– ¿Me he subido a la máquina del tiempo y estoy en la Alemania nazi? -me preguntó cuando hube terminado.
– Aún hay más: Frank nos ha despedido.
Me miró con un cariño infinito y me acarició la cabeza.
– Veo que has tenido un día de perros.
– Peor.
– ¿Quieres que te dé un abrazo?
– ¿Tienes algo más para elegir?
– Lo que tú quieras.
Lucy sabía hacerme sonreír aunque la situación se torciera.
Después de pasar el aspirador por la cocina preparé dos copas. Lucy puso a Jim Brickman en el equipo de música y entre los dos metimos los envases de comida en el horno. Estábamos en ello cuando llamaron al timbre.
Samantha Dolan estaba plantada en la puerta.
– Espero que no te importe que me presente así, tan de improviso.
– Tranquila.
Llevaba vaqueros y una camisa blanca de hombre por fuera. Le brillaban los ojos, pero no porque hubiera llorado. No parecía muy estable.
Al entrar y ver a Lucy en la cocina, me tiró del brazo.
– Supongo que ésa es tu novia.
Se había tomado un par de copas, desde luego.
Entró en la cocina tras de mí y las presenté.
– Lucy, ésta es Samantha Dolan. Dolan, ésta es Lucy Chenier.
– No me llames Dolan, por el amor de Dios.
Se estrecharon las manos.
– Encantada -le dijo Lucy-. Eres policía, ¿no?
Dolan se aferró a su mano.
– De momento -contestó. Entonces vio las copas que nos habíamos servido-. Ah, estáis bebiendo. Acepto un trago encantada.
Se había tomado más de un par.
– ¿Te apetece un gin tonic?
– ¿Tienes tequila?
Más bien habían sido tres o cuatro.
Mientras le servía la copa, miró las baldosas con cara muy seria.
– ¿Qué ha pasado en el suelo?
– Bricolaje.
– Es la primera vez, ¿no?
Por lo visto, todo el mundo tenía algo que comentar sobre el tema.
– Estábamos a punto de cenar comida china -explicó Lucy-. ¿Quieres quedarte?
Dolan le sonrió.
– Qué acento. ¿De dónde eres?
– De Luisiana -contestó Lucy con una sonrisa-. ¿Y tú?
– De Bakersfield.
– Allí tienen muchas vacas, ¿no?
Le di la copa de tequila.
– Bueno, ¿qué pasa, Dolan?
– Krantz me ha echado del grupo operativo.
– Lo siento.
– No es culpa tuya. No tenía que haberme comportado así y no creo que fueras tú el que se fue de la lengua con la prensa -dijo, levantando su copa hacia Lucy-. Ni siquiera aunque tu amiga sea periodista. En fin, que no te echo la culpa; sólo quería que lo supieras.
– ¿Y qué vas a hacer?
Se echó a reír, con esa risa que aparece cuando la única alternativa posible es llorar.
– No puedo hacer nada. Bishop ha vuelto a ponerme en la mesa, pero no quiere olvidarse del tema. Dice que va a esperar unos días para que la cosa se enfríe y que luego lo comentará con los jefes adjuntos para ver qué es lo más conveniente. Está pensando en trasladarme a otro sitio.
– ¿Y todo porque has confirmado que Elvis ya lo sabía? -dijo Lucy.
– En Parker Center se toman muy en serio sus secretos, abogada. No permiten que nadie ponga en peligro una investigación, y eso es lo que creen que he hecho yo. Si soy buena y le hago la pelota a Bishop, a lo mejor me permite quedarme.
Lucy frunció el entrecejo.
– Si esto se convierte en un caso sexista, podrías llevarlo a los tribunales.
– Cariño, el sexismo es el único motivo por el que sigo allí. -Dolan se rió. Luego me miró y añadió-: Pero no he venido por eso. Estoy de acuerdo contigo sobre lo de Dersh: al hombre le están condenando de antemano. Lo malo es que en este momento no puedo hacer gran cosa sin jugarme el poco futuro que me queda.
– Lo comprendo.
– Krantz tiene razón en una cosa: Dersh y Ward mienten sobre algo. Estaba detrás del espejo falso cuando Watts les entrevistó. En la transcripción se ve un poco, pero en la sala era evidente. Por eso Krantz está tan convencido.
– ¿Y en qué mienten?
– No tengo ni idea, pero estoy convencida de que Ward está asustado. Sabe algo que no quiere decir. Yo no estoy en posición de hacer nada al respecto, superdetective, pero tú sí.
– Tal vez -dije.
Dolan apuró la copa y la dejó en la mesa. No le había durado mucho.
– Me voy a ir. Siento haberme presentado tan de improviso.
– ¿Seguro que no quieres quedarte a cenar?
Dolan fue hasta la puerta y desde allí se volvió hacia Lucy.
– Gracias de todos modos, pero seguramente no habría suficiente para las dos.
Lucy volvió a sonreír amablemente.
– Sí, tienes razón.
Cuando volví a la cocina, Lucy estaba abriendo los envases que había sacado del horno.
– Le gustas.
– ¿Qué dices?
– Supongo que no pensarás que ha venido hasta aquí sólo para hablar de Eugene Dersh, ¿verdad? Le gustas.
No respondí.
– ¡Qué cerda!
– ¿Estás celosa?
Lucy me dedicó una de sus sonrisas amables.
– Si estuviera celosa, en este momento te estarían dando puntos.
No cabía hacer muchos comentarios.
– ¿Y qué? ¿Vas a hacerlo? -prosiguió Lucy.
– ¿El qué?
– Intentar ayudar a Dersh.
Lo pensé un momento y asentí.
– Creo que no es el asesino, Lucille. Y el pobre hombre está solo y tiene todo el peso de la ciudad encima.
Lucy me abrazó.
– Típico de ti, mi amor. El último caballero andante.
Típico de mí.
A la mañana siguiente, con el aire fresco de primera hora, Lake Hollywood estaba en silencio. Me dirigí allí poco después del amanecer con la esperanza de adelantarme a los periodistas y a los curiosos, y lo conseguí. Había gente paseando y corriendo por los seis kilómetros del perímetro del lago otra vez, pero nadie se quedaba mirando con la boca abierta el lugar en el que habían encontrado a Karen García ni le prestaba la menor atención.
La policía había quitado la cinta amarilla y había retirado la vigilancia para abrir la zona al público. Dejé el coche junto a la puerta de la valla metálica y fui por el sendero y después por la maleza hasta el punto donde habían hallado el cadáver. Aún se veían las huellas, grabadas en la tierra, por donde la gente de la oficina del forense se había llevado a Karen. Unas manchas de sangre del color de las rosas muertas señalaban el lugar donde había caído.
Me quedé mirando el panorama durante un momento y después fui siguiendo el lago hacia el norte, contando pasos. La orilla caía tan abruptamente un par de veces y estaba tan cubierta de maleza que tuve que quitarme los zapatos y meterme en el agua, pero en general era bastante llana y estaba limpia, lo que permitía avanzar a un buen ritmo.
A cincuenta y dos pasos de las manchas de sangre encontré un trozo de cinta de color naranja pegado a un árbol que señalaba el punto en el que Dersh y Riley habían llegado al agua. La cuesta era pronunciada; sus huellas, que mostraban que habían dado pasos largos por el terreno resbaladizo, todavía eran visibles, y seguían bajando por entre unos árboles bajos. Las seguí en dirección contraria y enseguida me encontré en una parte en la que tuve que abrirme camino entre unos densos arbustos antes de salir al sendero. Allí había pegado otro trocito de cinta naranja que señalaba el punto donde Dersh le había dicho al investigador que se habían apartado del camino.
Subí unos cien metros por el sendero y después volví pasada la cinta y recorrí aproximadamente la misma distancia. Desde más arriba veía el lago, pero no desde la cinta naranja, por lo que me pareció extraño que hubieran elegido aquel punto para bajar. La maleza era densa; el follaje, espeso, y la luz, escasa. Ningún chaval que hubiera pasado un par de años con los boy scouts habría decidido ir por allí, y de hecho nadie con sentido común habría tomado ese camino. Claro que quizá ni Dersh ni Ward habían sido boy scouts, o a lo mejor sólo se habían desviado para echar una meada. O quizá se habían metido por allí sin más, sin pensar, como podrían haber ido por cualquier otro sitio, sin fijarse en que no era el más indicado.
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