Estaba de pie en la cocina, bebiendo zumo de naranja y mirando cómo hervían los huevos cuando sonó el teléfono. Lo agarré al instante para que no despertara a Lucy.
– Tengo a dos tíos que van a ir conmigo a Forest Lawn -dijo Samantha Dolan.
– Dos. Bueno, Dolan, no va a haber sitio para los familiares.
Seguía molesto por lo de Krantz.
– No te hagas el gracioso y ten los ojos bien abiertos. Con Pike y contigo somos cinco.
– Pike va a estar con Frank.
– Eso no le impedirá ver, digo yo. Buscamos a un hombre de raza blanca de entre veinte y cuarenta años. Puede que se quede por allí después y que se acerque a la tumba. A veces dejan algo o se llevan un recuerdo.
– ¿Te lo ha dicho el amigo de Krantz del FBI? -pregunté. Era el comportamiento típico de un asesino en serie.
– El entierro es a las diez. Llegaré a las nueve y media. Ah, Cole, otra cosa.
– ¿Qué?
– Intenta no ser tan gilipollas.
* * *
El Forest Lawn Memorial Park tenía ciento cincuenta hectáreas de verdes praderas situadas al pie de Holywood Hills en Glendale. Siempre me había parecido una especie de Disneylandia de los muertos, con sus jardines inmaculados, recreaciones de iglesias famosas y cementerios con nombres como Tierra del Sueño, Valle de la Memoria y Pinos Susurrantes.
Dolan iba a llegar a las nueve y media y yo quería estar allí antes que ella, pero, cuando entré en el cementerio y encontré el lugar donde iban a enterrar a Karen García, ella ya estaba allí, además de otras cien personas. Se había colocado con el coche en un lugar desde el que disfrutaba de una buena vista frontal del grupo de personas reunido en la cuesta. En su regazo reposaba una Konica con teleobjetivo con la que iba a hacer fotos de la gente para su posterior identificación. Me instalé en el asiento delantero de su BMW, a su lado, y respiré hondo.
– Dolan, ya sé que haces lo que puedes. Antes me he comportado como un imbécil. Te pido disculpas.
– Es verdad, pero las acepto. Olvídalo.
– Estas cosas me hacen sentir impotente.
– Eso es problema de tu novia.
Me giré hacia ella, pero estaba mirando por la ventanilla. Un golpe bajo.
– ¿Sabes dónde va a estar Krantz esta mañana?
– ¿Vigilando a Dersh?
– Dersh tiene un equipo de vigilancia encima. Krantz y Bishop van a asistir al entierro. Y Mills también. Quieren sentarse donde les vea bien el concejal Maldonado.
Yo habría sido incapaz de hacer lo que hacía ella, de trabajar con gente como Krantz y Bishop. Quizá por eso iba por mi cuenta.
– Creía que ibas a venir a las nueve y media.
– He pensado que intentarías llegar antes que yo y he decidido ganarte -dijo sonriendo.
– Eres un caso, Samantha.
– Me parece que somos tal para cual, superdetective.
Le devolví la sonrisa.
– Bueno, o sea que somos tú, yo y dos hombres. ¿Cómo quieres que lo hagamos?
Me señaló un mausoleo de mármol que había un poco más arriba.
– Tengo a un hombre allí y a otro abajo. Si ven a alguien que parezca sospechoso apuntarán el número de la matrícula.
El de arriba estaba sentado en la hierba que había fuera del mausoleo, del que salía una senda no muy ancha, idéntica al camino en que nos encontrábamos. Si el asesino quería asistir y observar, podría aparcar allí. La gente estaba dispersa por la ladera, más abajo que nosotros, y el otro hombre se había vuelto invisible entre ellos.
– Creo que puedes trabajar desde cerca de la gente, como conoces a varios… -añadió-. Yo me quedo aquí haciendo fotos de la comitiva, y luego subiré.
– Vale.
– Y ahora, ¿por qué no recorres el perímetro?
No me lo estaba pidiendo.
Me miró fijamente.
– ¿Qué dices?
– A sus órdenes.
Supongo que cuando alguien trabaja en horas libres se cree con derecho de decirle a todo el mundo qué tiene que hacer.
– Por cierto -dijo cuando me apeaba del BMW-, ha sido la primera vez que me has llamado Samantha.
– Me parece que sí.
– Pues que no vuelva a suceder -añadió, pero estaba sonriendo, y también yo sonreí abiertamente al alejarme.
Pasé los siguientes cinco minutos recorriendo el perímetro del grupo de gente, y conté dieciséis hombres anglosajones de entre veinte y cuarenta años. Cuando miré hacia Dolan, estaba enfocándome con la cámara. «Se aburrirá», me dije.
Un Nissan Sentra azul subió por la colina cuando faltaban pocos minutos para las diez y aparcó donde estaban los demás coches. Eugene Dersh descendió del vehículo.
– ¡Por favor! -exclamé.
Dersh iba vestido de forma bastante clásica, con una americana de color beis y pantalones de pinzas. Cerró el coche con llave y cuando subía la cuesta llegaron dos coches camuflados de la policía que se quedaron junto a la puerta principal, sin saber qué hacer. Williams estaba al volante del segundo. En el primero iban los dos que me habían seguido a mí.
El policía del mausoleo se levantó y los miró. No había visto a Dersh, pero sí había reconocido los coches de Robos y Homicidios. Bajé a la carrera hasta donde estaba Dolan.
– Parece que ya ha llegado todo el mundo.
Dersh se dio cuenta de que lo mirábamos, y al reconocerme me saludó con la mano.
Le devolví el saludo.
A las diez y cuarto llegó el coche fúnebre por la puerta principal, escoltado por cuatro motos de la policía. Le seguían tres limusinas negras relucientes que arrastraban una fila de coches también muy relucientes. Dersh los vio llegar con una especie de curiosidad benigna en la cara.
Cuando nos alcanzó la caravana, una docena de personas que parecían familiares bajaron de las limusinas. El conductor de la primera sacó la silla de ruedas de Frank del maletero mientras Joe y otro hombre ayudaban al anciano a bajar. Joe llevaba un traje con chaleco gris marengo. Con las gafas de sol parecía un agente del Servicio Secreto, pero como estábamos en Los Ángeles todo el mundo llevaba gafas oscuras. Incluso el cura.
El concejal Maldonado y Abbot Montoya iban en la última limusina. Bishop, Krantz y el jefe adjunto Mills bajaron del sexto coche y fueron corriendo a colocarse tras el concejal. Supuse que debían de estar impacientes por protegerle y servirle.
Dolan y yo nos acercábamos cuando nos vieron Krantz y Bishop.
– ¿Qué coño haces tú aquí con Cole?
Dolan señaló a Dersh.
Krantz y Bishop se dieron la vuelta y vieron a Dersh, que les saludaba con alegría.
– Me cago en la puta -exclamó Krantz.
Bishop le dio un codazo.
– Salúdale, joder, antes de que sospeche algo.
Los dos le hicieron un gesto con la mano.
– ¡Sonríe! -ordenó Bishop.
Krantz sonrió.
Joe ya había empujado la silla de Frank hasta casi lo alto de la cuesta cuando pasó a toda velocidad por la puerta una furgoneta de un canal de noticias local. Diez segundos después entraron rápidamente dos furgonetas de otras cadenas. La segunda de ellas era la de Lucy. Frenaron de golpe junto al coche fúnebre. Ya estaban extendiendo las antenas cuando los cámaras y los periodistas bajaron a toda prisa.
– Esto no puede ser bueno -comentó Dolan.
Apretamos el paso. Krantz y Bishop nos seguían.
Los tres periodistas fueron corriendo hacia Frank, dos de ellos con micrófonos de radio.
– Despierta, Bishop -dije-. Que los agentes de uniforme se lleven a esa gente.
Dolan y yo nos colocamos entre Frank y los periodistas mientras Krantz corría a buscar a los policías de las motos. Una pelirroja muy atractiva consiguió llegar hasta Frank, micrófono en mano.
– Señor García, ¿ha hecho algún progreso la policía en la búsqueda del asesino en serie?
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