– ¿Qué me dice de Walter Semple, Vivian Trainor o Davis Keech? Puede que Karen los conociera del colegio, o que trabajaran para usted.
– No. -Se notaba que hacía un esfuerzo para recordar y que se sentía decepcionado al no conseguirlo.
– ¿Karen no mencionó nunca esos nombres delante de usted?
– No.
– Señor García -prosiguió Dolan-, cuando me fui de casa de mis padres dejé cajas llenas de cosas, apuntes del colegio, fotos viejas. Si Karen tenía algo así en casa de usted me gustaría verlo.
Frank avanzó con la silla de ruedas para ver a la asistenta.
– María, acompáñala a la habitación de Karen, por favor .
Yo me disponía a seguir a Dolan cuando Frank dijo:
– Quiero hablar un momento con vosotros dos. -Esperó a que Dolan hubiera desaparecido tras la gran puerta y bajó la voz para añadir-: Sabe más de lo que dice y apuesto mi última tortilla de maíz a que esa gente por la que preguntaba no es lo que ella afirma. Vigiladla bien. A ver si conseguís que os cuente detrás de qué va en realidad.
Me dije que ningún tonto pasa de currante a multimillonario.
Joe se quedó con Frank, pero yo seguí por el pasillo hasta encontrar a María, que me esperaba ante una puerta.
– Gracias , María. Ya me las arreglo.
Entré en la que había sido la habitación de Karen y en cierto modo seguía siéndolo. Los muebles de dormitorio adolescente hacían que la habitación quedara congelada en el tiempo. Los libros, los animales disecados y los carteles de grupos musicales que hacía doce años que no existían convertían la puerta en un portal al pasado. A Flock of Seagulls. ¡Dios!
Dolan era exhaustiva. Aparte de la ropa vieja y de los adornitos que coleccionan las adolescentes, no quedaba gran cosa en la habitación, pero nos pasamos casi tres horas revisando libretas del instituto y de la universidad, anuarios del colegio y los fragmentos de una vida que se acumulan en las sombras de un dormitorio juvenil. En el armario, además de la ropa, había una pila de juegos de mesa que iban del suelo al techo. Parchís, Monopoly, Cluedo, Life. Abrimos todas las cajas.
En un momento dado María nos trajo té helado mexicano, dulce con su lima y su menta. Bajo la cama encontramos más cajas. En la mayoría había ropa, pero una estaba llena de notas y cartas de una amiga llamada Vicki Quesada que Karen había conocido durante los dos primeros años que había pasado en UCLA. Las repasamos, buscando los cuatro nombres, pero no encontramos ninguno. Sentía escaso interés al leerlas, hasta que en una de ellas aparecía Joe. Por la fecha, Karen la escribió cuando iba a segundo. Vicki le escribía que Joe parecía todo un hallazgo y le pedía que le mandara una foto. Sonreí. «¡Este Joe!»
– ¿Qué es eso?
– Nada.
Dolan puso mala cara y se llevó la mano a la cintura.
– ¡Mierda!
– ¿Qué ocurre?
– El busca. Me cago en todo, es Krantz. Enseguida vuelvo.
Agarró el bolso y salió de la habitación.
Acabé de repasar las cartas y encontré seis referencias más a Joe. La siguiente era que Joe parecía «monísimo» (le había llegado la foto). Las cartas estaban ordenadas cronológicamente, por lo que eran fáciles de seguir, pero la mayoría de las referencias eran preguntas: «¿Qué se siente al salir con un policía?» «¿Tus amigos no se ponen nerviosos cuando está delante?» «¿Te lleva en el coche patrulla por ahí?» Las dos o tres primeras referencias me hicieron sonreír, pero las últimas no. Vicki lamentaba que las cosas no fueran bien con Joe, pero los hombres eran todos unos cerdos y siempre querían lo que no podían conseguir. En la última carta en la que le mencionaba, decía: «¿Por qué crees que está enamorado de otra?».
Me sentí violento y avergonzado, como si hubiera mirado por una cerradura una parte de la vida de Joe que él no había compartido conmigo.
Metí las cartas en las cajas y las coloqué debajo de la cama.
Dolan volvió con cara de pocos amigos.
– ¿Has encontrado algo?
– No.
– Tengo buenas noticias para el viejo. Van a devolverle el cadáver de la chica. Al menos podrá enterrarla.
– Sí. Seguro que lo va a agradecer -contesté, pero seguía pensando en Joe.
– La mala noticia es que Krantz no va a tener vigilado el entierro.
Me quedé desconcertado.
– Venga, Dolan. Vigilar el entierro es de cajón.
A veces los asesinos asisten al entierro de sus víctimas e incluso pueden delatarse.
– Ya lo sé, Cole, pero no depende de mí. Krantz tiene miedo de que haya demasiada gente haciendo horas extras cuando ya tiene a Dersh vigilado las veinticuatro horas del día. Dice que cómo va a justificar lo del entierro si ya sabemos quién es el asesino.
– No tiene nada de nada contra Dersh. Hasta el inspector Closeau vigilaría ese funeral.
Endureció la expresión hasta que aparecieron unos hoyuelos junto a las comisuras de los labios.
– Hay que aguantarse, superdetective, ¿vale? Yo voy a ir. A lo mejor consigo que me acompañen un par de compañeros que no estén de servicio. No me hace ninguna gracia pedirte esto, teniendo en cuenta la situación, pero ¿tú podrías ayudarnos?
Le dije que sí.
– ¿Y qué hay de Deege? ¿Alguien ha seguido esa pista, o es que supone demasiadas horas extras?
– Eres un hijo de puta, ¿vale?
– Ya sé que no es culpa tuya, Dolan. Lo siento.
Entonces agitó la cabeza y levantó las manos. Se había cansado de todo aquello.
– Ya te he dicho que los agentes de uniforme están con los ojos bien abiertos. No ha aparecido todavía. Y ya está. ¿Vale?
– Ya sé que no es culpa tuya.
– Sí. Vale, vale.
Miró con el entrecejo fruncido la habitación, como si nos hubiéramos olvidado de buscar justo en el sitio conveniente.
– Me parece que ya hemos acabado aquí, Cole. Coño, son más de las seis. ¿Quieres que vayamos a tomar una copa?
– Voy a cenar con mi novia.
– Ah. Vale.
Volvió a ponerse las manos en la cadera y a mirar la habitación con mala cara.
– Bueno, gracias por tu ayuda. Te agradezco que hayas conseguido que me dejara subir -añadió.
– De nada, mujer.
Salió antes que yo.
– No se habrá llevado nada, ¿verdad? -me preguntó Frank cuando se hubo ido.
– No, Frank.
Se encorvó en la silla, con cara de enfado.
– ¿Has descubierto qué quería?
– Lo que ha dicho. Estaba buscando nombres.
– Esa puta estaba mintiendo.
Joe y yo salimos de la casa sintiéndonos como perros. Al llegar a los coches, le dije:
– Cuando estábamos registrando su habitación encontramos unas cartas dentro de una caja, debajo de la cama. En algunas te mencionaban. He tenido que leerlas.
Pike lo asimiló.
– Siento que no salieran bien las cosas entre Karen y tú. Parecía una buena chica.
Pike levantó la vista hacia los olmos. Las hojas, inmóviles, formaban un dosel de un verde claro, como si fueran parte de un cuadro.
– ¿Qué decían las cartas?
Le conté algo.
– ¿Y ya está? -preguntó, como si supiera lo que ponía y quisiera que se lo dijera. Le conté que en una decía que estaba enamorado de otra.
– ¿Decía de quién?
– No. Y no es asunto mío.
* * *
Día familiar de los agentes del distrito de Rampart. Junio, catorce años antes
El coche que le seguía era un Caprice marrón, cuatro vehículos por detrás entre el escaso tráfico del domingo por la mañana. Dentro iban dos hombres blancos con corte de pelo militar y gafas de sol, claramente del Grupo de Asuntos Internos. Cómo les gustaría ser de la CÍA.
Eran bastante buenos, pero Pike era mejor. Los detectó cuando iba a recoger a Karen.
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