidad médica. Entregó a Carmody la escopeta y la pistola que llevaba al cinto para no tentar a aquellos cabrones con armas y se puso guantes de goma. Sabía que aquel capullo tenía el sida. Seguramente todos aquellos cerdos lo tenían.

– ¡Cúbreme bien, joder! -le dijo a Carmody.

Éste ordenó a gritos que todo el mundo se quedara en su sitio, intentando que le oyeran a pesar de los gritos y los golpetazos de Rollins. Cada vez que la sangre salía disparada hacia los mexicanos, éstos pegaban un bote y se apiñaban en un rincón.

Montana fue corriendo hasta la parte trasera, abrió la cerradura y se asomó. Joder, había sangre por todas partes.

– Tranquilo, Rollins. Ahora te ayudo.

Rollins se contorsionaba con la espalda en el suelo como si estuviera bailando break dance , pataleaba y lloraba. Montana pensó que el rey del 187 era en realidad un crío miedica.

Pike estaba sentado a su izquierda y el anciano a su derecha. Los mexicanos estaban muy juntos en la parte delantera, a la izquierda. Carmody agarraba la escopeta con ambas manos y el conductor había sacado el arma que llevaba al cinto.

– Sácalo a rastras y cierra la puerta, joder -dijo Carmody-. Fuera podemos encargarnos de él.

Ese era el plan.

– ¿Necesitas ayuda? -preguntó Pike.

– Quédate en el banco, joder. Y no muevas ni un músculo.

Montana subió a la furgoneta, intentando vigilar a los prisioneros y al mismo tiempo agarrar a Rollins. Éste seguía retorciéndose en el suelo y estaba manchando de sangre los pantalones del agente. De repente se dejó caer hacia atrás, hacia donde estaban los mexicanos. Los tres se subieron de un salto a los bancos y se quedaron delante de Carmody.

– Me cago en la puta, Rollins. Si tienes el sida te mato, capullo. Te juro por Dios que te mato con mis propias manos.

Montana avanzó como pudo por el pasillo, dejando a Pike y al anciano atrás, hasta donde estaban los mexicanos, que intentaban apartar al histérico Rollins a patadas.

El ayudante del sheriff apretó las mandíbulas, se cagó en todo y agarró a Rollins de una pierna. Iba arrastrándolo por el pasillo cuando de repente Carmody y el conductor gritaron:

– ¡Aparta, aparta, que se escapa!

Los dos apuntaban con sendos Mossbergs directamente a Montana.

Frank Montana sintió un nudo helado en el estómago al tirarse al suelo, justo antes de volverse para descubrir que Joe Pike había huido por la puerta, que estaba abierta.

Capítulo 30

Las torres de espejos de Los Ángeles se alzaban en la cuenca como una isla en medio del mar. Los reflejos del sol poniente rebotaban entre los edificios, que resplandecían con cálidos tonos anaranjados al oeste, sobre el fondo de un cielo morado. La carretera era un río de lava formado por luces rojas que seguían al sol. Atardecía.

Al ir en dirección a mi casa y llegar a Mulholland, en lo alto de la montaña, había que girar casi en seco para tomar Woodrow Wilson Drive y después seguir sus curvas por entre los árboles hasta llegar a mi callecita. Los arcenes se ensanchaban al principio de Woodrow Wilson, y las visitas de las casas de alrededor solían utilizarlos para aparcar, así que yo no solía fijarme. Sin embargo, aquel día un gran sedán estadounidense con un hombre y una mujer dentro era el único vehículo fuera de la calzada. Cuando los miré, apartaron la vista. Era como si tuvieran unas luces de neón que dijeran: «Policía».

Cinco minutos después entré en las sombras frescas de la cochera, y al abrir la puerta de casa comprendí por qué había venido la policía.

Joe Pike estaba apoyado en la encimera de la cocina, a oscuras, con los brazos cruzados. El gato se había sentado cerca y lo miraba con una adoración patética.

– Sorpresa -dijo Joe.

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