– Bueno -dijo Krantz encogiéndose de hombros-, ahora que hemos perdido la ventaja que teníamos lo único que podemos hacer es apretarle las tuercas. Vamos a tener que ponernos duros, registrar su casa en busca de pruebas y mantener la presión hasta que confiese o cometa un error.
– Estás chiflado, Krantz -exclamé.
Levantó las cejas.
– Menos mal que no llevas tú esta investigación…
Bishop observaba a Maldonado, a la espera de su reacción.
– ¿Qué le parece eso, concejal? -preguntó.
– Nuestro único interés es que se detenga al asesino, capitán. Por el asesinato de Karen García, desde luego, pero también por el bien de nuestra ciudad y por las demás víctimas. Queremos justicia.
Krantz inclinó la cabeza hacia donde estábamos Joe y yo.
– Antes que nada, lo mejor será ver dónde está la fuga.
– No hemos sido nosotros, Krantz -aseguré-. Podría haber sido algún agente de uniforme que oyera algo o quizás algún periodista listo que descubriera los hechos. O puede que hayas sido tú.
– He oído que tu novia trabaja en la KROK -dijo con una sonrisa-. Quizás eso tenga alguna relación.
Todos se me quedaron mirando, incluso Dolan.
– No se lo he contado a nadie, Krantz. Ni a mi novia ni a nadie.
Krantz volvió a sentarse a la mesa y dirigió a Maldonado una mirada cargada de intención.
– Bueno, ya lo descubriremos, pero ahora tenemos a un maníaco suelto. Hemos tenido una fuga de información muy importante y no podemos permitirnos otra. Si se repite, es posible que demos al traste con la operación y no consigamos detener al culpable.
Frank me miró, y luego a Joe. Éste observaba al anciano y me pregunté qué estaría pensando.
– No creo que ninguno de los dos haya dicho nada -afirmó Frank.
Maldonado mantuvo el contacto visual con Krantz y se encogió de hombros.
– Frank, me parece que la policía ha demostrado que podemos confiar en su labor. Espero sinceramente que el señor Pike y el señor Cole no estuvieran detrás de este… error, pero si confiamos en la policía, no hay motivo para no trabajar directamente con ellos.
– Atrapen a Dersh -replicó Frank.
– Exacto, señor García -confirmó Krantz-. Tenemos que atrapar a Dersh. No podemos permitirnos distracciones.
Frank tendió una mano a Joe.
– Tiene sentido, ¿verdad, Joe? No creo que se lo hayáis contado a nadie, pero si la policía está haciendo tan buen trabajo no es preciso que pierdas el tiempo y te quedes con ellos, ¿verdad?
– Verdad, Frank -contestó Joe, tan bajito que casi no le oí.
Krantz fue hasta la puerta y la abrió. Nadie dijo nada mientras nos íbamos.
Volvimos a pasar por la sala general y llegamos a mi coche.
– ¿Son imaginaciones mías o acaban de despedirnos? -pregunté.
– No son imaginaciones tuyas.
El Jeep de Pike seguía en la iglesia. Entré por el camino de acceso en dirección contraria para dejarle allí y paré delante de la puerta del coche. No habíamos hablado durante el trayecto y yo me preguntaba, como tantas otras veces, qué debía de sentir Joe tras las gafas de sol y la máscara inexpresiva de su rostro.
Tenía que estar dolido. Tenía que sentirse abandonado, furioso y avergonzado.
– ¿Quieres venir conmigo a casa para hablar?
– No hay nada de que hablar. Nos han echado. El caso es de Krantz.
Sacó la pistola de la guantera y la ropa de detrás del asiento, bajó del coche y se fue en su Jeep.
Me quedé pensando que me tocaba sentir todo aquello por los dos.
La vecina de la casa de al lado estaba en el jardín, regando unas plantas carnosas de un rojo intenso. Los vientos de Santa Ana se habían alejado, pero la quietud me hizo pensar que volverían. El aire nunca está tan sosegado en Los Ángeles como en esos momentos que preceden al regreso del viento, que vuelve a atacarnos y a incendiar el mundo. Quizá la serenidad es una advertencia.
La señora me llamó desde tan lejos que apenas la oí.
– ¿Qué tal por ahí?
– Muerto de calor. ¿Y sus hijos?
– Lo normal. Son chicos. Le he visto en la tele.
No sabía de qué hablaba.
– En las noticias de las doce. En el entierro. Oh, el teléfono.
Cerró el grifo del riego y se metió corriendo en casa.
Entré por la cocina y puse el televisor, pero sólo emitían culebrones. Pensé que mis quince minutos de fama habían llegado y se habían acabado como si tal cosa, y yo sin enterarme.
Me puse unos vaqueros y una camiseta y me preparé unos huevos revueltos. Me los comí de pie ante el fregadero, mirando por la ventana mientras bebía leche directamente del envase. El suelo de la cocina era de baldosas mexicanas, algunas de ellas todavía sueltas desde el terremoto del 94. Cuando no se tiene trabajo hay tiempo para pensar en cosas así, pero no sabía cómo arreglarlas. Pensé que podía aprender. Así tendría algo que hacer, y hasta podría ser gratificante. A diferencia de mi trabajo habitual.
Fui poniéndome encima de todas y cada una de las baldosas, balanceándome un poco para ver si se movían. Había seis sueltas.
Entró el gato y se sentó a mirarme junto a su cuenco. Llevaba algo entre los dientes.
– ¿Qué tienes ahí?
Lo que fuera que llevara se movió.
– Me parece que tengo que arreglar estas baldosas. ¿Me ayudas?
El gato salió de la casa a lo suyo. Ya sabía cómo se me daba hacer arreglillos.
A las cinco menos veinte ya había roto en pedazos cuatro de las baldosas y había cubierto el suelo de pedacitos de cemento. Volví a encender la televisión con la idea de dejar las noticias de fondo mientras arreglaba el suelo, pero allí estaba Eugene Dersh, plantado delante de su casa, mientras una docena de policías sacaban cajas de pruebas que iban pasando delante de la cámara. Se le veía asustado. Cambié de canal y me encontré con una noticia grabada: Dersh entrevistado desde la puerta de su casa, medio asomado por la ranura de cinco centímetros, que era lo que daba de sí la cadena, diciendo: «No entiendo nada de esto. Yo lo único que he hecho ha sido encontrar el cadáver de la pobre chica. Yo no he matado a nadie». Volví a cambiar de canal y me di de bruces con Krantz rodeado de periodistas. Cada vez que uno de ellos le preguntaba algo, él respondía: «Sin comentarios».
Apagué el aparato.
– Krantz. Menudo gilipollas.
A las seis y veinte, cuando andaba otra vez liado con las baldosas, entró Lucy con una gran bolsa blanca llena de comida china.
– Te llamé para avisarte de que iban a dar la noticia.
– Estaba en Forest Lawn.
– ¿Qué ha pasado con este suelo? -me preguntó, dejando la bolsa en la encimera.
– Estoy arreglando las baldosas.
– Ah.
Parecía tan entusiasmada como el gato.
– Elvis, ¿tú crees que ha sido ése?
Dersh ya era «ése».
– No lo sé, Luce. Me parece que no. Krantz quiere creer que ha sido Dersh y le parece que la forma de demostrarlo es presionarle hasta acabar con sus defensas. Todo lo que estamos viendo ahora sale directamente de Krantz. Ya estaba preparándolo cuando me he ido de Parker Center. Esos periodistas están diciendo exactamente lo que quiere que digan: que Dersh es culpable porque así lo indica el retrato psicológico.
– A ver, un momento. ¿No tienen nada concreto que vincule a Dersh con esos asesinatos?
– Nada.
Me senté en el suelo cubierto de polvo de cemento y le conté todo lo que sabía, empezando por Jerry Swetaggen, aunque sin decir su nombre. Mencioné el informe del criminólogo y los resultados de la autopsia, y todos los detalles del caso que recordé de las explicaciones de Dolan. Mientras yo hablaba, ella se quitó los zapatos y la chaqueta y se sentó conmigo en el suelo. Llevaba un traje de seiscientos dólares y se sentaba conmigo en el suelo sucio. Amor.
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