Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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Capítulo 29

Avisté los dinosaurios, lo cual significaba que estaba acercándome a Los Ángeles.

Si se avanzaba por el desfiladero de Banning, ciento sesenta kilómetros al este de Los Ángeles, donde las montañas de San Bernardino y San Jacinto se unían para formar un portal de entrada a los desiertos altos del valle de Coachella, se llegaba a la reserva india de Morongo. Junto a la carretera había un apatosauro y un tiranosaurio gigantescos, levantados por algún genio del desierto borracho de sol mucho antes de que a Michael Crichton se le ocurriera lo del Parque Jurásico. Unos años antes había sido lo único que había por allí: recreaciones monstruosas de tamaño natural que se erguían en pleno calor desértico, como si estuvieran congeladas en el tiempo y el espacio. Por diez centavos podías hacerte una foto y enviársela a toda la familia de Virginia como recuerdo de las vacaciones. «Hola, mamá, estamos en California. Besos.» Los dinosaurios llevaban años allí, pero aún había borrachos y drogatas que entraban a trompicones en los bares de Cabazón jurando por lo más sagrado que habían visto monstruos en el desierto.

Unos kilómetros después de los dinosaurios salí de la carretera y me metí en la autopista estatal, que flanqueaba las montañas de San Jacinto hasta Palm Springs.

Durante el invierno la ciudad estaba llena de turistas, domingueros y canadienses que huían del frío, pero en pleno junio, con temperaturas de más de cuarenta grados, la ciudad apenas respiraba. No se le encontraba el pulso y languidecía al sol como un animal atropellado que espera la muerte en la cuneta. Los turistas habían desaparecido y sólo los suicidas se atrevían a salir de día.

Entré en una tienda de recuerdos a comprar un plano, busqué la dirección de Paulette Renfro y fui completamente recto hacia el norte a través del desierto. Hacía un momento había estado rodeado de dinosaurios e indios, y de repente cruzaba un territorio extraño, de ciencia ficción, con cientos de estilizados molinos de viento diseñados por ordenador cuyas esbeltas aspas giraban a cámara lenta para robar energía al viento.

Palm Springs era en realidad una ciudad de hoteles, segundas residencias y peluquerías para caniches de gente acomodada, pero los hombres y mujeres que le daban vida vivían en poblaciones más pequeñas, como Cathedral City al sur o North Palm Springs, en el lado mal visto de la carretera.

Paulette Renfro tenía una casa no muy grande en las estribaciones del desierto, por encima de la carretera y con vistas a los molinos. Era una casita estucada de color beis con tejado de tejas rojas y un enorme aparato de aire acondicionado cuyo ruido ya oí desde la calle. Más abajo, en Palm Springs, la gente podía permitirse sistemas de riego para el césped, pero allí arriba los jardines tenían grava y arena, con plantas propias del desierto que requerían poca agua. Todo el dinero disponible se destinaba al aire acondicionado.

Aparqué en la calle y me acerqué a pie por el camino que llevaba hasta la casa, junto al que había un enorme áloe en flor con hojas como espadas verdes. Vi un Volkswagen Escarabajo nuevecito aparcado tras un Toyota Camry, aunque el segundo estaba dentro del garaje y el Volkswagen se tostaba al sol. Una visita.

Llamé al timbre y abrió la puerta una mujer alta y atractiva. Llevaba una falda bonita e iba maquillada, como si estuviera a punto de salir o acabara de llegar.

– ¿La señora Renfro? -pregunté.

– Sí, yo misma.

Una buena dentadura y una sonrisa atractiva. Tenía cuatro o cinco años más que yo, lo cual quería decir que debía de haber sido más joven que Abel Wozniak.

– Me llamo Cole. Soy detective privado, de Los Ángeles. Tengo que hablar con usted sobre Abel Wozniak.

Miró hacia el interior como si algo la incomodara.

– Ahora no es muy buen momento. Además, Abel murió hace años. No sé en qué podría ayudarle.

– Esperaba que pudiera responder unas pocas preguntas sobre un caso en el que su marido estaba trabajando en el momento de su muerte. Es muy importante. He venido desde muy lejos.

A veces da buen resultado ponerse lo más patético posible.

– ¿Quién es, mamá? -preguntó una mujer más joven que apareció tras ella.

Paulette Renfro me dijo que estaba escapándose todo el frío y me invitó a pasar, aunque con pocas ganas, algo a lo que ya estoy acostumbrado.

– Ésta es mi hija, Evelyn. Evelyn, éste es el señor Cole. Viene de Los Ángeles.

– Hola, señorita Renfro.

Le tendí la mano, pero no la aceptó.

– Me llamo Wozniak. Lo de Renfro fue un error de mi madre.

– Evie, haz el favor.

– No la entretendré más de diez minutos, se lo prometo.

Paulette Renfro miró el reloj y luego a su hija.

– Bueno, dispongo de unos minutos, pero tengo cosas que hacer. Antes de una hora tengo que ir a enseñar una casa. Trabajo en una inmobiliaria.

– No es preciso que me ayudes -dijo Evie-. Sólo me falta entrar algunas cosas.

Evie Wozniak salió de la casa con aire altivo y cerró de un portazo. Por la cara parecía una versión joven de su madre, pero Paulette Renfro tenía un cuerpo atractivo y bien proporcionado, mientras que la hija estaba hinchada y gorda, y sus rasgos revelaban una personalidad irritable.

– Me parece que las he interrumpido. Lo siento -me disculpé.

– Siempre hay algo que interrumpir. -La señora Renfro parecía cansada-. Tiene problemas con su novio. Siempre tiene problemas con sus novios.

La casa estaba ordenada y resultaba agradable, con un ventanal enorme y muebles del suroeste que la hacían acogedora. El salón desembocaba en un office que tenía la cocina a un lado y un pasillo al otro, que seguramente daba a los dormitorios. Detrás del office, una piscina azul no muy grande resplandecía al sol. Desde el ventanal se veían los molinos al otro lado de la carretera, girando lentamente, y más allá Palm Springs.

– Esto es muy bonito, señora Renfro. Seguro que Palm Springs está precioso de noche.

– Pues sí. Los molinos me recuerdan al mar de día, con esos movimientos tan suaves, y por la noche Palm Springs parece una de esas ciudades de Las mil y una noches.

Me invitó a sentarme en un cómodo sofá desde el que podía contemplarse la vista.

– ¿Puedo ofrecerle algo de beber? Con el calor que tenemos aquí hay que ir con cuidado y mantenerse hidratado.

– Gracias. Un vaso de agua, por favor.

El salón era pequeño, pero gracias a la estructura abierta de la casa y a que había pocos muebles, parecía más amplio. No esperaba que Paulette Renfro tuviera un buen recuerdo de Joe Pike, pero mientras esperaba el agua vi un pequeño portarretratos en una estantería, perdido en un bosquecillo de trofeos de bolos. Paulette Wozniak aparecía con su marido y Pike ante un coche patrulla aparcado a la entrada de una casa modesta. Llevaba vaqueros y una camisa blanca de hombre arremangada, con los faldones anudados.

Joe Pike sonreía.

Fui hasta la estantería para observar de cerca la fotografía. Jamás había visto sonreír a Joe Pike. Había tenido delante mil fotos suyas en los marines, de caza, de pesca o de acampada, fotografías suyas con amigos, y en ninguna de ellas sonreía.

Sin embargo, aquella mujer conservaba una imagen de su esposo y del hombre que le había matado.

Los dos sonreían.

– Aquí tiene el agua -me ofreció.

Acepté el vaso. También se había servido uno para ella.

– El de la izquierda es Abel. Vivíamos en Simi Valley.

– Señora Renfro, Joe Pike es amigo mío.

Me observó durante un instante, sosteniendo el vaso con ambas manos, y después se sentó en el sofá, justo en el borde.

– Supongo que le parecerá raro que conserve esa fotografía.

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